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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (57 page)

BOOK: La dama del lago
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—A la mañana siguiente —repitió pausadamente el peregrino, y Boreas se habría apostado lo que hiciera falta a que en su cara oculta por el sombrero se dibujaba una fea sonrisa—. ¿Hace mucho que me sigues los pasos, mi señor elfo?

—Sí, mucho.

—¿Y qué te impedía dejarte ver?

—Mi buen juicio.

—En verdad, el desfiladero de Elskerdeg —Boeas Mun le dio la vuelta al espetón y rompió un silencio incómodo— no es sitio que goce de buena fama. También yo viera güesos en las hogueras, esqueletos ampalados. Ahorcados en los árboles. Está aquello plagao de devotos de horrendos cultos. Y de seres que no más están pendientes de cómo devorarte. Eso parece.

—No lo parece —le corrigió el elfo—. Es seguro. Y cuanto más subamos hacia el este, peor.

—¿Vuesas mercedes también al este se dirigen? ¿Más allá de Elskerdeg? ¿A Zerrikania? ¿O tal vez más lejos aún, a Hakland?

No le respondieron ni el peregrino ni el elfo. Realmente, Boreas no se esperaba una respuesta. En primer lugar, la pregunta era indiscreta. En segundo lugar, era estúpida. Desde el sitio en el que se encontraban sólo era posible ir hacia el este. A través de Elskerdeg. A donde se dirigía él.

—Listo está el asado. —Boreas, con un movimiento hábil, que también pretendía servir de advertencia, abrió una navaja mariposa—. Venga, señores, sin reparos.

El peregrino sacó un cuchillo de monte, y el elfo un estilete que no tenía ninguna pinta de servir para cocinar. Pero las tres hojas, afiladas para los fines más inquietantes, sirvieron en esta ocasión para cortar la carne. Durante un tiempo se oyó el crujido de las mandíbulas masticando. Y el chisporroteo de los huesos roídos arrojados a la hoguera.

El peregrino eructó con rotundidad.

—Curioso animal —dijo, mirando la paletilla que acababa de zamparse y que había dejado tan limpia como si se hubiera pasado tres días en un hormiguero—. Por el sabor recordaba al cabrito, pero estaba tan tierno como el conejo... No recuerdo haber comido nunca nada parecido.

—Era un skrekk —dijo el elfo, haciendo ruido al triturar una ternilla con los dientes—. Yo tampoco recuerdo haberlo comido.

Boreas se limitó a carraspear. La nota de retranca, casi imperceptible, en la voz del elfo demostraba que sabía que el animal asado era una rata gigante de ojos sangrientos y enormes dientes, con una cola que medía sus buenos tres codos. El rastreador ni siquiera había cazado al descomunal roedor. Le había disparado en defensa propia. Pero decidió asarlo. Era un hombre sensato y que pensaba con frialdad. Nunca se habría comido una rata que se alimentara de basura y desperdicios. Pero desde el angosto paso de Elskerdeg hasta la comunidad más cercana capacitada para producir residuos había más de trescientas millas. Aquella rata —o, como prefería llamarlo el elfo, aquel skrekk— tenía que estar limpia y sana. No había entrado en contacto con la civilización. No tenía, pues, nada que pudiera resultar mortífero o contagioso.

Finalmente, la última, y la menor, de las costillas, mordida y chupada hasta quedar reluciente, fue a parar a las brasas. La luna se alzó sobre las quebradas cumbres de las Montañas de Fuego. El viento atizó la hoguera y saltaron chispas, que iban a morir y apagarse entre las miríadas de titilantes estrellas.

—¿Ha mucho que vuesas mercedes —Boreas Mun se decidió nuevamente a hacer una pregunta poco discreta— andan por estos caminos? ¿Por acá, por estos despoblados? ¿Ha ya mucho, me atrevería a preguntar, que atrás dejarais las Puertas de Solveiga?

