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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (62 page)

BOOK: La dama del lago
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Se calló, al ver cómo en las caras de todos los inválidos que viajaban en el carro se extendía de repente una palidez mortal, cadavérica.

—Madre —dijo uno de ellos, entre sollozos—. Con lo poquillo que faltaba pa llegar a casa...

—Estamos perdíos —dijo Derkacz en voz baja, sin la menor emoción. Sencillamente, como quien constata un hecho.

Pero si decían, pensó de pronto Jarre, que habían acabado con los Ardillas. Que no habían dejado ni uno vivo. Que, como les gustaba decir, la cuestión élfica ya estaba solucionada.

Eran seis a caballo. Pero, cuando se fijaron mejor, resultó que los caballos eran seis, pero ocho los jinetes. En dos de las monturas había un par de jinetes. Todos los caballos llevaban un paso rígido, arrítmico, bajando mucho la frente. Parecían bastante mediocres.

Lucienne suspiró fuerte.

Los elfos se aproximaron. Parecían aún más mediocres que los caballos.

Nada quedaba de su orgullo, de su elaborada, arrogante, carismática diferencia. La ropa, que solía ser elegante y vistosa hasta entre los guerrilleros de las partidas, la llevaban toda sucia, rota, llena de manchas. El pelo, su orgullo y su gala, lo traían desgreñado, mugriento, pegajoso, con costras de sangre. Parecía de fieltro. Sus grandes ojos, normalmente altivos, desprovistos de toda expresión, se habían convertido en simas de pánico y desesperación.

Nada quedaba de su diferencia. La muerte, el terror, el hambre y las humillaciones les habían vuelto normales y corrientes. Muy corrientes.

Por un momento Jarre pensó que pasarían de largo, que se limitarían a cruzar la carretera para perderse en el otro lado del bosque, sin dedicarle siquiera una mirada al carro y a los pasajeros. Que sólo dejarían detrás de ellos aquel olor nada élfico, tan desagradable y repulsivo, un olor que Jarre conocía demasiado bien de los hospitales de campaña: el olor de la miseria, de la orina, de la roña, de las heridas purulentas.

Fueron pasando de largo, sin mirar.

No todos.

Una elfa de largos cabellos oscuros, apelmazados, con restos de sangre coagulada, detuvo el caballo muy cerca del carro. Iba inclinada en la silla, sosteniéndose de cualquier manera. Un brazo lo llevaba sujeto en un cabestrillo empapado de sangre. Alrededor de ese brazo revoloteaban y zumbaban las moscas.

—Toruviel —dijo uno de los elfos, volviéndose hacia ella—. En'ca digne, luned.

Lucienne se dio cuenta enseguida de lo que pasaba. Comprendió qué era lo que estaba mirando la elfa. Habiéndose criado en una aldea, había conocido desde niña a un espectro lívido e hinchado que acechaba detrás de la esquina de la cabaña: el fantasma del hambre. Por eso, reaccionó de forma instintiva e inequívoca. Le ofreció un poco de pan a la elfa.

—En'ca digne, Toruviel —repitió el elfo. Era el único de toda la partida que llevaba en una manga desgarrada de la cazadora polvorienta el rayo plateado de la brigada Vrihedd.

Los inválidos que iban en el carro, que se habían quedado de piedra y no habían movido un músculo hasta ese mismo instante, se estremecieron súbitamente, como si un conjuro los hubiera reanimado. En tus manos, tendidas hacia los elfos, aparecieron, como por arte de magín, mendrugos de pan, bolas de queso, tajadas de tocino y salchichón.

Y los elfos, por primera vez desde hacía mil años, tendieron sus manos hacia los humanos.

Lucienne y Jarre fueron las primeras personas que vieron llorar a la elfa. Que la vieron sollozar hasta el sofoco, sin intentar siquiera enjuagarse las lágrimas que le corrían por el rostro sucio. Desmintiendo la afirmación de que los elfos ni siquiera disponen de glándulas lacrimales.

