La dama número trece (20 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La dama número trece
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—Aún debemos comprobar algo. —César tomó aliento y lo expelió lentamente como si siguiera las precisas instrucciones de un profesor de gimnasio.

Volvieron a enfrentarse a la horrenda visión de Rauschen. César desplazó el camisón hasta descubrir el vientre. Más allá del pubis desaparecían las huellas de las vejaciones, pero había otra cosa.

—Aquí está —dijo con un tono de voz extraño.

El verso se agazapaba alrededor del ombligo dando dos vueltas casi completas en espiral. Estaba escrito en versalitas pequeñas, con caligrafía torpe pero legible, en tinta negra aún húmeda.

MIXT WITH TARTAREAN SULPHUR AND STRANGE FIRE

—Milton —dijo César—.
El paraíso perdido
, la obra que Herberia le inspiró. Terrible ironía. Lo reescribirían periódicamente, la tinta está fresca... Sin duda, esta filacteria era lo que le producía el estado de coma... —Se inclinó y apoyó una oreja en el pecho—. Nada. Está muerto... Todo era una patraña: los cuidados paramédicos, la «compañera» de las noches... Son sectarios, sin duda... Pero hoy han querido eliminarlo, y antes se han divertido de lo lindo con él... —Lanzó un suspiro y se apartó del cadáver—. Por lo menos, ha llegado, al fin, la paz para el pobre Rauschen... si es que existe algo que pueda denominarse «paz» en un mundo donde la poesía se ha convertido en una forma de tortura —agregó sombríamente.

Rulfo contempló el cuerpo mil veces vejado del profesor austriaco y se volvió hacia César.

—Vamos a buscar esa biblioteca.

Era preciso encontrar alguna forma de detenerlas, pensaba. Algún modo de acabar con la secta de las damas. Y estaba convencido de que Rauschen lo había descubierto y había pagado caro por ello.

La hallaron en la segunda planta. La habitación hacía las veces de despacho. Se aseguraron de que las cortinas estaban echadas y encendieron la luz del escritorio. Estanterías repletas, un ordenador y un busto de Rauschen constituían los objetos más llamativos. César se sentó frente al primero, lo puso en marcha y sacó el disco compacto virgen que había traído consigo.

—Perfecto —dijo examinando la máquina—. Tiene grabador. —Empezó a teclear—. No espero encontrar grandes cosas, porque habrán hecho desaparecer todo lo importante, pero me gustaría disponer de algún tiempo para comprobarlo...

Rulfo, mientras tanto, echó un vistazo a los libros. Eran, sobre todo, obras de grandes poetas, como en casa de Lidia Garetti. También había ensayos de teoría de la literatura. Nada extraño, nada que oliese ni de lejos a brujería.
Pero es que la brujería es esto
, pensó de repente al leer los nombres de Goethe, Hölderlin, Valéry, Mallarmé, Alberti, Propercio, Machado... Tropezó con una versión de las
Soledades
y sintió como si recibiera un impacto en el rostro. Siguió buscando. No encontró ni un solo ejemplar de
Los poetas y sus damas
.

Dejó a César pendiente del ordenador y registró el resto de la planta superior: un dormitorio, un cuarto de aseo, un cuarto de huéspedes... Apenas había ropa u otros objetos personales, como si Rauschen hubiera decidido trasladarse allí casi exclusivamente con sus libros y lo que llevaba puesto. Luego regresó a las escaleras y descendió a la planta baja. Quería terminar de recorrer toda la casa. Atravesó el silencioso comedor y enfiló el pasillo donde se encontraba la habitación de Rauschen. Pero, antes de llegar a ella, se paró en seco, aturdido.

La luz del flexo seguía encendida. Sin embargo, creía recordar que César la había apagado antes de salir. Estaba casi seguro.

No. Se equivocaba. Lo pensó mejor y recordó que habían olvidado apagarla. La luz estaba encendida porque ellos mismos la habían dejado así. Lo que le ocurría era que la visión de aquel cuerpo torturado le había puesto muy nervioso. Jamás había contemplado un cadáver, menos en ese estado. Se obligó a tranquilizarse.
Es solo un hombre muerto
.
Además, no vas a entrar ahí: vas a registrar el resto de las habitaciones.
Respiró hondo, continuó avanzando, pasó frente al cuarto y echó un vistazo fugaz.

Herbert Rauschen estaba sentado en la cama con las piernas colgando por fuera.

Rulfo sofocó un grito y retrocedió hasta que la pared del pasillo le detuvo. El espanto lo petrificó frente a la entrada de la habitación, incapaz de hacer otra cosa que mirar.

Lo más horrible de todo era que le parecía evidente que Rauschen seguía estando muerto: las tijeras, lancetas y clavos continuaban incrustados en sus piernas y genitales; su boca seguía abierta y vacía; los ojos se hallaban cerrados. En la flaca garganta, pudo distinguir, incluso, el abultamiento de la lengua a medio tragar. De sus horrendas heridas no manaba sangre. Estaba muerto.

