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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (58 page)

BOOK: La dama del lago
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Shilard Fitz-Oesterlen, negociador en nombre del imperio de Nilfgaard, se inclinó con una sonrisa falsa que venía a sugerir que los desplantes del rey de Kaedwen ni le iban ni le venían.

—¿Queremos entendernos con el imperio —prosiguió Foltest—, y vamos a empezar de pronto a atacarnos entre nosotros como perros rabiosos? Qué vergüenza, Henselt.

—Ya hemos llegado a acuerdos con Nilfgaard en asuntos tan espinosos como el de Dol Angra y Tras Ríos —comentó Dijkstra con fingida desgana—. Sería una tontería...

—¡No me gustan un pelo esos comentarios! —bramó Henselt con tanta fuerza en esta ocasión que más de un búfalo no habría estado a su altura—. ¡Y menos cuando vienen de espías de todos los pelajes! ¡Soy el rey, su puta madre!

—Eso ya se ve —refunfuñó Meve. Demawend, vuelto de espaldas, miraba los escudos heráldicos en la pared de la sala, sonriendo con desdén, como si su reinado no estuviera en juego.

—Basta ya —dijo Henselt, jadeante, mirando a su alrededor—. Basta ya, por todos los dioses, que se me enciende la sangre. Ya lo he dicho: ni un palmo de tierra. ¡Ni una sola, pero ni una sola reivindicación! ¡No estoy dispuesto a ceder ni un palmo de tierra, ni medio palmo de tierra de mi reino! ¡Los dioses me honraron con Kaedwen y sólo a los dioses se lo devolveré! La Marca Inferior es territorio nuestro... Nada de razones eti... ete... étnicas. La Marca Inferior pertenece a Kaedwen desde hace siglos.

—El Alto Aedirn —volvió a terciar Dijkstra— pertenece a Kaedwen desde el año pasado. Para ser más exactos, desde el veinticuatro de julio del año pasado. Desde el momento en que hicieron allí su entrada las fuerzas de ocupación de Kaedwen.

—Exijo —dijo Shilard Fitz-Oesterlen, sin que nadie le preguntara nada— que conste en acta ad futuram rei memoriam que el imperio de Nilfgaard no ha tenido nada que ver con esa anexión.

—Más allá de que, en ese preciso momento, estaba saqueando Vengerberg.

—¡Nihil ad rem!

—¿De veras?

—¡Señores! —les reconvino Foltest.

—¡El ejército de Kaedwen —Henselt escupía al hablar— entró en la Marca Inferior como libertador! ¡Mis soldados fueron recibidos con flores! Mis soldados...

—Tus bandidos —la voz del rey Demawend parecía tranquila, pero en su cara se notaba lo mucho que le costaba conservar la calma—, tus malhechores, que cayeron sobre mi reino en compañía de una cuadrilla de salteadores, asesinaron, violaron y saquearon. ¡Señores! Llevamos aquí reunidos una semana, discutiendo cómo tiene que ser la futura faz del mundo. Por todos los dioses, ¿es que tiene que ser por fuerza una faz de crimen y saqueo? ¿Es que hay que preservar un statu quo basado en el pillaje? ¿Es que los bienes expropiados deben quedar en manos de esbirros y bandoleros?

Henselt agarró el mapa de la mesa, lo rompió con un movimiento impetuoso y se lo arrojó a Demawend. El rey de Aedirn ni se inmutó.

—Mis ejércitos —Henselt carraspeó, y su rostro adquirió el color de un buen vino añejo— arrebataron la Marca a los nilfgaardianos. Tu lamentable reino ya no existía entonces, Demawend. Más aún: de no ser por mis ejércitos, tampoco ahora tendrías reino alguno. Me gustaría ver cómo expulsabas sin mi ayuda a los Negros más allá del Yaruga y de Dol Angra. Por tanto, no exagero si digo que eres rey gracias a mí. ¡Pero aquí se acaba mi generosidad! He dicho que no estoy dispuesto a ceder ni un palmo de mis tierras. No permitiré que mi reino mengüe.