—Bueno, mucho o poco —dijo el peregrino—, según se mire. Crucé Solveiga el segundo día después del plenilunio de septiembre.

—Yo, en cambio —dijo el elfo—, al sexto día.

—Ja —continuó Boreas Mun, animado por las reacciones—. Qué raro que no nos hayamos encontrado antes, pues también yo pasé por allá en aquellos mismos días. Entonces aún iba a caballo.

Se quedó callado, ahuyentando los malos pensamientos y recuerdos asociados al caballo y a su pérdida. Estaba seguro de que a sus compañeros fortuitos también les tenían que haber ocurrido peripecias semejantes. Si hubieran ido siempre a pie, jamás habrían llegado tan lejos, hasta las inmediaciones de Elskerdeg.

—Deduzco entonces —volvió a hablar— que vuesas mercedes pusiéronse en camino justo al cabo de la guerra, tras la conclusión de la paz de Cintra. Naturalmente, eso no es cosa mía, mas me atrevo a suponer que no estarán vuesas mercedes muy satisfechas con el orden de cosas impuesto en Cintra.

El silencio que reinó durante bastante tiempo en torno al fuego lo rompió un aullido lejano. Un lobo, probablemente. Aunque en las cercanías del paso de Elskerdeg nunca se podía estar seguro de nada.

—Para ser sincero —intervino inesperadamente el elfo—, no tenía ningún motivo para que, tras la paz de Cintra, me gustara la faz del mundo. Por no hablar del orden impuesto.

—En mi caso —dijo el peregrino, cruzando sus enormes antebrazos sobre el pecho—, me pasaba algo parecido. Aunque me hice a la idea, como diría un conocido mío, post factum.

Volvió a hacerse el silencio. Cesaron incluso los aullidos en el desfiladero.

—Al principio... —dijo el peregrino, tras una larga pausa, a pesar de que tanto Boreas como el elfo se habrían apostado algo a que no seguiría hablando—. Al principio, todo apuntaba a que la paz de Cintra traería cambios favorables, que daría paso a un orden mundial muy llevadero. Si no para todos, sí al menos para mí...

—Los reyes —carraspeó Boreas— se reunieron en Cintra, si no macuerdo mal, en abril, ¿no?

—Exactamente el dos de abril —precisó el peregrino—. Me acuerdo de que había luna nueva.

*****

A lo largo de toda la pared situada bajo las oscuras vigas que sustentaban la galería colgaba una hilera de escudos con las vistosas figuras de los emblemas heráldicos, los blasones de la nobleza de Cintra. Bastaba un simple vistazo para detectar la diferencia entre los timbres, algo descoloridos ya, de los escudos de los viejos linajes y las divisas de las familias ennoblecidas en tiempos más cercanos, durante los reinados de Dagorad y Calanthe. Estos últimos presentaban colores vivos, no ajados aún, y no se detectaba en ellos la menor señal de carcoma.

Con todo, los colores más intensos aparecían en los escudos incorporados más recientemente, con los blasones de los nobles nilfgaardianos. De aquéllos que se habían señalado en la conquista de la plaza fuerte y en los cinco años de administración imperial.

Cuando recuperemos Cintra, pensaba el rey Foltest, habrá que impedir que la gente destruya esos escudos en el fervor sagrado de la restauración. La política es una cosa, la decoración de las salas otra. Los cambios de régimen no pueden servir para justificar el vandalismo.

Así que aquí fue donde todo empezó pensaba Dijkstra, observando la gran sala. El célebre banquete de pretendientes, en el que hizo acto de presencia el Erizo de Acero y exigió la mano de la princesa Pavetta... Pero la reina Calanthe había contratado al brujo...

De qué forma tan asombrosa se entretejen los destinos humanos, pensaba el espía, sorprendiéndose de la trivialidad de sus propios pensamientos.