—En'ca... digne —repitió con la voz entrecortada el elfo del rayo en tu manga.

Dicho lo cual, alargó la mano y tomó un pan que le ofrecía Derkacz.

—Te lo agradezco —dijo con la voz ronca, haciendo un esfuerzo para acomodar la lengua y los labios a un idioma extranjero—. Te lo agradezco, humano.

Al cabo de un rato, viendo que ya habían pasado todos, Lucienne chascó al caballo, dio un tirón a las riendas. El carro empezó a rechinar y traquetear. Iban todos en silencio.

Se acercaba ya la hora de la cena cuando la carretera se llenó de jinetes armados. Los dirigía una mujer de pelo blanquísimo, muy corto con una cara malhumorada y enérgica desfigurada por las cicatrices. Una de éstas le cortaba el pómulo desde la sien hasta la comisura de los labios, y después, formando un amplio semicírculo, le rodeaba la cuenca del ojo. A la mujer le faltaba además una buena parte pabellón de la oreja derecha, y su brazo izquierdo acababa justo por debajo del codo, en un manguito de cuero y un garfio de latón, al que llevaba enganchadas las riendas.

La mujer, con una mirada hostil que delataba un enconado afán de venganza, les preguntó por los elfos. Por los Scoia'tael. Por los terroristas. Por los fugitivos, restos de un comando derrotado dos días antes.

Jarre, Lucienne y los inválidos, eludiendo la mirada de la mujer manca, farfullaron confusamente y contestaron que no, que no se habían encontrado con nadie, que no habían visto a nadie.

Mentís, pensó Rayla la Blanca, la misma que había sido en otros tiempos Rayla la Negra. Mentís, estoy segura. Mentís por compasión.

Pero eso no tiene importancia.

Porque yo, Rayla la Blanca, no sé lo que es la compasión.

*****

—¡Hurraaa, arriba los enanos! ¡Viva Barclay Els!

—¡Que vivan!

En el adoquinado de Novigrado retumbaban las botas herradas de los veteranos del Pelotón de Voluntarios. Los enanos marchaban a su estilo, en formación de a cinco. Sobre la columna ondeaba su bandera, donde figuraban unos martillos.

—¡Que viva Mahakam! ¡Vivan los enanos!

—¡Gloria y honor a ellos!

De repente, se oyó una risa entre la multitud. Algunas personas la secundaron. Y enseguida todo el mundo se estaba riendo a carcajadas.

—Es una afrenta... —El jerarca Hemmelfart tomó aire—. Es un escándalo... Es algo imperdonable...

—Maldita chusma —dijo entre dientes el capellán Willemer.

—Haced como si no lo hubierais visto —recomendó con calma Foltest.

—No deberían habérseles escatimado las vituallas —dijo Meve con acritud—. Ni negado los suministros.

Los oficiales enanos conservaron la dignidad y las formas, delante de la tribuna se cuadraron y saludaron. En cambio, los suboficiales y los soldados del Pelotón de Voluntarios expresaron su descontento con los recortes presupuestarios introducidos por los reyes y el jerarca. Algunos, al pasar por delante de la tribuna, les hicieron un corte de manga a los monarcas; otros exhibieron otro de sus gestos favoritos: el puño con el dedo corazón tieso, apuntando a lo alto. En los círculos académicos este gesto era conocido como digitus infamis. La plebe lo llamaba de un modo más contundente.

Las caras ruborizadas de los reyes y del jerarca eran una prueba de que conocían ambos nombres.

—No deberíamos haberles ofendido con nuestra tacañería —insistió Meve—. Esta gente es muy puntillosa.

*****

El aullador de Elskerdeg volvió a aullar, el aullido se convirtió en una melodía macabra. Ninguno de los que estaban junto al fuego volvió la cabeza.

El primero en hablar, tras un largo silencio, fue Boreas Mun.

—El mundo ha cambiado. Se ha hecho justicia.

—Bueno, igual se han pasado con esa justicia. —El peregrino esbozó una sonrisa—. Sí estaría de acuerdo en que el mundo se ajustó, por decir, a una ley fundamental de la física.