—¡Ni yo el mío! —Demawend se levantó—. ¡Nunca llegaremos a un acuerdo!

—Señores —dijo de pronto, en tono conciliador, Cyrus Hemmelfart, jerarca de Novigrado, que hasta entonces había estado dormitando—. Sin duda alguna, siempre podremos alcanzar algún compromiso...

—El imperio de Nilfgaard —terció nuevamente Shilard Fitz-Oesteren, amigo de las medias tintas en sus intervenciones— no aceptará ningún acuerdo que suponga un perjuicio para el País de los Elfos en Dol Blathanna. Si no hay más remedio, volveré a leer a sus señorías el contenido del memorándum...

Henselt, Foltest y Dijkstra resoplaron, pero Demawend miró al embajador imperial tranquilamente, casi con simpatía.

—En aras del bien común —anunció— y de la paz, estoy dispuesto a reconocer la autonomía de Dol Blathanna. Pero no en calidad de reino, sino de ducado. Y a condición de que la duquesa Enid an Gleanna me rinda homenaje de vasallaje y se comprometa a equiparar a humanos y elfos en derechos y privilegios. Estoy dispuesto a ello, como he dicho, pro publico bono.

—He ahí —dijo Meve— las palabras de un auténtico rey.

—Salus publica lex suprema est —dijo el jerarca Hemmelfart, que llevaba un buen rato buscando el modo de hacer gala de su conocimiento de la jerga diplomática.

—Debo añadir, sin embargo —continuó Demawend, mirando al malhumorado Henselt—, que la concesión relativa a Dol Blathanna no debe servir como precedente. Se trata de la única merma de la integridad de mis tierras que pienso aceptar. No voy a reconocer ningún reparto adicional. El ejército de Kaedwen, que traspasó mis fronteras como agresor y ocupante, tiene una semana para desalojar las fortalezas y castillos del Alto Aedirn ocupados ilegalmente. Ésa es la condición para que siga tomando parte en las deliberaciones. Y, como verba volant, mi secretario añadirá al protocolo una nota oficial en ese sentido.

—¿Henselt? —Foltest le dirigió al barbudo una mirada inquisitiva.

—|Jamás! —bramó el rey de Kaedwen, volcando su silla y saltando como un chimpancé picado por un avispón—. ¡Jamás entregaré la Marca! ¡Tendréis que pasar por encima de mi cadáver! ¡No pienso renunciar a ella! ¡Nada me puede obligar! ¡Ninguna fuerza! ¡Ninguna fuerza, me cago en la puta! —Y, para demostrar que él también tenía estudios y no era ningún mequetrefe, tronó—: ¡Non possumus!

*****

—¡Ya le daré yo non possumus a ese viejo estúpido! —bufó Sabrina Glevissig en la habitación del piso de arriba—. Pueden las señoras estar tranquilas: voy a obligar a ese zoquete a aceptar las exigencias relativas al Alto Aedirn. Las tropas de Kaedwen saldrán de allí durante los próximos diez días. Eso ni se discute. No tiene vuelta de hoja. Si alguna de las presentes tiene dudas al respecto, tengo todo el derecho del mundo a sentirme ofendida.

Filippa Eilhart y Sheala de Tancarville expresaron su conformidad Con una inclinación de la cabeza. Assire var Anahid se lo agradeció con una sonrisa.

—Sólo nos queda por resolver hoy —dijo Sabrina— el asunto de Dol Blathanna. Ya conocemos el contenido del memorándum del emperador Emhyr. Ahí abajo los reyes aún no han tenido tiempo de discutir a fondo esta cuestión, pero ya han dado pistas de cuáles son sus planteamientos. La voz cantante la lleva el más interesado, podríamos decir. El rey Demawend.

—La propuesta de Demawend —dijo Sheala de Tancarville, cubriéndose el cuello con la boa de zorro plateado— tiene toda la pinta de ser un compromiso de largo alcance. Es una propuesta positiva, pensada y sopesada. Shilard Fitz-Oesterlen se va a ver en serios apuros si quiere argumentar para obtener mayores concesiones. No sé si querrá.

