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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

La dama azul (34 page)

BOOK: La dama azul
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—¿Personal? ¿Qué quiere decir?

—Debo llegar al fondo de este asunto si no quiero terminar volviéndome loco. Estoy en esto sin quererlo, y ya comienzo a escuchar hasta voces en la cabeza que me hablan del caso.

—¿Voces? —Jennifer sonrió—. Entonces es usted de los míos.

—¿De los suyos?

—Acompáñeme, por favor.

La morena condujo a Carlos hasta un mullido sofá que ocupaba casi totalmente otra pequeña habitación del apartamento. El cuarto estaba literalmente atestado de papeles, libros y recuerdos de viajes. Era, sin duda, el rincón más confortable de la casa. Incluso le sorprendió descubrir un enorme cuadro con la efigie de Buda presidiendo el sillón, que contrastaba amablemente con las estanterías de madera de pino que se alzaban frente a él.

—No me interprete mal, señor…

—Albert. Carlos Albert.

—Señor Albert. Pero el conocimiento que tengo de Benavides me ha venido, precisamente, por sueños. Le juro que nunca antes había oído hablar de él, ni leído ningún libro en el que le mencionaran. Sin embargo, desde hace varias semanas, casi desde que dejé mi trabajo, vengo soñando con sucesos que tuvieron lugar hace más de tres siglos y en los que, de una u otra manera, intervino ese fraile. No sé si usted ha tenido alguna vez esa clase de ensoñaciones lúcidas, donde todo parece real, pero le aseguro que parecen cosa de magia.

—¿En qué trabajaba usted?

—Creo, y eso es lo que quiero contarle, que mi trabajo puede tener mucho que ver en todo esto.

—¿Ah, sí?

—Hasta hace poco tiempo era teniente de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, y trabajaba destinada en la sección de inteligencia.

Carlos dio un respingo.

—Durante mis dos últimos años de carrera, estuve destinada en Virginia, y después en Europa, dentro de un proyecto secreto, destinado a la exploración de las facultades límite de la mente humana.

—¿Facultades límite?

—Sí. Habilidades psíquicas como la transmisión de pensamiento sin necesidad de recurrir a ningún sofisticado instrumental tecnológico, o la visión remota a través de personas entrenadas en clarividencia. ¿Comprende de qué le hablo?

—Perfectamente.

El
patrón
no salía de su asombro. Había oído hablar en España de esa clase de proyectos más cercanos a la ficción televisiva que a la realidad, pero ahora tenía enfrente a una persona que conocía el asunto de primera mano. Si se trataba de una coartada para desviar su atención del
Memorial
, era perfecta. Justo la clase de relato increíble que interesaba a Carlos. Pero si no lo era, aquél era el enésimo guiño del
Programador
en quien estaba a punto de empezar a creer a pies juntillas.

—Durante la administración Reagan, mi equipo trabajó a fondo tratando de emular los supuestos logros conseguidos por los rusos para espiar a distancia instalaciones militares con ayuda de personas con habilidades psíquicas, y disponer de un «ejército» de «viajeros astrales» capaces de desdoblarse y «volar» hasta sus objetivos. Desgraciadamente, la mayor parte de los experimentos terminaron en fracaso porque no se podía controlar a voluntad esta clase de fenomenología, y el general al mando fue destituido.

—¿Y cuándo entra usted en escena?

—El año pasado. El proyecto de «espionaje psíquico» nunca fue cerrado del todo porque, desde mucho antes de la caída del Muro de Berlín, sabíamos que los comunistas trabajaban intensamente con las facultades límite del ser humano aplicadas al terreno militar. Es más, los rusos habían vendido algunos de sus secretos a potencias que eran enemigas declaradas de este país.

—Entiendo.

—Para colmo de males, teníamos poco presupuesto, así que, en virtud de una serie de acuerdos, mi instituto, el INSCOM, se alió con un socio discreto, interesado también en tal clase de menesteres.

—¿Un socio?

—Sí, El Vaticano.

Carlos sacudió la cabeza.

—No se extrañe —insistió Jennifer, consciente del carácter fantástico para interlocutores desprevenidos—. El Vaticano lleva siglos interesado en cuestiones como los viajes astrales, que a nosotros sólo nos atraen desde hace cuatro décadas. De hecho, considere que el término bilocación es tan sólo la manera piadosa de definir una clase de experiencias de desdoblamiento en las que el «doble» adquiere una mayor o menor densidad, dependiendo de la técnica utilizada. Los anales de la Iglesia están llenos de esa clase de casos. En Roma les interesaba saber qué mecanismos psíquicos los provocaban: ellos ponían la información histórica basada en observaciones de siglos, y nosotros la tecnología suficiente para poder impulsar la «reproducción» de tales estados.

—¿Tecnología?

