La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (56 page)

BOOK: La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento
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Plinio, Ateneo, Macrobio y Plutarco, es decir los autores antiguos, ejercieron a su vez una gran influencia en la concepción rabelesiana del cuerpo grotesco. Las charlas de mesa rebasan de imágenes esenciales del cuerpo grotesco y de sus procesos. En la estructura de las charlas, hechos tales como el acoplamiento, la preñez, el alumbramiento, el comer, beber y la muerte, tenían un lugar preponderante.

De todos los autores antiguos, es Hipócrates, o más precisamente el
Recueil d'Hippocrate,
el que marcó especialmente a Rabelais, no sólo en el plano de sus concepciones filosóficas y médicas sino incluso en el de sus imágenes y estilo; esto porque el pensamiento de Hipócrates y de otros autores del
Recueil
tiene un carácter menos conceptual que imaginativo.

La composición del
Recueil d'Hippocrate
es, en realidad, bastante poco homogénea: agrupa obras de escuelas diversas desde el punto de vista filosófico y médico; se perciben en él diferencias sensibles en la comprensión del cuerpo humano, de la naturaleza de las enfermedades, de los métodos de tratarlas. A pesar de estas divergencias, la concepción grotesca es predominante en los diferentes estudios: la frontera entre el cuerpo y el mundo es reducida, el cuerpo es estudiado de preferencia en las fases en que es inacabado y abierto, su fisonomía externa no está nunca disociada de su aspecto interno; los intercambios entre el cuerpo y el mundo son tomados constantemente en consideración. En fin, las excreciones de toda naturaleza que juegan un rol tan capital en la imagen grotesca del cuerpo, tienen una importancia de primer plano.

La doctrina de los cuatro elementos era el lugar donde se borraban las fronteras entre el cuerpo y el mundo.

He aquí un breve fragmento de De
flatibus (De las ventosidades):

(«Del aire considerado como agente en el mundo».)

«El cuerpo de los hombres y de otros animales es alimentado por tres clases de alimentos; estos alimentos son llamados víveres, bebidas y alientos.
El aliento se llama viento en los cuerpos y aire fuera del cuerpo.
El aire es el agente más poderoso de todo y en todo; vale la pena considerar su fuerza. El viento es un flujo y una corriente de aire; cuando el aire acumulado se vuelve
una corriente violenta, los árboles caen desraizados por la impetuosidad del soplo,
el mar se agita y navíos de un tamaño desmesurado son
lanzados en alto
(...). Todo el intervalo entre la tierra y el cielo está lleno de aire. El aire
es la causa del invierno y del verano:
denso y frío en el invierno, en el verano dulce y tranquilo.
La marcha misma del sol, de la luna y de los astros es un efecto de este aliento;
pues
el aire es el alimento
del fuego, y el fuego privado de aire no podría vivir, de suerte que
el curso eterno del sol es sostenido
por el aire, que es ligero y eterno él mismo.

»(«Del aire considerado en los cuerpos de los animales».)

»Tal es, pues, la razón de su fuerza en todo lo demás; en cuanto a los seres mortales, es
la causa de la vida
en ellos y de las
enfermedades
en los enfermos; y tan grande es la necesidad de aliento para todos los cuerpos, que el hombre que, privado de todo alimento sólido y líquido, podría vivir dos o tres días y aun más, moriría, si se le interceptaran las vías del aliento al cuerpo, en una breve porción del día; ¡hasta tal punto es predominante su necesidad!

»(«El aire es la causa de las fiebres esporádicas».)

»...Ahora bien, con mucho alimento, entra necesariamente mucho aire;
todo lo que se come o se bebe está acompañado en el cuerpo por el aire en más o menos grande cantidad.
He aquí la prueba: la mayor parte de la gente tiene
eructos
después de comer o beber; es que el aire encerrado remonta después de haber roto las vesículas donde se esconde.»
274

El autor afirma que el aire es el principal elemento natural del cuerpo. De allí que dé a ese elemento no una forma psicoquímica impersonal sino la de sus
manifestaciones concretas y visibles:
el viento que vuelca
grandes navíos, el aire que rige el movimiento del sol y de las estrellas, como
el
elemento vital
esencial del
cuerpo humano. La vida cósmica y la del cuerpo humano son relacionadas en un grado extremo
y mostradas en su
unidad concreta y visual:
desde el
movimiento del sol y las estrellas
hasta los
eructos
del hombre; el trayecto solar, así como los eructos, son engendrados por el mismo aire concreto y sensible.

En los demás artículos del
Recueil,
los otros elementos, agua o fuego, asumen un rol idéntico de médium entre el cuerpo y el cosmos.