—Sí querrá, sí —afirmó muy tranquila Assire var Anahid—. Tiene instrucciones de Nilfgaard en ese sentido. Seguro que hace un llamamiento ad referéndum y emite alguna nota. Estará enredando al menos durante una jornada. Pasado ese tiempo, empezará a hacer concesiones.

—Eso es lo normal —intervino Sabrina Glevissig—. Lo normal es que por fin se encuentren en alguna parte, que lleguen a algún acuerdo. No obstante, no vamos a limitarnos a esperar. Vamos a determinar, ahora mismo, qué se les puede permitir, definitivamente. ¡Francesca! ¡Expón tu opinión! Se trata de tu tierra, justamente.

—Por eso mismo —sonrió la bellísima Margarita de Dolin—, por eso mismo callo, Sabrina.

—Debes vencer tu orgullo —dijo muy seria Margarita Laux-Antille—. Tenemos que saber qué es lo que podemos permitirles a los reyes.

Francesca Findabair sonrió de un modo aún más encantador.

—Por la causa de la paz y pro bono público —dijo—, acepto la propuesta del rey Demawend. Podéis, queridas muchachas, dejar de llamarme desde este momento «serenísima señora», bastará con el más común de «ilustre señora».

—Las bromas élficas —Sabrina torció el gesto— no me hacen reír, seguramente porque no las entiendo. ¿Qué pasa con las restantes exigencias de Demawend?

Francesca pestañeó.

—Estoy conforme con la repatriación de los colonos y la restitución de sus propiedades —dijo con gravedad—. Garantizo la igualdad de derechos de todas las razas...

—Por todos los dioses, Enid —Filippa Eilhart se echó a reír—, ¡no puedes mostrarte tan complaciente! ¡Pon tus propias condiciones!

—Lo haré. —La elfa se puso seria de repente—. Nada de rendir homenaje. Quiero que Dol Blathanna sea un alodio. Sin ningún vínculo de vasallaje, más allá de la promesa de lealtad y de no actuar en perjuicio del soberano.

—Demawend no lo aceptará —comentó lacónicamente Filippa—. No renunciará a los beneficios y rentas del Valle de las Flores.

—En esa cuestión —Francesca levantó las cejas— estoy dispuesta a entablar negociaciones bilaterales, estoy segura de que llegaremos a un consenso. Un alodio no está obligado a pagar rentas, pero el pago no está necesariamente prohibido ni excluido.

—¿Y qué hay del fideicomiso? —Filippa Eilhart no se rendía—. ¿Y de la primogenitura? Si acepta el alodio, Demawend exigirá garantías de la indivisibilidad del ducado.

—A Demawend —Francesca volvió a sonreír— seguramente le podrían engañar mi cutis y mi tipo, pero me extrañaría que a ti te pasara lo mismo, Filippa. Hace ya mucho, mucho tiempo, que deje atrás la edad en que podía quedarme embarazada. En lo tocante a la primogenitura y el fideicomiso, Demawend no tiene nada que temer. Yo seré ultimus familiae de la casa real de Dol Blathanna. Pero, a pesar de la diferencia de edad, que aparentemente favorece a Demawend, la cuestión de mi herencia no creo que la trate con él, sino más bien con sus nietos. Os puedo asegurar que en ese asunto no habrá puntos conflictivos.

—En ése, no —concedió Assire var Anahid, mirando a los ojos a la hechicera elfa—. Pero, ¿qué pasa con las partidas de los Ardillas? ¿O con los elfos que han hecho la guerra en el bando imperial? Si no me equivoco, estamos hablando de la mayoría de tus súbditos, señora doña Francesca.

La Margarita de Dolin dejó de sonreír. Miró a Ida Emean, pero la elfa de las Montañas Azules, que guardaba silencio, evitó su mirada.

—Pro publico bono... —empezó a decir, pero se interrumpió. Assire, nbicn muy seria, hizo un gesto con la cabeza, indicando que lo había comprendido.

—Qué se le va a hacer —dijo despacio—. Todo tiene un precio. La reclama sus víctimas. La paz, como puede verse, también.

