La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (60 page)

BOOK: La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento
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Sacaremos ahora cierto número de conclusiones de nuestro análisis. El episodio no parece extraño y grosero sino sobre el telón de fondo de la literatura moderna.

Por lo tanto, el limpiaculo es un tema cómico tradicional, familiar y rebajador. Ya hemos visto toda una serie de fenómenos paralelos en las letras mundiales. En ninguna parte, sin embargo, este tema ha sido tratado de manera tan detallada y diferenciada y con tanto sentido dramático y cómico, como en la obra de Rabelais.

Los rasgos característicos, no son solamente la ambivalencia, sino también la predominancia evidente del polo positivo regenerador. Es un juego libre y alegre con las cosas y los conceptos, pero cuyo objetivo apunta lejos. Va a disipar la atmósfera de la seriedad hosca y falaz que rodea al mundo y a todos sus fenómenos, de modo que éste tome un aspecto diferente, más material, más cercano al hombre y a su corazón, más comprensible, accesible, fácil, y todo lo que de él se diga, adquiera a su vez acentos diferentes, familiares y festivos, despojados de temor. El fin del episodio es, pues, la carnavalización del mundo del pensamiento y de la palabra. El episodio no es una obscenidad corriente de los tiempos modernos, sino una parte orgánica del mundo amplio y complejo de las formas de la fiesta popular. Y sólo puede aparecer como una broma grosera cuando es separada de este mundo o interpretada en función de las ideas de los nuevos tiempos. Bajo la pluma de Rabelais, como siempre, se trata de una chispa de los alegres fuegos del carnaval que queman al viejo mundo.

El episodio es concebido gradualmente: el destronamiento, (por la transformación en limpiaculo), y la renovación sobre el plano material y corporal, comienza por las fruslerías y se eleva hasta los fundamentos mismos de la concepción medieval del mundo; se asiste así a una liberación consecuente de la seriedad mezquina de los pequeños asuntos de la vida corriente, de la seriedad egoísta de la vida práctica, de la seriedad sentenciosa y falaz de los moralistas y mojigatos y, en fin, de la inmensa seriedad del temor, que se ensombrecía en los cuadros lúgubres del fin del mundo, del Juicio final, del infierno y en los del paraíso y la beatitud eterna.

Asistimos a un liberamiento consecuente de la palabra y el gesto de los tonos lamentablemente serios de la súplica, de la lamentación, de la humillación, de la piedad, así como de los tronos amenazantes de la intimidación, de la amenaza y de la prohibición. Todas las expresiones oficiales que empleaban los hombres de la Edad Media estaban exclusivamente impregnadas de esos tonos, se hallaban emponzoñadas por ellos, pues la cultura oficial ignoraba la seriedad exenta de temor, libre y lúcida. El gesto familiar y carnavalesco del pequeño Gargantúa que transforma todo en limpiaculos —destronando, materializando y renovando— parece despejar y preparar el terreno, con miras a crear una nueva seriedad, audaz, lúcida y
humana.

La conquista familiar del mundo, de la que nuestro episodio es uno de los ejemplos, preparaba así su nuevo conocimiento científico. El mundo no podía convertirse en un objeto del conocimiento libre, fundado sobre la
experiencia y el materialismo,
mientras se encontrara
separado del hombre por el miedo y la piedad,
mientras estuviera impregnado por el principio jerárquico. La conquista familiar del mundo destruía y abolía todas las distancias y prohibiciones creadas por el temor y la piedad, aproximando el mundo al hombre, y a su cuerpo, permitiéndole tocar cualquier cosa, palparla por todas partes, penetrarla en sus profundidades, volverla al revés, confrontarla con cualquier otro fenómeno, por elevado y sagrado que fuese, analizarlo, estimarlo, medirlo y precisarlo, todo ello en el plano único de la experiencia sensible y material.

Es ésta la razón por la cual
la cultura cómica popular y la nueva ciencia experimental
se combinaron orgánicamente en el Renacimiento. Lo mismo ocurrió también en toda la actividad de Rabelais.

Pasemos al episodio de la resurrección de Epistemón y de sus visiones de ultratumba, (Libro II, cap. XXX).

Esta resurrección es uno de los pasajes más atrevidos de la obra. Por medio de un profundo análisis, Abel Lefranc, ha podido establecer de manera harto convincente, que el pasaje constituye una parodia de los principales milagros del Evangelio: «la resurrección de Lázaro», el de «la hija de Jairo», a quien debe muchos de sus rasgos. Abel Lefranc encuentra, además, ciertos rasgos tomados de la descripción de las curaciones milagrosas de un sordomudo y de un ciego de nacimiento.