Hace cinco años, pensaba la reina Meve, hace cinco años los sesos de Calanthe, la Leona de la sangre de los Cerbin, se esparcieron sobre las losas del patio, precisamente del que se ve por esta ventana. Calanthe, cuyo orgulloso retrato hemos visto en el pasillo, era la penúltima persona de sangre real. Después de eso, y dado que su hija, Pavetta, había muerto ahogada, sólo ha quedado su nieta. Cirilla. Aunque probablemente sea cierta la noticia de que Cirilla tampoco vive.

—Os lo ruego. —Cyrus Engelkind Hemmelfart, jerarca de Novigrado, elegido por aclamación, en virtud de su edad, posición y respeto generalizado, para presidir los debates, hizo un gesto con su mano temblorosa—. Hagan el favor sus señorías de ocupar sus puestos.

Se sentaron a una mesa redonda, donde los asientos estaban identificados con unas tablillas de caoba. Mave, reina de Rivia y Lyria. Foltest, rey de Temería y su vasallo, el rey Venzlav de Brugge. Demawend, rey de Aedirn. Henselt, rey de Kaedwen. El rey Ethan de Cidaris. El joven rey Kistrin de Verden. El duque Nitert, cabeza del consejo de regencia de Redania. Y el conde Dijkstra.

Habría que intentar quitarse de encima a ese espía, apartarlo de la mesa de debates, pensó el jerarca. El rey Henselt y el rey Foltest, y hasta el joven Kistrin, ya se han permitido algunos comentarios ácidos, sólo se desmarca del resto el representante de Nilfgaard. Ese Segismundo Dijkstra es un hombre que no responde ante ningún estado, tiene además un pasado muy turbio y muy mala fama, es una persona turpis. No podemos permitir que la presencia de un individuo como ése envenene el clima de las negociaciones.

La persona que encabezaba la delegación de Nilfgaard, el barón Shilard Fitz-Oesterlen, a quien precisamente le había correspondido en la mesa redonda el puesto situado enfrente de Dijkstra, saludó al espía con una gentil reverencia diplomática.

Viendo que todos estaban ya sentados, el jerarca de Novigrado también tomó asiento. No sin ayuda de unos pajes que le sostenían las manos temblonas. El jerarca se sentó en una silla fabricada años atrás para la reina Calanthe. Aquella silla tenía un respaldo bellamente tallado, de una altura imponente, que la distinguía de las restantes.

Por muy redonda que sea una mesa, conviene que se sepa quién manda.

*****

Así que fue aquí, pensaba Triss Merigold, contemplando la estancia, mirando los tapices, los cuadros, los numerosos trofeos de caza, la cornamenta de un animal que la hechicera no había visto en su vida. Allí mismo, tras la famosa demolición de la sala del trono, había tenido lugar la célebre conversación privada entre Calanthe, el brujo, Pavetta y el Erizo Embrujado. Cuando Calanthe dio su consentimiento a aquel extravagante matrimonio. Y Pavetta ya estaba encinta. Ciri nació cuando aún no habían transcurrido ocho meses... Ciri, la heredera al trono... La Leoncilla, de la sangre de la Leona... Ciri, mi hermanita pequeña, que ahora está lejos de aquí, en el sur. Por suerte ya no está sola. La acompañan Geralt y Yennefer. Está a salvo.

Lo más seguro es que ellas me hayan vuelto a mentir.

—Sentaos, queridas —las instó Filippa Eilhart, que llevaba ya un rato mirando fijamente a Triss—. Los soberanos del mundo van a empezar de un momento a otro a pronunciar sus discursos de apertura, no querría perderme una sola palabra.

Las hechiceras, interrumpiendo sus chismorreos entre bastidores, ocuparon rápidamente sus puestos. Sheala de Tancarville, con un boa de zorro plateado que daba un toque femenino a su severa vestimenta masculina. Assire var Anahid, con un vestido de seda violeta que combinaba con singular gracia la modesta sencillez con la elegancia más distinguida. Francesca Findabair, majestuosa, como siempre. Ida Emean aep Sivney, misteriosa, como siempre. Margarita Laux-Antille, digna y seria. Sabrina Glevissig, adornada con turquesas. Keira Metz, de verde y amarillo limón. Y Fringilla Vigo. Abatida. Triste. Y pálida, con una palidez mortal, enfermiza, espectral.