—Sí. El instituto para el que trabajaba envió a uno de nuestros hombres a Roma, a Radio Vaticana. Un experto en ingeniería de sonido, que había trabajado en nuestro Cuartel General de Virginia. Allá dentro trabajaría en secreto en un proyecto de la Iglesia que trataba de averiguar qué clase de factores externos podían hacer que un santo se bilocase. Al parecer, antes de nuestra llegada ya habían descubierto que ciertos tipos de música sacra favorecían el desdoblamiento del cuerpo, descartándose otros estímulos considerados en el pasado, como los trastornos epilépticos, muy comunes, es cierto, en los santos, o el ayuno prolongado.

—Y con música podían…

—La música no era lo importante. Era la frecuencia vibratoria del sonido la que provocaba que el cerebro se comportara de una determinada forma, dando pie a experiencias psíquicas más o menos intensas. En Estados Unidos, nuestro agente aprendió una técnica parecida de desdoblamiento de otro investigador, Robert Monroe, que sintetizó sonidos de múltiples frecuencias capaces de proyectarte fuera del cuerpo tras algunas sesiones de entrenamiento. Se trataba de conjugar ambas experiencias en beneficio mutuo.

—¿Y usted?

—Yo fui a Roma un tiempo después. Trabajé con nuestra gente y el líder de un extraño grupo al que llamaban el «primer evangelista».

—¿El «primer evangelista»?

—Por supuesto, era un nombre clave. Algo parecido a «Tango» «Matador», sólo que adecuado a la mentalidad vaticana.
Allí
, en una sala idéntica a la que teníamos en Fort Meade y que nuestro hombre reprodujo al detalle, me utilizaron como conejillo de Indias sometiéndome a una nueva clase de sonidos que mezclaban las frecuencias sintetizadas por Monroe y la música sacra. El «evangelista» estaba empeñado en proyectarme a otra época.

—¿A otra época? ¿Al pasado?

—Al pasado. Pero entonces no consiguió nada. Me sometió a sesiones de cincuenta minutos, en que me hacía oír sonidos minuciosamente ordenados que hacían que mi cerebro se sacudiese. Después, por la noche, yo sufría cosas raras: figuras geométricas que daban vueltas en mi cabeza, colores, y hasta comencé a escuchar voces pero sin conseguir entender qué decían.

Carlos forzó una sonrisa, pero la dejó continuar.

—Era como si hubiera sintonizado un canal de televisión cuya antena estuviera defectuosa y la señal no se recibiera bien.

—¿No le dijeron por qué querían mandarla al pasado?

—Sí. Entonces no lo comprendí, pero ahora todo encaja.

—¿Qué quiere decir?

—Querían enviarme a una época que yo no conocía para rastrear el paradero de un documento perdido donde precisamente se consignaban instrucciones para realizar proyecciones físicas de personas mediante sonidos.

—¿Físicas?

—Al parecer, alguien venía haciéndolo desde hacía tiempo. Pero ni el Vaticano ni nuestro gobierno sabían quién era. Por lo visto, sólo ese documento contenía las claves para reproducir ciertos resultados y destapar la identidad del grupo en cuestión.

—Y el documento —murmuró Carlos— es éste.

—Eso parece.

—¿Y llegó usted a soñar con él?

—Bueno, no exactamente —Jennifer hizo un gesto enérgico, pretendía acentuar su deseo de ser lo más exacta posible—. En realidad soñé con quien lo escribió y con el momento histórico en el que se redactó. Supongo que en Los Ángeles, alejada de los laboratorios, mi cerebro ha seguido tratando de «ajustar la señal» por su cuenta y finalmente lo logró sin querer, fuera del plazo fijado por los expertos en Roma. Fue entonces cuando comencé a ver cosas del pasado. Cosas que sucedieron en Nuevo México y en España en el siglo XVII.

—¿Y por qué le han mandado a usted ese documento, que no puede ni siquiera leer? ¿Tiene la menor idea de quién puede haberlo hecho?

—No lo sé. Pero se trata de alguien que sabía que estoy viviendo aquí, y eso, créame, no es precisamente del dominio público.

La media melena de la ex militar cayó suavemente sobre sus ojos, confiriendo a sus palabras una cierta chispa de provocación. Carlos lo pasó por alto.

—¿Qué fue del «evangelista» y de su hombre en Roma?

—Hace mucho que tampoco sé nada de ellos. Después de mi fracaso por «sintonizar» en Roma mis imágenes regresé a los Estados Unidos. Caí en una depresión muy fuerte, porque los sueños psicodélicos siguieron sucediéndose y comenzaron a afectar a mi vida cotidiana, de modo que abandoné el ejército. Poco después me mudé aquí, con la intención de ordenar mi vida. Cuando uno se retira del ejército se reabren muchas posibilidades.

—¿Tiene usted lapsos de memoria?

Jennifer le miró con incipiente irritación. Se sentía dispuesta a colaborar, no a someterse a interrogatorios de su pasado.

—¿Qué quiere decir?

—Si usted hace cosas o visita lugares que luego no recuerda.

—No. Pero si no los recuerdo no veo cómo contestarle.

Carlos sonrió, como disculpándose. Ella bajó la guardia.

