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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (64 page)

BOOK: La dama del lago
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Oribasius Gianfranco Paolo Reuven, licenciado en leyes, pasó seis años en distintas prisiones, interrogado reiteradamente por los sucesivos jueces de instrucción, los cuales le hacían preguntas sobre los temas más diversos, que a menudo no parecían tener el menor sentido.

Después de seis años le pusieron en libertad. En esos momentos estaba muy enfermo. El escorbuto le había dejado sin dientes, la anemia sin pelo, el glaucoma sin vista, el asma sin respiración. Durante los interrogatorios le habían roto los dedos de las dos manos.

Vivió menos de un año en libertad. Falleció en el asilo de un santuario. En la miseria. Olvidado.

El manuscrito de su obra
Gente de la sombra, o Historia de los servicios secretos reales
desapareció sin dejar rastro.

*****

El cielo clareaba por el este, sobre las cumbres apuntaba una pálida aureola, preludio del alba.

Hacía ya un buen rato que reinaba el silencio en torno a la hoguera. El peregrino, el elfo y el rastreador contemplaban el fuego agonizante sin decir nada.

También en Elskerdeg reinaba el silencio. El espectro aullador había seguido su camino, cansado de aullar para nada. Debía de haber comprendido por fin que los tres individuos sentados junto al fuego habían asistido a demasiados horrores en los últimos tiempos como para preocuparse por un simple espectro.

—Si hemos de viajar juntos —dijo de pronto Boreas Mun, con la vista puesta en las brasas de la hoguera, rojas como rubíes—, debiéramos superar los recelos. Dejemos atrás todo lo ocurrido. El mundo ha cambiado. Tenemos por delante una nueva vida. Algo ha terminado, algo empieza... Nos espera...

Se interrumpió, tosió. No estaba acostumbrado a hablar de ese modo, tenía miedo de hacer el ridículo. Pero sus compañeros no se lo estaban tomando a broma ni de casualidad. Al contrario, Boreas sintió la cordialidad que emanaba de ellos.

—Nos espera el desfiladero de Elskerdeg —prosiguió con voz más segura—, y más allá Zerikania y Hakland. Nos espera un largo y peligroso camino. Si vamos a recorrerlo juntos... hay que superar los recelos.

»Me llamo Boreas Mun.

El peregrino del sombrero de ala ancha se puso de pie, enderezando su poderosa figura, y estrechó la mano tendida hacia él. El elfo también se levantó. Apareció una extraña mueca en su rostro macabramente desfigurado.

Tras darle la mano al rastreador, el peregrino y el elfo se tendieron las diestras.

—El mundo ha cambiado —dijo el peregrino—. Algo ha terminado. Me llamo... Segi Reuven.

—Algo empieza. —El elfo compuso un gesto en su rostro marcado, dibujando algo que, a todos los efectos, era una sonrisa—. Me llamo... Wolf Isengrim.

Se estrecharon la mano deprisa, con fuerza, hasta con brusquedad.

Por un momento pareció aquello el preámbulo de un combate, más que un gesto de concordia. Pero sólo por un momento. Un leño de la hoguera despidió unas chispas, festejando el acontecimiento con unos alegres fuegos artificiales.

—Que el diablo me lleve —Boreas Mun sonrió abiertamente—, si no es el comienzo de una hermosa amistad.

Capítulo 11

...y como a otros Fieles, también a Santa Filipa mancillaron, diciendo que a la traición al reino se prestara, llamando al tumulto y a la sedición, alborotando a las gentes todas e incitando a la revuelta. Wümeryus, herético y sedaño, que se diera a sí mismo el título de arcipreste, ordenó prender a la Santa, y arrastróla a una triste y oscura prisión donde la mortificó con frío y pestilencias, y demandábale que admitiera sus pecados y confesara cuanto hiciera. Y mostró Wilmeryus a la Santa Filipa instrumentos varios de tormento y amenazóla reciamente, mas la Santa otra cosa no hizo sino escupirle en el semblante y acusarlo de sodomía.