Triss Merigold estaba sentada al lado de Keira, enfrente de Fringilla. Sobre la cabeza de la hechicera nilfgaardiana colgaba un cuadro que representaba a un jinete galopando como una exhalación por un camino flanqueado por dos hileras de alisos. Los alisos alargaban hacia el jinete los monstruosos brazos de sus ramas, se reían burlonamente con las horribles fauces de sus huecos. Triss no pudo evitar estremecerse.

Había un telecomunicador tridimensional encendido en medio de la mesa. Filippa Eilhart, con un conjuro, ajustó la imagen y el sonido.

—Como podéis ver y oír —dijo, con cierta acritud—, en la sala del trono de Cintra, justo debajo de nosotras, en la planta inferior, los soberanos del mundo se disponen en estos momentos a decidir su destino. Y nosotras, aquí, un piso más arriba, tenemos que andarnos con ojo, para que estos mozuelos no nos hagan una jugarreta.

*****

Al aullador que aullaba en Elskerdeg se le unieron otros aulladores. A Boreas no le cabía duda alguna. No eran lobos.

—Yo tampoco —dijo, para animar nuevamente la charla mortecina— me esperaba gran cosa de esas negociaciones de Cintra. La verdad es que nadie a quien yo conozca contaba con que fuesen a traer nada bueno.

—Fue importante —el peregrino, tranquilamente, mostró su desacuerdo— el hecho mismo de que se iniciaran las negociaciones. Un hombre llano, que es lo que yo soy, si se me permite decirlo, piensa llanamente. Y un hombre llano sabe que los reyes y los emperadores, cuando están guerreando, sienten tanto encono que, si pudieran, si tuvieran fuerzas, se matarían sin descanso. ¿Que han dejado de matarse los unos a los otros, y en vez de eso se han sentado alrededor de una mesa? Eso significa que las fuerzas les flaquean. Se sienten, por decirlo llanamente, impotentes. Y de esa impotencia se sigue asimismo que ninguna fuerza armada ataca la hacienda de la gente sencilla, que no mata, que no mutila, que no quema las casas, que no degüella a los niños, que no viola a la mujer, que no esclaviza. No. En lugar de hacer todo eso, se han reunido en Cintra y negocian. ¡Regocijémonos!

El elfo, mientras movía con su bastón un leño que chisporroteaba en la hoguera, miró al peregrino de reojo.

—Por muy llano que sea un hombre —dijo, sin disimular el sarcasmo—, por muy encantado de la vida que esté, por muy eufórico que se llegue a sentir, no puede dejar de entender que la política es lo mismo que la guerra, sólo que llevada de otra manera. Y tampoco puede dejar de entender que las negociaciones no son sino una forma de comercio. Se desarrollan de idéntico modo. Los éxitos en la negociación se obtienen a base de concesiones. Lo que se gana por aquí, se pierde por allí. En otras palabras, para poder comprar a unos, no hay más remedio que vender a otros.

—En verdad —dijo después de un momento el peregrino—, es algo tan llano y evidente, que cualquiera lo puede entender. Hasta el más llano de los hombres.

*****

—¡No, no y mil veces no! —gritó el rey Henselt, descargando los dos puños sobre el tablero de la mesa, haciendo que volcara la copa y saltara el tintero—. ¡No admito discusiones al respecto! ¡Nada de regateos! ¡Se acabó, no hay más que hablar, deireadh!

—Henselt —dijo tranquilo, sobrio y muy conciliador Foltest—. No compliques las cosas. Y no nos comprometas con tus gritos ante su excelencia.

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