Esta parodia es obtenida por medio de una mezcla de alusiones a los textos evangélicos y por imágenes de lo «bajo», material y corporal. Panurgo reanima la cabeza de Epistemón, colocándola sobre su bragueta: es un rebajamiento topográfico literal, al mismo tiempo que un
contacto curativo de la fuerza viril.
El cuerpo de Epistemón es llevado al lugar del banquete donde se efectúa la resurrección. Su cuello y su cabeza son limpiados con un «buen vino blanco». Además, Rabelais emplea una imagen anatómica, («vena contra vena», etc.). Es preciso advertir el juramento de Panurgo, que está dispuesto a perder su propia cabeza, si no logra resucitar a Epistemón. Señalemos ante todo, la coincidencia temática de este juramento, («yo perderé la cabeza»), con el del episodio. Epistemón ha perdido la suya. Esta conciencia es propia a todo el sistema rabelesiano de imágenes. La temática de las imprecaciones, groserías y juramentos, se repite a menudo en los acontecimientos descritos, (descuartizamiento y desmembramiento del cuerpo, remisión a lo «bajo» material y corporal, baño de orina).

Notemos finalmente un último rasgo. Panurgo añade, que perder la cabeza «es lo propio de un loco». Ahora bien, en el contexto de Rabelais, (y de toda su época, la palabra «loco» nunca tuvo el sentido de la tontería corriente y peyorativa; «loco», es una injuria ambivalente; además, esta palabra está indisolublemente ligada a la idea de los bufones de la fiesta, a los bufones y los tontos de las bromas y de lo cómico popular. Para un loco, perder la cabeza no es muy grave, es el tonto quien lo asegura, y esta pérdida, es tan ambivalente como su locura, (lo inverso y lo bajo de la sabiduría oficial). El matiz de este juego bufón se propaga a todo el episodio en su conjunto.
La pérdida de la cabeza es un acto puramente cómico.
Y todos los acontecimientos siguientes, la resurrección, las visiones, son tratados con el mismo espíritu carnavalesco, dentro de lo cómico ferial.

He aquí, cómo Epistemón vuelve a la vida:

«Súbitamente, Epistemón comenzó a respirar, luego, abrió los ojos, bostezó, estornudó después, y lanzó en seguida un gran pedo. »Entonces Panurgo exclamó: »—¡No hay duda de que ya está curado!

»Y le dio a beber un vaso de un buen vino blanco, con una tostada azucarada.

»De este modo, Epistemón quedó curado por completo, salvo de una ronquera que lo torturó por más de tres semanas y de una tos seca de la que no pudo curarse nunca, sino a fuerza de beber.»
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Los signos del retorno a la vida tienen una gradación manifiestamente dirigida hacia lo bajo: respira al comienzo, luego abre los ojos, (signo superior de vida y lo alto del cuerpo). Luego empieza el descenso: bosteza (signo inferior), estornuda, (signo más inferior aún, similar a la defecación), y por último lanza un pedo, («bajo» corporal, trasero). Este es el signo que resulta decisivo: «está curado», concluye Panurgo.
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Se trata pues de una permutación completa, no es la respiración, sino el pedo, el verdadero símbolo de la vida, la verdadera señal de la resurrección. En el episodio precedente, la beatitud eterna venía del trasero, aquí se trata de la resurrección.

Al final de la cita, la imagen dominante es el vino (imagen del banquete), que sanciona la victoria de la vida sobre la muerte y ayudará luego a Epistemón a librarse de la tos seca que lo ataca.

Todas las imágenes de esta primera parte están impregnadas de un movimiento hacia lo bajo. Señalemos todavía que está encuadrada íntegramente por las imágenes del banquete.

La segunda parte, el descenso de Epistemón a los infiernos, está asimismo en el contexto de las imágenes del banquete. He aquí el comienzo: «Comenzó entonces a hablar diciendo que había visto a los diablos, que había hablado familiarmente con Lucifer, que se había dado una gran vida en el infierno y en los Campos Elíseos, y aseguró delante de todos, que los diablos eran buenos compañeros. En cuanto a los condenados, dijo que estaba muy pesaroso de que Panurgo le hubiera devuelto tan pronto a la vida.

»—Pues al verlos —dijo—, tuve un singular pasatiempo.

»—¿Cómo?— preguntó Pantagmel.

»—Allí no se les trata —respondió Epistemón— tan mal como pensáis; pero su estado cambia de manera muy extraña, pues he visto a Alejandro Magno remendando unas calzas viejas, y así se ganaba su miserable vida.»

«Jerjes preparaba la mostaza,
Rómulo era vendedor de sal,
Numa, fabricante de clavos,
Tarquino, usurero,
Pisón, labrador...»
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El infierno está desde el comienzo ligado al banquete: Epistemón se ha divertido en los infiernos y en los Campos Elíseos. En seguida, con el banquete, el infierno le ofrece el espectáculo apasionante de la vida de los condenados, organizada como un verdadero carnaval. Todo allí está invertido, opuesto al mundo de los vivientes. Los grandes son destronados y los inferiores coronados. La enumeración que hace Rabelais, no es otra cosa que un disfrazamiento carnavalesco de los héroes de la Antigüedad y de la Edad Media. La condición u oficio de cada uno de ellos representa su rebajamiento, a veces en sentido literal. Así es como Alejandro el Grande es condenado a remendar viejas calzas. A veces, su suerte en el infierno es la realización de una injuria: es el caso de Aquiles, llamado «el tiñoso».