El tratado
De aero, aquis, locis (Tratado del aire, del agua y los lugares)
contiene el pasaje siguiente:

«Sucede con la tierra lo mismo que con los hombres. En realidad, allí donde las estaciones del año producen cambios muy grandes y muy frecuentes, los lugares son muy salvajes y desiguales, y se puede encontrar numerosos bosques invadidos por la maleza, así como campos y praderas. Pero allí donde las estaciones del año no son muy diversas, la región puede ser muy uniforme.
Lo mismo sucede en relación a los hombres,
si se pone atención. En efecto,
existen ciertas naturalezas, parecidas a los lugares montañosos, hoscosos y acuáticos, o a los lugares desnudos y privados de agua, algunas tienen la naturaleza de los prados y de los lagos, mientras que las otras asemejan a la naturaleza de las planicies y los lugares desnudos y áridos,
pues las estaciones del año que diversifican la naturaleza de una manera exterior se distinguen las unas de las otras; y si son muy variadas una en relación a otra, producirán formas de hombres muy diversos y numerosos.»

Aquí las fronteras entre el cuerpo y el mundo son rebasadas en otro sentido, el de la
relación y la similitud concretas del hombre y del paisaje actual del medio terrestre.

El artículo «De la cifra siete» da una imagen más grotesca todavía:
la tierra es representada como un gran cuerpo humano en cuya cabeza figura el Peloponeso, en la columna vertebral el Itsmo,
etc. Cada
parte geográfica
de la tierra, cada país, corresponde a cierta parte
del cuerpo;
todos los caracteres propiamente corporales, prácticos y espirituales de sus habitantes dependen de la
localización corporal
de su país.

La medicina antigua tal como figura en el
Recueil d'Hippocrate,
concede una importancia excepcional a las excreciones de toda naturaleza. A los ojos del médico, el cuerpo era ante todo un cuerpo que excretaba orina, materia fecal, sudor, flemas y bilis. Por consiguiente, todos los síntomas que presenta el enfermo son ligados a los
últimos acontecimientos ocurridos con la vida y la muerte del cuerpo:
éstos son los indicios gracias a los cuales el médico puede juzgar el desenlace de la lucha entre la vida y la muerte. En su calidad de indicios y de factores
de esta lucha, las más insignificantes manifestaciones del cuerpo tienen el mismo valor y gozan de los mismos derechos que las constelaciones de los astros,
que los usos y costumbres de los pueblos. He aquí un fragmento del Libro primero de las
Epidemias:

«De las enfermedades aprendemos a extraer los diagnósticos de los aspectos relacionados con la naturaleza humana en general, y la complexión de cada uno en particular... la constitución
general de la atmósfera y de las particularidades del cielo de cada país; los hábitos; el régimen alimenticio; el género de vida, la edad; los discursos, y las diferencias que ellos ofrecen; el silencio; los pensamientos que ocupan al enfermo; el sueño; el insomnio; el dormir, según el carácter que presenten y el momento en que sobrevienen; los movimientos de las manos, las comezones; las lágrimas, la naturaleza de las recaídas; las deposiciones, la orina; la expectoración; los vómitos;
los cambios que se producen entre las enfermedades y los abscesos que conducen hacia la pérdida del enfermo o a una solución favorable;
los sudores; los enfriamientos; los estremecimientos; la tos; los estornudos; los hipos; la respiración; los eructos, los vientre ruidosos o no; las hemorragias; las hemorroides.»

Este pasaje es extremadamente típico: reúne
en un mismo plano los indicios de la vida y de la muerte,
los fenómenos más diversos por
sus alturas jerárquicas y sus tonos:
desde el
estado de los astros hasta los estornudos y flatulencias
del enfermo. La enumeración de las funciones del cuerpo es tan característica como dinámica. Encontramos a menudo cosas semejantes en el libro de Rabelais, inspirado sin duda alguna por Hipócrates. Cuando Panurgo, por ejemplo, alaba en estos términos las virtudes de la salsa verde:

«De la yerba de trigo podéis hacer una hermosa salsa verde, de ligera cocción, de fácil digestión, la cual alegra la mente, regocija los espíritus animales, alegra la vista, abre el apetito, deleita el gusto, fortifica el corazón, cosquillea en la lengua, hace claro el tinte, fortifica los músculos, atempera la sangre, alivia el diafragma, refresca el hígado, limpia el bazo, purifica los riñones, lubrifica las vértebras, ayuda a vaciar los uréteres, dilata los vasos espermáticos, disminuye los cremasterios, expurga la vejiga, infla los testículos, corrige el prepucio, incrusta el miembro; limpia el vientre, ayuda a defecar bien, a orinar, estornudar, toser, vomitar, pedorrear, sollozar, escupir, roncar, respirar, inspirar, sudar, sonarse y a levantar la picha y mil otras raras ventajas.»

Hablemos ahora del célebre
facier hippocatica
(rostro de Hipócrates). Este rostro
no traduce una expresión subjetiva,
los sentimientos o los pensamientos del enfermo,
indica el hecho de la proximidad de la muerte. No es el rostro del enfermo que habla sino la vida-muerte que pertenece a la esfera supra-individual de la vida procreadora del cuerpo. El rostro y el cuerpo del moribundo dejan de ser ellos mismos.
El grado de
semejanza consigo mismo
determina el grado de
proximidad o de alejamiento de la muerte.
He aquí un admirable fragmento de los
Pronósticos:

«5. Tal es, pues, la manera de observar las enfermedades agudas: se considera primero si el
rostro del enfermo
se parece al de las gentes sanas, y sobre todo
a él mismo;
pues entonces está en su mejor estado. Cuanto menos parecido, estará más enfermo.