—Entonces dígame, ¿cómo explicaría su carta a Loyola solicitando el documento?

—Ya le dije que no la escribí yo.

¿Y quién lo hizo, entonces?

—Probablemente los mismos que me han mandado el documento, que lo robaron en su país, y que me condicionaron mentalmente. ¿No le parece a usted la solución más probable?

—Dice usted los mismos. ¿Es que sospecha de la existencia de una red organizada?

—Naturalmente.

—¿Y qué sentido tendría mandar una carta falsa a Loyola?

—Está claro: sembraron una pista para que alguien la siguiera. En este caso, usted. Es un procedimiento habitual dentro de los círculos del espionaje. Se siembran pistas para que el «objetivo» llegue sólo donde tiene que llegar, ¿me entiende?

Carlos se sonrojó levemente, pero continuó presionando a Jennifer.

—¿Y por qué robar un texto así y no cualquier otro?

—Quizá para impedir que lo encontraran antes el Vaticano o el gobierno americano. Quizá para que llegara a la opinión pública por alguna razón que desconozco. ¿Sabe?, es evidente que esa gente, sea quien sea, ha estado controlando nuestros experimentos, ha visto hasta dónde se quería llegar en Roma y por alguna razón ha querido poner en mis manos lo que buscaban mis antiguos jefes. Y luego usted, aquí, forzándome a unir las piezas de este embrollo… es como si todo esto formara parte de un plan y nosotros sólo cumpliéramos con él, ¿me entiende?

—Creo que sí.

—Perdone si cambio las tornas, pero a usted ¿qué le ha traído
exactamente
aquí?

Aquella precisión de Jennifer bloqueó momentáneamente al
patrón
. Debía escoger bien la respuesta sin que pareciera una excentricidad… Pero claudicó.

—Fue por culpade la voz de la que le hablé. En el avión que me trajo a Los Ángeles me dijo que en este texto encontraría muchas claves al fenómeno de la bilocación.

—O sea, que a usted también le interesa ese asunto.

—Claro.

—Entonces nos han juntado a propósito.

—¿Juntado?

Jennifer asintió con un nudo en la garganta.

Capítulo
43

—Guardián a base, ¿me copias?

—Te copio 5 × 5, Guardián.

—El pájaro salió del nido. ¿Dejo que vuele?

—No. Si se aleja demasiado de nosotros, retenlo sin levantar sospechas. La jaula estará lista en unos segundos.

—Cierro.

Cuando Giuseppe Baldi abandonó el edificio de la Universidad de Deusto y vio el magnífico día de primavera que le aguardaba fuera, decidió darse un paseo a pie hasta el centro de la ciudad. Bilbao acababa de salir de una semana de copiosas lluvias, que habían humedecido los alrededores de la ciudad tornándolos cristalinos como pocas veces al año, e inundando las faldas de las montañas limítrofes de unos pastos de color verde esmeralda.

Todo estaba en calma. Todo, menos una Ford Transit con matrícula de Barcelona y cristales tintados, que ronroneó suavemente al advertir la presencia del «evangelista» en la puerta de acceso al recinto universitario.

—Es el pájaro.

Un hombre de mediana edad y complexión musculosa, situado al volante de la furgoneta, encendió pausadamente un cigarrillo rubio mientras seguía con la mirada al padre Baldi.

—Al cruzar el paso de peatones, lo detienes. ¿Oíste Guardián?

Un chasquido sordo cerró la comunicación. El hombre del cigarro dejó el walkie-talkie sobre el asiento del copiloto, se ajustó unas gafas de sol que guardaba en una funda metálica, y movió lentamente el volante hasta situarse muy cerca del benedictino. Éste caminaba confiado por la amplia acera de la universidad.

—¿Ya?

La voz de «Guardián» tronó en el walkie exigiendo instrucciones.

—Adelante.

Fue suficiente. «Guardián», un fornido piamontés, calvo como una rana, llamado realmente Marco Stilo, se guardó el pequeño receptor en el bolsillo interior de su americana y apretó el paso hacia su objetivo. En cuestión de diez segundos lo rebasó a buen paso, deteniéndose junto a un semáforo en rojo para los peatones. Allí, aguardó a que el «evangelista» se situara a su lado antes de cruzar, y le espetó en un perfecto italiano:

—Bello giorno, vero?

Baldi se sorprendió, pero trató de ignorar a aquel extraño manteniendo la vista clavada al frente. Fue lo último que hizo antes de que aquel pelado, vestido con un caro traje de Armani, se destapara con un rápido movimiento de su brazo izquierdo y desenfundara un arma corta con silenciador que a punto estuvo de clavar contra sus costillas.

—Si te mueves, te frío aquí mismo —le susurró.

El «evangelista» se quedó lívido como el mármol. No había visto siquiera la pistola, pero notaba su mortal presión. Nunca antes le habían apuntado con un arma de fuego, y un terror frío le paralizó al notar su afilada punta encima de los riñones.

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