Read La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento Online
Authors: Mijail Bajtin
Estos cinco limpiaculos forman parte del vasto círculo de motivos e imágenes que evocan la sustitución del
rostro por el trasero, de lo superior por lo inferior. El trasero es «el envés del rostro», el «rostro al revés».
La literatura y las lenguas del mundo entero abundan en variaciones sobre este tema de la sustitución. Una de las más simples y difundidas en el campo del lenguaje y de la gesticulación es el beso en el trasero, que además aparece varias veces en el libro de Rabelais; por ejemplo, la espada que utiliza Gimnasta en la carnavalesca guerra de las Morcillas se llama «Bésame el culo»; éste es también el nombre de uno de los señores (de Baisecul). La sibila de Panzoust muestra su trasero a Panurgo y a sus compañeros. Este gesto ritual ha sobrevivido hasta nuestra época.
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Así pues, los cinco primeros limpiaculos forman parte del motivo tradicional de sustitución del rostro por el trasero. El movimiento de arriba abajo se encuentra encarnado en él del modo más evidente, y es subrayado por el hecho de que entre los cuatro primeros limpiaculos y el quinto, las esferas son calificadas «de mierda», y tanto el orfebre como la dama son objeto de una imprecación grosera: «que el fuego de San Antonio os queme la morcilla cular». Esta invectiva súbita confiere un gran dinamismo al movimiento hacia lo bajo.
Es en esta atmósfera densa de «bajo» material y corporal donde se efectúa la renovación formal de la imagen del objeto eclipsado. Los objetos resucitan literalmente a la luz de su nuevo empleo denigrante; renacen a nuestra percepción: la blandura de la seda y del raso de las orejeras, la «doradura de unas esferas de mierda» se convierten ante nuestros ojos en elementos perfectamente concretos y sensibles. Sobre el nuevo terreno del rebajamiento, todos los rasgos particulares de su materia y de su forma pueden ser palpados. Así, la imagen del objeto se renueva.
Es la misma lógica que guía toda la enumeración ulterior de los otros limpiaculos. El sexto es un gato de marzo. Esta designación imprevista, a la que no parecía estar destinado en absoluto, vuelve exactamente sensible su naturaleza felina, su flexibilidad y sus garras. Es el limpiaculo más dinámico de todos. Una escena dramática se ofrece en seguida a la imaginación del lector, una farsa alegre «actuada por dos personajes» (el gato y el culo). Además, la encontrarnos prácticamente detrás de todos los limpiaculos. Allí, el objeto desempeña un rol que no le es propio y gracias al cual se anima de una manera nueva. La animación del objeto, de la situación, de la función, de la profesión de la máscara es un procedimiento corriente de la
commedia dell'arte,
de las farsas, de las pantomimas, de las diversas formas de lo cómico popular. Se da al objeto o al rostro un empleo o una finalidad que no le son propios, o incluso diametralmente opuestos (por distracción, malentendido, o por el desarrollo de la intriga), lo que provoca la risa y el objeto se ve renovado en su modo de existencia inédita.
No podemos hablar de todos los limpiaculos, sobre todo porque Rabelais basa su relación sobre el principio de grupo. Los guantes de la reina son seguidos de una larga serie de plantas, dividida en sub-grupos: especies, legumbres, ensaladas, hierbas medicinales (con algunas libertades en el reparto). Es un verdadero curso de botánica, y cada planta evoca para Rabelais la imagen visual perfectamente precisa de la hoja, de su estructura específica, de sus dimensiones; obliga al lector a adaptarlas a su nueva finalidad, a volver su forma y dimensiones sensibles. Las descripciones botánicas (sin análisis morfológico riguroso) estaban muy de moda en la época. Rabelais nos cita varios ejemplos a propósito del Pantagruelión. En el episodio de los limpiaculos, no describe las plantas, se limita a mencionarlas, pero su empleo insólito hace surgir de la imaginación su aspecto material y visual. Mientras que en la pintura del Pantagruelión se entrega a la operación inversa, hace una descripción detallada y obliga a adivinar el nombre verdadero de la planta (el cáñamo).
Precisemos además que las plantas tomadas como limpiaculos reafirman, aunque en un grado más reducido, el movimiento arriba-abajo. En la mayoría de los casos se trata de productos comestibles (ensaladas, especies, hierbas medicinales, legumbres), servidos en la mesa y destinados a la boca. La sustitución de lo alto por lo bajo y del rostro por el trasero es aquí todavía algo sensible.
He aquí, con algunas supresiones, la serie de limpiaculos:
«Después me limpié con las sábanas, la manta, las cortinas, un cojín, una alfombra, un tapete verde, un trapo...
»Me limpié después (dijo Gargantúa) con un bonete, una almohada, una pantufla, un saco, una cesta —¡desgradable limpiaculos!—, y luego con un sombrero, Y notad que en sombreros, los hay lisos, de pelo, terciopelo, tafetán y raso. El mejor de todos es el de pelo, porque hace muy buena abstersión de la materia fecal.