—Me gustaría saber —dijo el elfo— si estamos pensando en la misma ley.

—Toda acción —dijo el peregrino— provoca una reacción.

El elfo soltó un resoplido, aunque uno bastante afable.

—Ahí le has dado, humano.

*****

—Stefan Skellen, hijo de Bertram Skellen, antiguo coronel imperial, ponte en pie. El Tribunal Supremo del imperio eterno por la gracia del Gran Sol te declara culpable de los delitos y de las acciones ilegítimas de los que has sido acusado, a saber: traición al estado y participación en una conspiración orientada a atentar criminalmente contra el ordenamiento legal del imperio, así como contra la propia persona de su majestad imperial. Tu culpa, Stefan Skellen, ha sido ratificada y probada, y este tribunal no ha observado circunstancias atenuantes. Su serenísima majestad imperial no ha hecho uso de su facultad de gracia.

«Stefan Skellen, hijo de Bertram Skellen. Desde esta sala de audiencias serás conducido a la ciudadela, de donde serás sacado a su debido tiempo. Como traidor, eres indigno de pisar la tierra del imperio y serás colocado en una rastra de madera, y sobre esa rastra serás llevado, tirado por caballos, hasta la plaza del Milenio. Como traidor, eres indigno de respirar el aire del imperio, y en la plaza del Milenio, por mano del verdugo, serás colgado del cuello en una horca, entre el ciclo y la tierra. Y allí estarás colgado hasta morir. Tu cuerpo será quemado, y tus cenizas dispersadas por el viento.

«Stefan Skellen, hijo de Bertram, traidor. Yo, presidente del Tribunal Supremo del imperio, al sentenciarte pronuncio tu nombre por última vez. Desde este momento, que sea olvidado.

*****

—¡Lo conseguí! ¡Lo conseguí! —gritó, al entrar corriendo en el decanato, el profesor Oppenhauser—. ¡Lo conseguí, señores! ¡Por fin! ¡Por fin! ¡Y funciona! ¡Da vueltas! ¡Funciona! ¡Funciona!

—¿De veras? —preguntó bruscamente, con notable esceptisismo, Jean Le Voisier, profesor de química, conocido entre los alumnos como Hedorcarburo—. ¡No es posible! ¿Y se puede saber cómo funciona?

—¡El móvil perpetuo!

—¿Perpetuum mobile? —preguntó intrigado Edmund Bumbler, profesor agregado de zoología—. ¿Tal cual? ¿No exageráis, estimado colega?

—¡En absoluto! —exclamó Oppenhauser, brincando como un chivo—. ¡Ni una pizca! ¡Funciona! ¡El móvil funcional ¡Lo he puesto en marcha y funciona! ¡Funciona sin parar! ¡Sin descanso! ¡Perpetuamente! ¡Por los siglos de los siglos! ¡No hay palabras para describirlo, colegas, es algo que hay que ver! ¡Venid a mi gabinete, deprisa!

—Estoy desayunando —protestó Hedorcarburo, pero su protesta se perdió entre el jaleo, la excitación y el alboroto generalizados. Los profesores, los licenciados y los bachilleres se lanzaron a recoger sus togas, capas y delias, y corrieron hacia la salida encabezados por Oppenhauser, que no paraba de dar gritos y de gesticular. Hedorcarburo les despidió con un digitus infamis y volvió a su panecillo con paté.

El grupo de sabios, al que se incorporaron sobre la marcha nuevos individuos ansiosos de contemplar el fruto de treinta años de esfuerzos de Oppenhauser, recorrió rápidamente la distancia que los separaba del gabinete del afamado físico. Ya estaban a punto de abrir la puerta cuando de pronto tembló el suelo. De forma apreciable. O, más bien, con fuerza. Mejor dicho, con mucha fuerza.

Se trataba de un temblor de tierra, uno de los temblores de tierra originados por la destrucción de la fortaleza de Stygga, escondrijo de Vilgefortz, llevada a cabo por las hechiceras. La onda sísmica, partiendo del lejano Ebbing, había llegado hasta allí, a Oxenfurt.