Mandó, pues, el hereje despojarla de sus vestiduras y así, desnuda, azotarla sañudamente con flagelos de buey y dañarla crudamente so las uñas. Y no paraba de preguntarle y de apremiarla, diciéndole que renegase de su fe y de su Diosa. Mas la Santa echóse a reír y aconsejóle que se alejara.

Dispuso entonces él que llevaran a la Santa a una cámara preparada para el tormento, y desgarráronle el cuerpo todo con anzuelos y con ganchos aguzados y quemáronle con cirios los costados. Mas, sufriendo así martirio, la Santa mostró en su cuerpo mortal una entereza inmortal. Tanto que los verdugos desfallecieron y con grande espanto retrocedieron, pero Wilmeryus severamente reprendiólos y ordenóles que no la dejasen de atormentar y que las manos con fuerza le sujetasen. Empezaron, pues, a quemar a Santa Filipa con planchas ardientes, a dislocarle los miembros y a tirar de los sus pechos con unas tenazas. Y con esas torturas finó, sin confesar nada.

Y de Wilmeryus, el impúdico herético, leemos en los libros de nuestros Santos Padres que más tarde sufriera castigo, y fue que los piojos y los vermes cubriéronlo y atormentáronlo, hasta que todo él corrompióse y pereció. Y comoquier que apestaba como un can, no le pudieron dar sepultura y hubieron de arrojarlo a un río.

Por ende, seanparu la Santa Filipa la alabanza y la corona del martirio, para la Diosa Madre la gloria por los siglos, y para nosotros la sabiduría y las enseñanzas. Amén.

Vida de Santa Filipa mártir, redactada en Mons Calvus en tiempos remotos, a partir de los libros martiriales compilados en el Breviario de Tretogor, basados en los muchos Santos Padres que la alaban en sus escritos.

*****

Iban a todo correr, como locos, a tumba abierta. Galopaban en días que palpitaban ya con la primavera. Los caballos volaban, y las gentes, alzando a su paso el cuello y la espalda, encorvadas en la dura faena, no daban crédito a sus ojos: ¿eran jinetes o espectros?

Galopaban de noche, en las oscuras y húmedas noches de tibias lluvias. Pasaban despertando a las gentes que, incorporadas en el lecho, miraban aterradas a su alrededor, luchando contra un dolor que les ahogaba, que les crecía en la garganta y en el pecho. Saltaban de la cama al oír el golpeteo de los postigos, el llanto de los niños desvelados, el aullido de los perros. Juntaban la cara a la ventana, sin dar crédito a sus ojos: ¿eran jinetes o espectros?

En Ebbing empezaron a circular historias sobre los tres demonios.

*****

El trío de jinetes surgió súbitamente, de la nada, como por arte de magia, pillando por sorpresa al Cojo, que no tuvo ocasión de escapar. Tampoco tenía a quién pedir ayuda. Más de quinientos pasos separaban al tullido de las primeras casas del pueblo. Pero, aunque hubieran estado más próximas, pocas probabilidades había de que alguno de los habitantes de Los Celos hubiera acudido a sus gritos de socorro. Era la hora de la siesta, que en Los Celos duraba desde antes del mediodía hasta la caída de la tarde. Aristóteles Bobeck, apodado el Cojo, mendigo y filósofo local, sabía de sobra que a la hora de la siesta los habitantes de Los Celos no reaccionaban ante nada.

Los jinetes eran tres. Dos mujeres y un hombre. El hombre tenía los cabellos blancos y llevaba una espada echada a la espalda. Una de las mujeres, la mayor, vestida de blanco y negro, tenía el pelo como el azabache, ensortijado. A la más joven, de cabellos lisos color ceniza, la afeaba una cicatriz en la mejilla izquierda. Montaba una preciosa yegua mora. El Cojo tenía la sensación de haber visto ya antes esa yegua.

Fue la jovencita, precisamente, la que se dirigió primero a él.