»Después me limpié con una gallina, un gallo, un pollo, la piel de un becerro, de liebre, de paloma, de cormorán, un capuchón, una toca, una cofia, un señuelo.»
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Los limpiaculos son, pues, escogidos siempre por grupos: el primer grupo comprende ropa de cama y mantelería. Aquí también se advierte la inversión y el movimiento de lo alto a lo bajo. Luego viene el del heno, la paja, etc., cuyas cualidades materiales son claramente percibidas en función de su nuevo uso. En el grupo siguiente, más dispar, la inadaptación del objeto está vivamente acentuada y, por tanto, lo cómico de la farsa de su empleo (así, la cesta suscita una exclamación). En el grupo de los sombreros, el tejido es analizado desde el punto de vista de sus nuevas funciones. En el último grupo, finalmente, predomina la sorpresa y lo cómico farsesco resulta del empleo inapropiado del objeto.
La amplitud y la diversidad de la lista tienen, también, cierto sentido: se ve desfilar el pequeño universo que rodea al hombre: tocados, ropa de cama y mantelería, animales domésticos, alimentos. Este universo es renovado en la serie a la vez dinámica e injuriosa de los limpiaculos: emerge ante nuestros ojos bajo un nuevo aspecto, en una alegre farsa.
Este es ciertamente el polo positivo que tiene lo alto en el destronamiento. Rabelais anima todos los objetos en su realidad y en su verdad, los selecciona y los palpa de manera nueva, vuelve a tocar su materia, su forma, su individualidad, la sonoridad misma de su nombre. Esta constituye una de las páginas del gran inventario del mundo que efectúa Rabelais al final de una vieja época y al comienzo de una nueva. Como en cada inventario anual, hace falta considerar cada objeto en particular, sopesarlo y medirlo, determinar el grado de su uso, encontrar defectos y daños; es preciso incluso volver a apreciar y revaluar; eliminar numerosas funciones e ilusiones de la balanza anual que debe ser la pura imagen de la realidad.
El inventario de lo nuevo es ante todo festivo. Todos los objetos son reconsiderados y revaluados de manera cómica. Es la risa que ha vencido al temor y toda seriedad desagradable. De allí la necesidad
de lo «bajo» material y corporal que a la vez materializa y alivia,
liberando las cosas de la seriedad falaz, de las sublimaciones e ilusiones inspiradas por el temor. Es a lo que tiende nuestro episodio. La larga lista de los objetos domésticos destronados y coronados prepara un destronamiento de otro tipo.
He aquí el último limpiaculo, el mejor, imaginado por Gargantúa:
«Pero en conclusión digo y sostengo que para limpiarse el culo nada hay como un ansarón, de plumaje suave, con tal de que uno le mantenga la cabeza entre las piernas. Y creedme por mi honor, pues se siente en el ano un deleite mirífico tanto por la suavidad del plumón como por el calor templado del ansarón, que se comunica fácilmente a la tripa cular y otros intestinos hasta llegar a las regiones del corazón y del cerebro. Y no creáis que la bienaventuranza de los héroes y semidioses que viven en los Campos Elíseos radique en su asfódelo, en la ambrosía o néctar, como dicen las viejas por aquí. Paréceme a mí que radica en que se limpian el trasero con un ansarón, y ésta es la opinión del maestro Juan de Escocia.»
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La pintura del último limpiaculo introduce el motivo de la voluptuosidad y de la beatitud, cuyo trayecto fisiológico es descrito desde el ano y los intestinos hasta el corazón y el cerebro. Y es, pues, esta voluptuosidad lo que constituye la beatitud eterna de la que disfrutan, no los santos y los justos en el paraíso cristiano, sino al menos los semidioses y los héroes de los Campos Elíseos.
Por este camino, el episodio de los limpiaculos nos conduce directamente a los infiernos.
El círculo de motivos y de imágenes relativos a la inversión del rostro y a la sustitución de lo alto por lo bajo está ligado de la manera más estrecha a la muerte y a los infiernos. En la época de Rabelais este vínculo tradicional estaba todavía perfectamente vivo y consciente.
Cuando la sibila de Panzoust muestra su trasero a Panurgo y a sus compañeros, éste exclama: «Veo el agujero de la sibila». Tal era el nombre dado al infierno. Las leyendas medievales citan una multitud de agujeros en las diferentes zonas de Europa que pasaban por ser la entrada del purgatorio o del infierno y a los cuales el lenguaje familiar daba un sentido obsceno. El más conocido era el «agujero de San Patrick», en Irlanda. A partir del siglo
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, la gente iba en peregrinaje desde todos los países de Europa a esta pretendida entrada del purgatorio. Ese agujero estaba rodeado de leyendas a las que volveremos cuando sea oportuno. Al mismo tiempo, tenía una acepción obscena. Rabelais cita este nombre con este sentido en el título del capítulo II de
Gargantúa,
«Las Fruslerías con antídoto». Se habla allí del «agujero de san Patricio, de Gibraltar y de mil otros hoyos».