Desde un punto de vista formal, esta enumeración, (de la que sólo hemos reproducido el inicio), evoca la de los limpiaculos. Las nuevas ocupaciones de los héroes en el infierno son tan imprevistas como los objetos utilizados como limpiaculos, y la no concordancia de su condición produce el efecto bufonesco de la inversión. Advirtamos el curioso oficio del Papa, curador de galicosos:

«— ¡Cómo! —dijo Pantagruel—, ¿hay galicosos por allá?

»—Ciertamente —respondió Epistemón—. Jamás vi tantos. Hay más de cien millones. Porque, creedme, los que no han tenido el mal gálico en este mundo, lo tienen en el otro.

»— ¡Por Dios! —repuso Panurgo—. Entonces yo estoy libre, porque lo he tenido hasta en el estrecho de Gibraltar, he llenado con él hasta las columnas de Hércules, y he abatido una de las más maduras.»

Señalemos especialmente la lógica de la inversión: quien no ha tenido el mal gálico en la tierra lo tendrá en el otro mundo. Recordemos el carácter particular de este «mal alegre» que ataca lo «bajo» corporal. Señalemos por último, en la réplica de Panurgo, las imágenes geográficas corrientes en aquella época, que designan lo «bajo» corporal: «el estrecho de Gibraltar», «las columnas de Hércules». Advirtamos su dirección oeste; están, en efecto, situadas en la extremidad occidental del mundo antiguo y daban acceso a los infiernos y a las islas de los bienaventurados.

El carácter carnavalesco de los destronamientos se manifiesta con claridad en el pasaje siguiente:

«De esta manera, los que habían sido grandes señores en este mundo, se ganaban allá abajo su malhadada y miserable vida. Al contrario, los filósofos y los que habían sido indigentes en este mundo eran a su vez grandes señores en el más allá.

»Yo vi a Diógenes rodeado de magnificencia, con un buen vestido de púrpura y un cetro en la diestra, que hacía rabiar a Alejandro Magno, cuando éste no había remendado bien sus calzas y le pagaba en bastonazos.

»Vi a Epicteto vestido elegantemente a la francesa, en un hermoso jardín, con muchas doncellas, riendo, bebiendo, danzando, y pasándolo de maravilla, con muchos escudos al lado.»
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Los filósofos (Diógenes y Epicteto) juegan el rol de
bufones de carnaval, elegidos reyes. Sus atuendos reales, ropa de púrpura y cetro de Diógenes,
son puestos de relieve. Los golpes de bastón con que es gratificado
«el viejo» rey destronado, Alejandro el Grande,
no pueden ser olvidados. En cambio, Epicteto es tratado de un modo más galante, es
el rey de la fiesta,
que celebra y danza.

El final de esta descripción de los infiernos tiene el mismo estilo carnavalesco. El escritor Jean Lemaire (jefe de escuela de los retóricos), adversario del Papa, es un bufón en los infiernos. Tiene por cardenales a Caillette y Triboulet, bufones de Luis XII y Francisco I. Los ex reyes y papas le besan los pies, mientras él ordena a sus cardenales que los muelan a palazos. Los gestos rituales del rebajamiento tienen también su lugar. Cuando Jerjes, mercader de mostaza, reclama un precio excesivo, Villon lo baña de orina. Perceforest orina contra una muralla sobre la que está pintado «el fuego de San Antonio». El leal arquero de Bagnolet, inquisidor de los herejes, lo quiere quemar vivo por este sacrilegio.

Como hemos dicho, el banquete enmarca todo el episodio. Así, al concluir Epistemón su relato:

«Pues bien —dijo Pantagruel—, comamos y bebamos, os lo ruego, hijos míos, porque es preciso que nos bebamos todo este mosto.»
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Es durante el banquete, al que asisten de nuevo Pantagruel y sus compañeros, cuando se decide la suerte del vencido rey Anarche. Pantagruel y Panurgo optan por prepararlo para la condición que le espera después de su muerte, y que será un oficio de baja categoría.

El capítulo XXXI describe, pues, el destronamiento carnavalesco del que hemos hablado. Panurgo hace revestir al ex soberano unas ropas viejas de bufón (descritas en detalle y cuyos principales atributos son objeto de los
calembours
de Panurgo) y lo consagran vendedor de salsa verde. Este destronamiento imita a los que tienen lugar en el infierno.

Saquemos ahora algunas conclusiones de nuestro análisis.

En el presente episodio, la
imagen de los infiernos
tiene un carácter de fiesta popular netamente marcado.
Es el banquete y el alegre carnaval.
Encontramos todas las imágenes rebajantes y ambivalentes comunes:
baño de orina, golpes, disfrazamientos, injurias.
El movimiento hacia lo bajo, propio de todas las imágenes rabelesianas, conduce a los infiernos, mientras que incluso las imágenes del infierno son animadas de un movimiento análogo hacia lo bajo.

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