Con un tintineo salieron volando los cristales de la vidriera que ocupaba el frontón de la cátedra de bellas artes. Cayó de su pedestal, pintarrajeado con obscenidades, el busto de Nicodemus de Boot, primer rector de la institución académica. Cayó de la mesa la taza de tisana con la que Hedorcarburo acompañaba su panecillo con paté. Cayó de un plátano del parque un estudiante de primero de física, Albert Solpietra, que había trepado a ese árbol para impresionar a unas estudiantes de medicina.

Y el perpetuum mobile del profesor Oppenhauser, su legendario invento, se movió por última vez antes de quedarse quieto. Para siempre.

Y jamás fue posible volver a ponerlo en marcha.

*****

—¡Que vivan los enanos! ¡Que viva Mahakam!

Menuda pandilla, menuda tropa, pensaba el jerarca Hemmelfart, bendiciendo el desfile con su mano temblona. ¿A quién se vitorea aquí? Condotieros venales, enanos obscenos, ¿qué clase de locura es ésta? Al final, ¿quién ha ganado esta guerra, ellos o nosotros? Por todos los dioses, hay que hacer que los reyes se den cuenta. Cuando los historiadores y los escritores se pongan manos a la obra, convendrá someter a censura sus mamarrachadas. Mercenarios, brujos, asesinos a sueldo, no humanos y toda clase de elementos sospechosos deben desaparecer de las crónicas del género humano. Hay que tachar sus nombres, emborronarlos. Ni una palabra sobre ellos. Ni una

Sobre ese, tampoco una palabra, pensó, apretando los labios y mirando a Dijkstra, que estaba contemplando el desfile con una cara de aburrimiento más que evidente.

Habrá que dar a los reyes, siguió pensando el jerarca, algunos consejos acerca de ese Dijkstra. Su presencia constituye un ultraje para la gente decente.

Es un impío y un sinvergüenza. Tiene que desaparecer sin dejar ni rastro. Que no quede recuerdo de él.

*****

Que te lo has creído, cerdo mojigato vestido de púrpura, pensaba Filippa Eilhart, a la que no le costaba nada leerle los intensos pensamientos al jerarca. ¿Te gustaría gobernar, te gustaría dictar y ejercer influencia? ¿Te gustaría decidir? Jamás. Sólo podrás decidir acerca de tus hemorroides, e incluso ahí, en tu propio culo, tus decisiones no van a ser demasiado relevantes.

Y Dijkstra seguirá por aquí. Tanto tiempo como a mí me convenga.

*****

Ya cometerás un error alguna vez, pensaba el capellán Willemer, mirando los brillantes labios de Filippa, pintados de carmín. Alguna de otras cometerá un error. Os perderá la suficiencia, la arrogancia y soberbia. Las conjuras que tramáis. La inmoralidad. La atrocidad, la perversión a la que os entregáis, en la que vivís. Todo acabará por salir la luz, se extenderá la pestilencia de vuestros pecados, en cuanto cometáis un error. Ese momento ha de llegar.

Incluso, aunque no cometáis ningún error, siempre habrá una forma de haceros pagar. Alguna desgracia caerá sobre los hombres: una maldición, una plaga, tal vez una peste o una epidemia... Entonces todas las culpas serán para vosotras. Seréis castigadas por no haber sido capaces de prevenir la plaga, por no haber sabido evitar sus consecuencias.

Vosotras cargaréis con la culpa de todo.

Y entonces se encenderán las hogueras.

*****

Había muerto un viejo gato rayado, al que llamaban Taheño en virtud de su pelaje. Murió de un modo atroz. Se revolcaba, se ponía en tensión, arañaba la tierra, vomitaba sangre y flemas, sufría convulsiones. Además, padecía disentería. Maullaba, aunque eso no fuera digno de él. Maullaba de un modo lastimero, silencioso. No tardo en decaer.

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