Pero alargó un brazo flaco como un alambre, se apoyó en la mesilla de noche y se levantó.

Por un momento pareció como si fuera un niño pequeño que aún no hubiese aprendido del todo el juego de las articulaciones. Dio un paso, luego otro, en línea recta, en dirección a la salida, como si avanzara a la fuerza arrastrado por una voluntad mas poderosa. Sus ojos seguían cerrados y su cabeza se bamboleaba sobre un hombro como la de un muñeco roto. Los instrumentos clavados en sus piernas producían extraños sonidos de adorno colgante.

Rulfo, que permanecía quieto en el umbral como una puerta de carne, se sintió incapaz de apartarse cuando el cuerpo del anciano llegó hasta él. Entonces Rauschen abrió los ojos

la puerta

y lo miró.

—¡Déjalo pasar! —balbució una voz desde el infinito. Era César. Acababa de bajar en aquel momento y asistía horrorizado a la escena—.
¡No lo toques! ¡Déjalo...!

Rulfo se apartó mecánicamente, casi sin proponérselo, comprendiendo que ya estaba condenado para siempre. Porque la mirada que le había dirigido aquel rostro clausurado constituiría —lo supo en ese mismo instante— uno de esos secretos prohibidos por la lógica y el lenguaje
(está vivo)
que se encierran inútilmente en la memoria durante toda una existencia
(está vivo, está vivo, Dios mío)
y jamás son revelados, ni expresados, ni tan siquiera recordados conscientemente.

Ya estaba condenado, y lo supo: ya poseía un secreto.

El cuerpo de Rauschen pasó junto a él con lentitud de niño que nace, giró en el pasillo y continuó su horrible peregrinaje.

De repente comprendieron adónde se dirigía.

La puerta se cerró

Lo siguieron como acólitos de un extraño ritual en el que Rauschen fuera el único sacerdote. Por fin lo vieron detenerse frente a la puerta del misterioso cuarto y empujarla. Las luces del techo se encendieron. Rauschen entró.

La puerta se cerró en silencio.

Aquel silencio les pareció mucho peor que todo cuanto habían experimentado hasta entonces. Pálido como la nieve sobre un cementerio, César dio dos pasos hacia la puerta. Pero Rulfo lo detuvo.

Sugiero que

—Espera, no...

no miréis más, signor Milton.

Su ex profesor replicó algo ininteligible; algo que, por extraño que fuese, nada tenía que ver con Rauschen sino con la poesía. Luego, con un gesto violento, apartó a Rulfo de su camino, se acercó a la puerta y la empujó. Rulfo sospechó que ya no era el destino de Rauschen lo que importaba a César: quería seguir
descendiendo
, deseaba contemplar el abismo desde el borde, ese abismo del que le había hablado, y, quizá, arrojarse de cabeza a él.

Vacío

Entonces lo vio detenerse y mirar hacia el interior de la habitación iluminada al tiempo que se llevaba la mano a la boca para reprimir un grito o un vómito, y supo con total certeza que contemplar lo que había más allá, lo que estaba sucediéndole a Herbert Rauschen (cuyo denso silencio se le antojaba casi más insoportable que la visión de su cadáver animado) era otra forma de morir. Sin embargo, también se dio cuenta de que cualquier intento por su parte de evitar mirar sería fútil.

Estaba condenado

vacío, oscuridad

para siempre, al igual que César.

Vacío. Oscuridad.

—Escucha: a Susana debemos protegerla. Tú tenías razón. Debemos protegerla. Ya inventaré algo... Le diré algo que le afecte. La obligaré a dejarme.

El interior de la cabina del avión que los llevaba a Madrid al amanecer estaba casi a oscuras. Los pasajeros aprovechaban para dormir antes de enfrentarse a la ciudad, pero ellos se sentían incapaces de cerrar los ojos.

No podían hacerlo, porque sabían que dentro de sus párpados aguardaba Herbert Rauschen.

Rulfo sospechaba que se quedaría para siempre allí, en la oscuridad orgánica de sus pupilas, en las esquinas y pliegues de sus cerebros, esperando cada noche el definitivo instante en que el sueño los venciera para volver a brotar, con sus tristes gemidos y su dolor de réprobo, de condenado eterno.

—Tenías razón... —repitió César—. Debemos apartarla de esto.

Sentado junto a Rulfo había un hombre desconocido.

El ex profesor, ex amigo, ex diablo.

