Read La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento Online
Authors: Mijail Bajtin
Este volumen es un eco directo de la disputa que conmovió a Francia y fue particularmente viva entre 1542 y 1550. Esta «Querella de las mujeres» giró en torno a la naturaleza de la mujer y el matrimonio. Casi todos los poetas, escritores y filósofos franceses tomaron parte en ella, así como la corte y amplios círculos de lectores. El problema no era nuevo, toda la Edad Media se había ocupado de él. El fondo mismo del debate es bastante complicado, más de lo que los especialistas se imaginan.
Se distingue en la materia dos opiniones opuestas, que se mantuvieron durante toda la Edad Media y el Renacimiento.
La primera se suele llamar «tradición gala». Esta tendencia, que se extendió a lo largo de toda la Edad Media, desarrolla en su conjunto una serie de ideas negativas sobre la naturaleza de la mujer. La segunda, que Abel Lefranc propone llamar la «tradición idealizante»,
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sublima por el contrario a la mujer; en la época de Rabelais, los «poetas platónicos», que se inspiraban especialmente en la tradición cortesana medieval, participaban de esta concepción.
Rabelais es un partidario de la «tradición gala» que, en la época, había sido defendida por numerosos autores, especialmente por Gratien Du Pont, que había publicado en 1534 un poema en tres libros:
Les controverses des sexes masculin et féminin.
En la «Querella de las mujeres» Rabelais no parecía estar del lado del sexo débil. ¿Cómo se explica esta posición?
La «tradición gala» es un fenómeno complejo e interiormente contradictorio. De hecho, se trata no de una sola tradición sino de dos. Primeramente la tradición cómica propiamente popular, y en segundo término, la tendencia ascética del cristianismo medieval. Esta última, que considera a la mujer como la encarnación del pecado, la tentación de la carne, se sirvió a menudo de materiales e imágenes de la tradición cómica popular. Por ello los investigadores las unen y las confunden. Hace falta precisar que en numerosas obras de la Edad Media hostiles a la mujer y al matrimonio —obras esencialmente enciclopédicas— las dos tendencias están mecánicamente reunidas.
En realidad, la tradición cómica popular y la tendencia ascética son profundamente ajenas la una a la otra. La primera no es de ningún modo hostil a la mujer y no postula sobre ella ningún juicio desfavorable. Categorías de este género son inaplicables en la materia; en efecto, en esta tradición, la mujer está esencialmente ligada a lo
bajo
material y corporal: es la encarnación de lo «bajo», a la vez rebajador y regenerador. Ella es así también ambivalente. La mujer rebaja, relaciona a la tierra, corporaliza, da la muerte; pero es antes que nada el
principio de la vida,
el
vientre.
Tal es la base ambivalente de la imagen de la mujer en la tradición cómica popular.
Pero allí donde esta base ambivalente da lugar a una
pintura de costumbres
(fábulas, bromas, cuentos, farsas), la ambivalencia de la mujer se convierte en ambigüedad de su naturaleza, en versatilidad, sensualidad, concupiscencia, falsedad y bajo materialismo. Por lo tanto, en la medida en que estas últimas no son las propiedades morales abstractas del individuo, no debemos aislarlas de la trama de imágenes en la cual asumen una función de materialización, de rebajamiento y, al mismo tiempo, de
renovación de la vida,
en lo cual se oponen a la
mediocridad
de la pareja (marido, amante, pretendiente), a su avaricia, a sus celos, a su estupidez, a su hipócrita bondad, a su mojigatería, a la vejez estéril, al heroísmo de fachada, al idealismo abstracto, etc.
En la «tradición gala», la mujer es la tumba corporal del hombre (marido, amante, pretendiente), una especie de injuria encarnada, personificada, obscena, destinada a todas las pretensiones abstractas, a todo lo que está limitado, acabado, agotado. Es una inagotable vasija de fecundación que consagra a la muerte todo lo viejo y acabado. Como la Sibila de Panzoust, la mujer de la «tradición gala» levanta sus faldas y muestra el lugar de donde todo parte (los infiernos, la tumba), y de donde todo viene (el seno maternal).
A este nivel, la «tradición gala» desarrolla también el
tema
de los cornudos, sinónimo del derrocamiento de los maridos viejos, del nuevo acto de concepción con un hombre joven; dentro de este sistema, el
marido cornudo
es reducido al rol de
rey destronado,
de año viejo, de
invierno en fuga:
se le quitan sus adornos, se le golpea y se le ridiculiza.
Es preciso señalar que, en la «tradición gala», la imagen de la mujer, como todas las otras, es presentada bajo el ángulo de la risa ambivalente, a la vez burlón y destructor, alegre y afirmador. ¿Podemos, pues, asegurar que conlleva un juicio hostil y negativo sobre la mujer? Por cierto que no. La imagen de la mujer es ambivalente, como todas las imágenes de la «tradición gala».