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Gibraltar se llamaba todavía «Hoyo de la Sibila» (por deformación de Sevilla), al cual se daba igualmente un sentido obsceno.
Habiendo visitado el lecho de muerte del poeta Rominagrobis, que ha expulsado a todos los monjes, Panurgo estalla en imprecaciones y prevé la suerte de esta alma impura:
«Su alma se va con treinta mil legiones de diablos. ¿Sabéis adónde? Por Dios, amigo mío, se va derecho hacia abajo, a la bacinilla de Proserpina, al propio bacín infernal en el que aquella rinde la operación fecal de sus clisteres, al lado izquierdo de la gran caldera, a unas tres toesas de los garfios de Lucifer, hacia la cámara negra del Demiurgo.»
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La topografía cómica, precisa, a la manera de Dante, es verdaderamente sorprendente. Para Panurgo, el lugar más horrible no es la garganta de Satán, sino el bacín de Proserpina. Su trasero es una especie de infierno en el infierno, de bajo dentro de lo bajo, y es allí donde debe ir, supone él, el alma del impuro Raminagrobis.
No hay, pues, nada de sorprendente en que el episodio de los limpiaculos y el movimiento permanente de todas sus imágenes de lo alto hacia lo bajo nos conduzca, en última instancia, a los infiernos. Los contemporáneos de Rabelais no veían en ello nada de excepcional. En verdad, más que al infierno, es al paraíso a donde somos dirigidos.
Gargantúa habla de la beatitud eterna de los semidioses y los héroes en los Campos Elíseos, es decir, en los infiernos antiguos. Este es en realidad un travestismo paródico manifiesto de las doctrinas cristianas sobre la beatitud eterna de los santos y los justos en el Paraíso.
En este pastiche, el movimiento hacia lo bajo se opone al movimiento hacia lo alto. Toda la topografía espiritual es reinvertida. Es posible que Rabelais haga alusión a la doctrina de Santo Tomás de Aquino. En el episodio de los limpiaculos, la beatitud nace, no en lo alto sino en lo bajo, por el ano. La vía de la ascensión es mostrada en todos sus detalles: del ano por el intestino hacia el corazón y el cerebro.
La parodia de la topografía medieval es evidente. La beatitud espiritual está profundamente oculta en el cuerpo, en su parte más baja.
Esta parodia de una de las principales doctrinas cristianas está, no obstante, muy alejada del cinismo nihilista. Lo «bajo», material y corporal, es productivo: da a luz, asegurando así la inmortalidad histórica relativa del género humano. Todas las ilusiones caducas y establecidas mueren a la vez que nace un porvenir real. Hemos visto ya en el cuadro microscópico del cuerpo humano que traza Rabelais, cómo este cuerpo se preocupa de «los que no han nacido todavía», cómo cada uno de sus órganos envía lo mejor de su alimentación «a lo bajo» en los órganos genitales. Este «bajo», es el verdadero porvenir de la humanidad.
El movimiento hacia lo bajo que penetra todas las imágenes rabelesianas está, en el fondo, orientado hacia este dichoso porvenir. Pero al mismo tiempo, se rebajan y ridiculizan las pretensiones de eternidad del individuo aislado —irrisorio en su limitación y en su caducidad. Estos dos aspectos, la burla-rebajamiento de lo antiguo y de sus pretensiones y el dichoso porvenir real del género humano, se funden en la imagen de lo «bajo» material y corporal, única pero ambivalente. No debe, pues, sorprendernos que en el universo rabelesiano el limpiaculo rebajador, no sólo sea capaz de renovar la imagen de ciertas cosas reales, sino que además sea puesto en relación directa con el porvenir real de la humanidad misma.
El carácter general de la obra confirma nuestra interpretación de la parte final del episodio. Rabelais parodia de manera consecuente todos los aspectos de la doctrina de los misterios cristianos. Como acabamos de ver, la resurrección de Epistemón parodia los principales milagros evangélicos: la pasión de Nuestro Señor, la comunión, («la Cena»), a decir verdad, no sin cierta prudencia. Pero esta parodia juega un rol particularmente importante, organizador, en los dos primeros libros. Podemos ver en ella una transfiguración a la inversa: la metamorfosis de la sangre en vino, del cuerpo, despedazado en pan, de la pasión en festín. Hemos señalado los diferentes momentos de los episodios analizados. En su cuadro microscópico del cuerpo humano, Rabelais muestra cómo el pan y el vino («esencia de todo alimento») se transforman en sangre. Es la otra fase del mismo travestismo.
Encontraremos otra serie de parodias de los diferentes aspectos de la doctrina y el culto. Hemos ya evocado el martirio y la salud milagrosa de Panurgo en Turquía. Abel Lefranc estima que la genealogía de Pantagruel es una parodia de las genealogías bíblicas. Hemos encontrado en los prólogos un «pastiche» de los métodos empleados por la Iglesia para establecer la verdad y de sus procedimientos de persuasión. Así, la parodia de la beatitud eterna de los santos y de los justos en el episodio de los limpiaculos, no debe sorprendernos.
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