—¿Eres de aquí?

—¡Inocente soy! —Al Cojo le castañeteaban los dientes—. ¡Nomás colmenillas ando cogiendo! ¡Por compasión, no hagáis mal a un tullido!

—¿Eres de aquí? —repitió su pregunta, pero sus verdes ojos brillaron de un modo amenazante. El Cojo se contrajo.

—Sí, sí, noble señora —balbuceó—. De aquí, por éstas. Y aquí mismo naciera, en Birka, o sea, en Los Celos. Y raro será que no me toque aquí diñarla...

—El año pasado, en verano y otoño, ¿estabas por aquí?

—¿Y dónde iba a estar si no?

—Responde a lo que te pregunto.

—Aquí estaba, noble señora.

La yegua mora sacudió la cabeza, aguzó las orejas. El Cojo sintió encima de él las miradas punzantes como espinas de erizo de los otros dos jinetes: la morena y el albino. El albino era el que más miedo le daba.

—El año pasado —le contó la muchacha de la cicatriz—, en el mes de septiembre, más concretamente el nueve de septiembre, durante el primer cuarto de la luna, aquí asesinaron a seis jóvenes. Cuatro muchachos... y dos chicas. ¿Te acuerdas?

El Cojo tragó saliva. Ya hacía un rato que lo sospechaba, ahora ya sabía, ahora estaba seguro.

La chica había cambiado. Y no se trataba tan sólo de aquella cicatriz en la cara. No era la misma que entonces, cuando chilló prendida al atadero de los caballos, viendo cómo Bonhart les cortaba la cabeza a los Ratas muertos. Nada que ver con la de entonces, cuando el cazador, en la posada La Cabeza de la Quimera, la desnudó y la golpeó. Solo esos ojos... esos ojos no habían cambiado.

—Responde —le apremió con rudeza la otra mujer, la morena—. Te han hecho una pregunta.

—Claro que me acuerdo, nobles señores —aseguró el Cojo—. Y cómo no me iba a acordar. Mataron a seis mozuelos. Cierto, el año pasado fue. En setiembre.

La chica estuvo un buen rato callada. No le miraba a él, miraba hacia algún punto en la distancia, por encima de sus hombros.

—Entonces, seguro que sabes... —dijo por fin, haciendo un esfuerzo—. Seguro que sabes dónde están enterrados esos jóvenes. Al pie de qué empalizada... En qué basurero o en qué estercolero... O si quemaron sus cuerpos... Si los llevaron al bosque, dejándoselos a los zorros y a los lobos... Me vas a enseñar ese lugar. Me vas a conducir hasta allí. ¿Entendido?

—Sí, noble señora. Seguirme, hacer la merced. Además, cerca está.

Fue cojeando levemente, sintiendo en el cogote el cálido aliento de los caballos. No se volvió a mirarles. Algo le decía que no era buena idea.

—Es ahí —dijo por fin, haciendo una señal—. El camposanto de los Celos, en la arbolea. Y aquéllos por los que preguntasteis, noble señora Falka, ahí mismo andan enterrados.

La muchacha suspiró ruidosamente. El Cojo miró a hurtadillas y vio cómo le cambiaba la cara. El del pelo blanco y la morena no decían nada, esperaban con el rostro impertérrito.

La chica estuvo un buen rato mirando el pequeño túmulo, hermoso, recto, hecho con esmero, construido con bloques de arenisca y losas de espato y de pizarra. El abeto que había adornado el túmulo en su momento estaba descolorido. Las flores que alguien había depositado hacía tiempo estaban ahora secas y amarillentas.

La muchacha bajó del caballo.

—¿Quién...? —preguntó en voz baja, sin dejar de mirar, sin volver la cabeza.

—Pues —el Cojo se aclaró la voz— mucha gente de Los Celos contribuyó. Pero la que más la viuda Goulue. Y el joven Nycklar. La viuda mujer de gran corazón fue siempre... Y Nycklar... Sus pesadillas le traían mártir. No le dejaban en paz. Hasta que no enterraron como es debido a los muertos...