Pero, cuando esta imagen es utilizada por las tendencias ascéticas del cristianismo o el pensamiento abstracto y moralizante de los autores satíricos y moralistas de los tiempos modernos, pierde su polo positivo y se vuelve puramente negativa. Es preciso decir que, de manera general, este juego de imágenes no puede ser trasladado del plano cómico al plano serio sin ser desnaturalizado. Esta es la razón por la cual, en la mayoría de las obras enciclopédicas de la Edad Media y del Renacimiento que resumen las acusaciones góticas dirigidas contra la mujer, las verdaderas imágenes de la «tradición gala» se hallan empobrecidas y deformadas. Sucede así, en cierta medida, en la segunda parte del
Román de la Rose,
aunque esta obra ha conservado a veces la auténtica ambivalencia de la imagen grotesca de la mujer y del amor.
La imagen de la mujer de la «tradición gala» sufrió otro tipo de deformación en la literatura donde comienza a adquirir el carácter de
tipo cotidiano.
Se vuelve entonces negativa, o bien su ambivalencia degenera en una mezcla insensata de rasgos negativos y positivos (sobre todo en el siglo
XVIII
, cuando las mezclas estáticas de esta clase de rasgos
morales
negativos y positivos pasaban por ser una verosimilitud realista, una «semejanza con la vida»).
Volvamos a la querella de las mujeres en el siglo
XVI
, y al rol que tuvo en ella Rabelais. Esta querella utilizó, en lo esencial, el lenguaje de las nuevas concepciones estrechas, de la moral abstracta y de la filosofía humanista libresca. Sólo Rabelais representa la «tradición gala» verdadera y pura. Él no se solidariza en absoluto con los enemigos de la mujer, moralistas o epicureístas, discípulos de Castiglione, ni tampoco con los idealistas platónicos. Estos defensores de la mujer y del amor se hallaban, en definitiva, más cercanos a él que los moralistas abstractos. Sus sentimientos elevados por la mujer mantenían hasta cierto punto, la ambivalencia de su imagen simbólicamente ampliada; el aspecto regenerador de la mujer y del amor era así postulado en un primer plano. No obstante, la manera idealista y abstracta, patética y seria que con que estos poetas trataban la figura de la mujer era evidentemente inaceptable para Rabelais. El comprendía a la perfección la
novedad
del estilo serio y sublime que habían introducido en la literatura y la filosofía los platónicos de su tiempo; comprendía también lo que distinguía a esta nueva seriedad de la seriedad lúgubre del siglo gótico. Sin embargo, tampoco consideraba a este estilo capaz de pasar por el crisol de la risa sin ser reducido a cenizas.
Por esta razón, la voz de Rabelais en esta célebre querella era de hecho una voz totalmente aislada; era la de las fiestas populares de la plaza pública, del carnaval, de las fábulas, de las bufonadas, de las anécdotas anónimas, de las bromas y farsas, pero llevada a un grado superior de forma artística y de pensamiento filosófico.
Podemos ahora abordar las adivinaciones de Panurgo, que constituyen la mayor parte del
Libro Tercero,
y ver cuáles son sus fines.
Panurgo estaba decidido a casarse, pero al mismo tiempo tenía ciertas reservas respecto al matrimonio, pues temía ser engañado. Este es el motivo de las adivinaciones que, todas ellas, le dan una sola y fatal respuesta: su futura esposa lo hará cornudo, le batirá como si fuera yeso y le robara. En otras palabras, la suerte que le espera es la de rey del carnaval y del año viejo, y este destino es irreversible. Todos los consejos de sus amigos, todas las historias de mujeres que le cuentan y el análisis de la naturaleza femenina hecho por el sabio médico Rendibilis llevan a la misma conclusión. Las entrañas de la mujer son inagotables e insaciables: ella es orgánicamente hostil a todo
lo viejo
(en cuanto principio que da nacimiento a
lo nuevo);
así pues, Panurgo será fatalmente destronado, derrotado y ridiculizado. Éste se niega a aceptar esta suerte irrevocable de todo individuo, encarnada en la imagen de la mujer («la prometida»). Se obstina. Cree que puede evitarla por algún medio. En otras palabras, quiere ser el rey eterno, el año eterno, la eterna juventud. Por su misma naturaleza, la mujer es hostil a la eternidad, la denuncia como vejez pretenciosa. Los cuernos, los golpes y el ridículo son inevitables. Es en vano que, en su conversación con el hermano Juan (cap. XXVII y XXVIII), Panurgo invoque la fuerza excepcional y milagrosa de su falo. La réplica de su interlocutor es bastante pertinente:
«Yo te entiendo (dice el hermano Juan), pero el tiempo mata todas las cosas. No hay mármol ni pórfido que no tengan su vejez y decadencia. Si tú no has llegado aún a eso, pasaran pocos años y te oiré confesar que los cojones les cuelgan a muchos por falta de morral.»