»6. El enfermo, pues, aparecerá así:
la nariz estará perfilada, los ojos hundidos, las sienes hundidas, las orejas frías, contraídas y sus lóbulos replegados; la piel de la frente dura, tensa y desecada; el color del rostro de un verde pálido, o negro, o lívido o plomo.
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»11.
Si los párpados parecen caídos o arrugados, si están lívidos o pálidos, lo mismo que los labios o la nariz, y se notan ciertos signos de los precedentes, se concluye que el enfermo está cerca de la muerte.

»2. Es también un signo mortal cuando los labios parecen totalmente relajados, caídos, fríos y blancuzcos.
»
276

Citaremos para terminar la magnífica descripción de la
agonía
tomada de los
Aforismos
(sección 8, aforismo 18): «La llegada de la muerte se produce si el calor del alma debajo del ombligo pasa a un lado situado por debajo de la barrera abdominal-pectoral, y cuando toda humedad es secada. Cuando los pulmones y el corazón pierden la humedad, después de la acumulación de calor en las partes mortales, el espíritu del calor se evapora masivamente del lugar donde dominaba sin división todo el organismo. En seguida el alma, en parte por la piel, en parte por todos los orificios de la cabeza, de donde, como hemos dicho, viene la vida, deja al mismo tiempo que la bilis, la sangre, el sudor y la carne, la morada corporal y fría, que adquiere ya el aspecto de la muerte».
277

En los síntomas de la agonía, en el lenguaje del cuerpo agonizante, la muerte se convierte en una fase de la vida, que obtiene una realidad corporal expresiva, que asume el lenguaje del cuerpo mismo; de este modo, la muerte es enteramente englobada en el círculo de la vida, del que ella constituye uno de los aspectos.
Miremos de cerca los elementos constitutivos de esta pintura de la agonía:
toda la humedad del cuerpo secada, concentración del calor en las partes mortales,
su evaporación,
el alma que se va al mismo tiempo que la bilis y que el sudor por la piel y los orificios de la cabeza.

Se percibe muy claramente
la abertura grotesca del cuerpo,
los movimientos que efectúan en él o fuera de él
los elementos cósmicos.
En el sistema de imágenes de la
muerte preñada,
la
facies bippocrática
y la descripción de la agonía tienen naturalmente una importancia esencial.

Ya hemos explicado que el personaje complejo del médico visto por Rabelais deja un amplio margen a las ideas de Hipócrates sobre este mismo tema. Citaremos en seguida una de las definiciones más importantes expresadas por este autor en su tratado
De habitu decenti:

«Por eso hace falta, habiendo comprobado todo lo que ha sido dicho en particular,
introducir la sabiduría a la medicina y la medicina a la sabiduría.
Pues el
médico-filósofo
es igual a Dios. Ya que, en realidad, no hay ninguna diferencia entre la sabiduría y la medicina, y todo lo que es investigado por la sabiduría existe en la medicina, especialmente: el desprecio por el dinero, los escrúpulos, la modestia, la simplicidad del aspecto, el respeto, el juicio, la decisión, el cuidado, la abundancia de pensamientos, el conocimiento de todo lo que es útil e indispensable para la vida, la repulsión por el vicio,
la negación del temor supersticioso a los dioses, la superioridad divina.»

Conviene señalar que la época de Rabelais es, en la historia de las ideologías europeas, el único período en que la medicina fue el centro de todas las ciencias, no solamente naturales, sino también humanas, toda vez que se identifica casi totalmente con la filosofía. Este fenómeno no era por otra parte privativo de Francia, pues numerosos grandes humanistas y sabios eran médicos, como Cornelius Agrippa de Nettesheim, el químico Paracelso, el matemático Cardan, el astrónomo Copérnico. Esta fue
la única época
(aunque naturalmente algunas tentativas individuales tuvieron lugar en otros tiempos) que intentó
orientar todo el cuadro del mundo y todas las concepciones en dirección de la medicina.
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Se hacían esfuerzos, pues, por realizar la exigencia de Hipócrates: transportar la sabiduría a la medicina y la medicina a la sabiduría. Casi todos los humanistas franceses de la época cultivaron más o menos la medicina, fueron atraídos por los tratados de medicina antigua. La disección de cadáveres, cosa nueva y excepcional, atrajo la atención de la sociedad cultivada. En 1537, Rabelais disecó públicamente el cuerpo de un ahorcado ofreciendo toda clase de explicaciones orales. Esta operación tuvo un éxito fulminante, a tal punto que Estienne Dolet le consagró un pequeño poema en latín. El ahorcado explica en él que tuvo mucha suerte: en vez de ser arrojado como pasto a las aves rapaces, su cadáver ha ayudado a demostrar la sorprendente armonía del cuerpo humano, y el rostro del más grande médico de su tiempo se inclinó sobre él. Nunca la influencia de la medicina había sido tan poderosa en el arte y la literatura como cuando vivía Rabelais.

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