*****

—Sí, eso es verdad se mire por donde se mire —repitió pensativo el peregrino, mirando al elfo que estaba sentado con la cabeza gacha—. Conversaciones de paz son un mercadillo. Un bazar. Para poder comprar a unos, no hay más remedio que vender a otros. Así es como funciona el mundo. Todo consiste en no comprar demasiado caro...

—Y en no venderse demasiado barato —concluyó el elfo, sin alzar la cabeza.

*****

—¡Traidores! ¡Golfos!

—¡Hijos de puta!

—¡AnTaadraigh aen cuach!

—¡Perros nilfgaardianos!

—¡Silencio! —gritó Hamilcar Danza, dando un golpe con su puño acorazado en la balaustrada del pórtico. Los ballesteros de la galería apuntaron sus armas contra los elfos que se apiñaban en el
cal de sac
—. ¡Haya paz! —gritó más fuerte aún—. ¡Ya basta! ¡Silencio, oficiales! ¡Más dignidad!

—¿Cómo puedes tener el descaro de hablar de dignidad, canalla? —gritó Coinneach Dá Reo—. ¡Hemos derramado la sangre por vosotros, malditos dh'oine! ¡Por vosotros, por vuestro emperador, a quien juramos lealtad! ¿Y así nos lo agradecéis? ¿Entregándonos a esos verdugos del norte? ¡Como si fuéramos unos criminales! ¡Unos asesinos!

—¡He dicho que basta! —Danza volvió a descargar un puñetazo atronador en la balaustrada—. ¡Que os quede muy clara una cosa, señores elfos! Los acuerdos firmados en Cintra, que establecen las condiciones para la paz, obligan al imperio a poner a los criminales de guerra en manos de los norteños...

—¿A los criminales? —gritó Riordain—. ¿Qué criminales? ¡Serás cerdo, dh'oine!

—A los criminales de guerra —repitió Danza, sin prestar la menor atención al tumulto que se había formado allí abajo—. A los oficiales sobre quienes pesan acusaciones fundamentadas de terrorismo, de haber cometido asesinatos entre la población civil, de haber dado muerte y haber torturado a prisioneros de guerra, de haber masacrado a los heridos en los hospitales de campaña...

—¡Pero seréis hijos de puta! —clamó Angus Bri Cri—. ¡Los matábamos porque estábamos en guerra!

—¡Los matamos siguiendo ordenes vuestras!

—¡Cuach'te aep arse, bloede dh'oine!

—¡La decisión está tomada! —insistió Danza—. Vuestros insultos y vuestros gritos no van a cambiar nada. Así que más vale que os acerquéis de uno en uno al cuerpo de guardia y no opongáis resistencia mientras sois encadenados.

—Deberíamos habernos quedado cuando ellos huyeron cruzando el Yaruga. —A Riordain le rechinaban los dientes—. Deberíamos habernos quedado y habernos organizado en comandos. ¡Pero nosotros, idiotas, mentecatos, estúpidos, nos atuvimos a nuestro juramento de soldados! ¡Así nos ha ido!

Isengrim Faoiltiarna, el Lobo de Acero, jefe casi legendario de los Ardillas, y actualmente coronel imperial, con rostro imperturbable se arrancó de la manga y de las charreteras los rayos plateados de la brigada Vrihedd y los arrojó a las losas del patio. Otros oficiales secundaron su ejemplo. Hamilcar Danza, que estaba observando desde la galería, frunció las cejas.

—Es una demostración muy poco seria —dijo—. Además, yo en vuestro lugar no me desprendería tan a la ligera de las insignias imperiales. Me veo obligado a informaros de que, como oficiales imperiales, durante la negociación de las condiciones de paz se os ha garantizado un proceso justo, unas sentencias benévolas y una pronta amnistía...

Los elfos apiñados en el
cal de sac
soltaron una carcajada unánime, clamorosa, que retumbó en los muros.

—También debo haceros ver —añadió tranquilamente Hamilcar Danza— que no vamos a entregar a nadie más que a vosotros a los norteños. Treinta y dos oficiales. No vamos a entregar a ninguno de los soldados sobre los que habéis tenido el mando. A ninguno.

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