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Al final del diálogo, el hermano Juan cuenta la célebre historia del anillo de Hans Carvel. Este cuento, como todos los que el libro incluye, no es de Rabelais, pero se ajusta a la unidad del sistema de imágenes y a su estilo. Por algún motivo el anillo —símbolo del
infinito
— designa aquí el sexo de la mujer (este es el nombre folklórico más difundido). Por él pasa la onda
infinita
de concepciones y renovaciones. Las esperanzas que tiene Panurgo de escapar a su suerte de hombre destronado, ridiculizado y destruido son tan insensatas como las tentativas del viejo Hans Carvel, inspirado por el diablo, de tapar con su dedo este oleaje inagotable de renovaciones y rejuvenecimientos.
El miedo que sufre Panurgo ante los inevitables cuernos y la inevitable ridiculización corresponde, en el plano cómico, a la «tradición gala», al motivo mítico del
temor del padre ante su hijo
fatalmente
asesino y ladrón.
El seno de la mujer juega un rol capital en el mito de Cronos (Rea, mujer de Cronos, «madre de los dioses»); ésta da a luz a Zeus, esconde al recién nacido para protegerlo de la persecución de Cronos, y asegura así la suerte del relevo y la renovación del mundo. El mito de Edipo da otro ejemplo muy conocido del temor del padre ante su hijo, inevitable asesino y ladrón (se adueña del trono). El seno maternal de Yocasta desempeña también un doble papel: da a luz a Edipo y es fecundada por él. En fin,
La vida es sueño,
de Calderón, trata un tema similar.
Si, en el motivo mítico elevado del temor del hijo, es éste el que asesina y roba, en el de la «tradición gala» cómica, es, en cierta medida, la esposa quien asume el rol del hijo, puesto que ella ultraja, golpea y persigue a su viejo marido. En el
Libro Tercero,
Panurgo es la personificación de la vejez obstinada (en verdad, a sus comienzos), que no quiere aceptar ni el cambio ni la renovación. El miedo que ambos le inspiran se convierte entonces en el temor de ser engañado, el temor de «la prometida», del destino, que da muerte a lo viejo y da nacimiento a lo nuevo y a una mujer joven.
Así, el motivo fundamental del
Libro Tercero
está, también él, ligado directa y firmemente al tiempo y a las formas de las fiestas populares: destronamiento (los cuernos), golpes, ridiculización. De este modo, las adivinaciones están vinculadas al motivo de la muerte del individuo, del relevo y de la renovación (desde el plano cómico), actuando como la corporización y la humanización del tiempo, creando la imagen del tiempo dichoso.
Las adivinaciones a las que se entrega Panurgo para saber si será cornudo, representan el rebajamiento grotesco de las adivinaciones elevadas a las que se entregan reyes y usurpadores para conocer el destino de la corona (equivalente de los cuernos en el plano cómico), por ejemplo las de Macbeth.
No hemos aislado en el
Libro Tercero
sino el motivo de las adivinaciones paródicas de Panurgo. Pero, en torno a este tema principal, como en torno a un pivote, se organiza una larga revisión carnavalesca en el dominio del pensamiento y de las concepciones de todo el pasado obstinado y de lo nuevo todavía cómico. Vemos desfilar las representaciones de la teología, de la filosofía, de la medicina, el derecho, la magia natural, etc. Ante esta relación, el
Libro Tercero
no deja de evocar los prólogos; es una muestra notable de la obra publicista del Renacimiento sobre la base del carnaval y de la fiesta pública.
Hemos examinado la influencia determinante de las formas de la fiesta popular en numerosos elementos capitales del libro de Rabelais (escenas de batallas, golpes, destronamientos), y en numerosos episodios directamente inspirados por el tema de la fiesta: las imágenes del juego, las profecías, las adivinaciones, etc. La influencia de las formas de la fiesta popular y carnavalesca no se limita a esto. Estudiaremos también sus otros reflejos en los capítulos siguientes. Por lo pronto, debemos elucidar dos problemas: el sentido principal de las formas de la fiesta popular y del carnaval en la concepción del mundo y sus funciones particulares en el libro de Rabelais.
¿Cuál es, pues, el sentido general de las formas de la fiesta popular y del carnaval (en el sentido más amplio del término)?
Tomaremos como punto de partida la descripción del carnaval de Roma hecha por Goethe. Este texto notable merecería ser objeto de amplios estudios; con bastante simplicidad y profundidad, Goethe ha logrado aprehender y formular los rasgos esenciales del carnaval. Los hechos del carnaval que él observa tienen lugar en Roma en 1788, es decir mucho tiempo después del Renacimiento, pero este hecho es apenas importante porque el núcleo del sistema de las imágenes carnavalescas ha sobrevivido durante muchos siglos.