—¿Dónde puedo encontrar a la viuda y a ese tal Nycklar?

El Cojo estuvo un largo rato callado.

—La viuda anda acá enterrada, tras de ese abedul torcido —dijo finalmente, mirando sin temor a los verdes ojos de la chica—. Murió de neumonía este invierno. En cuanto a Nycklar, se alistó y marchó por ahí, a otras tierras... Dicen que ha caído en la guerra.

—Ya casi se me había olvidado —susurró la chica—. Ya casi se me había olvidado que su suerte había quedado ligada a la mía.

Se acercó al túmulo y se arrodilló o, más bien, se tiró al suelo de rodillas. Se inclinó mucho, casi hasta tocar las piedras de la base con la frente. El Cojo vio cómo el peliblanco hacía un movimiento, como queriendo desmontar del caballo, pero la mujer morena le sujetó del brazo, deteniéndole con el gesto y con la mirada.

Los caballos resoplaron, sacudieron la cabeza, haciendo tintinear los anillos de los bocados.

La muchacha estuvo mucho, muchísimo tiempo arrodillada al pie del túmulo, con la cabeza muy baja, moviendo los labios en una especie de muda letanía.

Titubeó al ponerse de pie. Con un movimiento reflejo, el Cojo la agarró. De una fuerte sacudida, ella se soltó el codo, le dirigió una mirada hostil a través de las lágrimas. Pero no dijo ni palabra. Incluso, cuando el hombre le sujetó el estribo, le dio las gracias con una leve inclinación de la cabeza.

—Sí, noble doncella Falka —dijo, venciendo sus temores—. Qué extraña revuelta del destino. Sufristeis entonces una opresión espantosa, durante aquel aprendizaje tan cruel... Muy poca gente, aquí en Los Celos, creía que saldríais viva... Más aquí estáis, sana y salva, mientras que Goulue y Nycklar se fueron al otro barrio... No me tenéis siquiera a quién darle las gracias, ¿eh? A quién poder expresarle vuestra gratitud por lo del túmulo...

—No me llamo Falka —dijo bruscamente—. Me llamo Ciri. Y en lo tocante a nuestra gratitud...

—Honrados sentios con ella —intervino con frialdad la morena. Había algo en su voz que hizo estremecerse al Cojo—. Por este pequeño túmulo —siguió diciendo, marcando mucho las palabras—. Por vuestra humanidad, por vuestra dignidad y decencia humanas, todos los vecinos de este poblado podéis contar con nuestro favor, gratitud y benevolencia. No os podéis imaginar hasta qué punto.

*****

El nueve de abril, poco después de medianoche, a los primeros habitantes de Claremont les despertó una claridad repentina, un resplandor rojo que golpeó las ventanas e irrumpió en sus casas. Al resto de lugareños les sacaron de la cama los alaridos, el alboroto y los toques furibundos de la campana tocando a rebato. Solo estaba ardiendo un edificio. Una gran construcción de madera en otros tiempos había sido un templo, consagrado a una divinidad cuyo nombre apenas recordaban ya las más ancianas. Un templo se había convertido después en un anfiteatro, donde se celebraban de vez en cuando espectáculos circenses, combates y otras diversiones capaces de sacar al pueblo de Claremont del tedio, la melancolía y la modorra.

Ese anfiteatro era ahora pasto de las llamas y sufría las sacudidas de las explosiones. Por todas las ventanas salían despedidas deshiladas lenguas de fuego de varios codos de largo.

—¡Auxiiiliooo! —chillaba el propietario del anfiteatro, el mercader Houvenaghel, que no paraba de correr, agitando los brazos y sacudiendo su enorme panza. Llevaba un gorro de dormir y una pesada delia echada por encima del camisón. Iba amasando con los pies descalzos el estiércol y el barro de la calle—. ¡Auxiliooo! ¡Vecinooos! ¡Aguaaa!

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