El César que representaba a Sade; que jugaba a blasfemar en ceremonias de drogas y parejas intercambiables en la oscuridad; que sonreía con llamas en los ojos sintiéndose «elegido». El César de los misterios y prodigios, del ateísmo fácil, del sadismo de alcoba. Aquel individuo había desaparecido de repente. El hombre que ahora se sentaba junto a él tenía la expresión exangüe y asombrada de las víctimas que fallecen en momentos imprevistos: durante un acto de amor, en plena calle, al entrar en casa. Sobre su cabello y su rostro el tiempo había arrojado, de golpe, la arrugada nieve de diez años más.

—¿Y tú, qué harás? —preguntó Rulfo.

César lo miró como si la pregunta le pareciera inexplicable.

—¿Yo? Supongo que lo mismo que tú: intentar defenderme... Me he llevado de casa de Rauschen un CD grabado con todos los archivos que he podido extraer de su disco duro. El castigo al que le han condenado... Ese
terrible
castigo, es la prueba, tiene que serla, de que se convirtió en un
peligro
para ellas... ¿Por qué? Intentaré descubrirlo. Quizá halle la forma de... No sé ... Trataré de ser una espina difícil de tragar, aunque no creo que eso les importe demasiado... —Su voz se hizo débil, casi un susurro—. No son seres humanos, Salomón. Ignoro si lo fueron alguna vez, pero han perdido esa cualidad. Podrán ser muy hermosas y bailar bajo el sol de la Toscana, pero no son mujeres, ni hombres, ni cosas vivas...

—¿Qué son?

César pareció considerar gravemente aquella pregunta.

—Brujas —murmuró—. Quizá podamos llamarlas así. No tienen nada que ver con el culto al diablo, pero puede que ese nombre las defina con exactitud. «Musas» me parece más espantoso. No, no... —Sacudió la cabeza de un lado a otro, con fuerza—. No puedo pensar en ellas como «musas»... Y, a pesar de todo... ahora estoy seguro de que la poesía nos ha engañado...

La voz de la sobrecargo anunció que estaban aproximándose a Madrid, pero ni César ni Rulfo la creyeron. Para ellos, aquella información era falsa. No estaban aproximándose a ninguna parte: continuaban en la oscuridad, en el espacio irrespirable.

Seguían contemplando a Rauschen de pie en aquella piscina de azulejos. Y veían cómo las tijeras y bisturíes se desprendían como tallos de sus piernas y los hematomas y heridas se angostaban hasta desaparecer. Y sus huesos escupían los clavos que los penetraban y los orificios se cerraban tras ellos. Y su corazón volvía a latir, y la sangre se derramaba y desaparecía por el tragante, y la piel se cerraba sobre la sangre como una escotilla sobre el oleaje. Y la lengua cortada regresaba a su raíz dentro de la boca con gestos de culebra. Y los pulmones, con un soplo de hojarasca removida, respiraban otra vez. Y Herbert Rauschen, tras el impenetrable
silencio
de su enésima muerte, recobraba la voz y podía, al fin,

gemir

y regresaba a la cama y se tendía boca arriba antes de sumergirse en la rigidez del nuevo día.

No era la primera vez que lo torturaban, lo habían comprendido de repente. No era la primera vez que lo
mataban
.

Sumido en la desesperación, Rulfo había intentado hacer algo, pero César había impedido que colocara la almohada sobre el rostro del anciano. «No podrás matarlo», le había dicho. «Es decir, sí, lo asfixiarás... y el verso de Milton lo revivirá una y otra vez, ¿es que no lo entiendes?»

Una y otra vez. Incluyendo la conciencia. Incluyendo la cordura. La sensibilidad de cada una de las células. Listas para ser devoradas de nuevo.

Qué se siente cuando un verso te destroza sin límite.

—La poesía nos ha engañado —continuó César con su voz átona—. Piensa en unos niños que jugaran con un misil sin saber para lo que sirve. Dirían, por ejemplo: «Qué bellos colores tiene». A partir de entonces construirían objetos parecidos. Seguirían sin conocer su peligro real, pero no les importaría. Todo lo contrario, les parecería maravilloso jugar con artefactos tan bonitos. —Hizo una pausa. El avión inició el descenso—. Los niños se llamaron, entre otros, Virgilio, Dante, Shakespeare, Milton, Hölderlin, Keats...
Ellas
los veían jugar y los animaron a seguir jugando... porque, de repente, uno de esos artefactos funcionaba... Y el niño que lo había fabricado no lo sabía... Sí, hasta mi abuelo les interesó, sin duda... ¿Acaso los versos de poder han de ser los más estéticos, los mejores...? No. Trabajamos con la muerte cada vez que hacemos poesía. Coqueteamos con el horror cada vez que hablamos... Palabras y palabras dichas al azar. Imagina cuántas: las de un loco, las de un niño, las de un actor en el teatro, las de un criminal, las de su víctima... Palabras formando la realidad... Sonidos que pueden destruir o crear. Un suelo de sonidos, un mundo de sonidos donde la poesía es el máximo poder... ¿Qué ocurriría si tú o yo fuéramos capaces de controlar ese mundo tan frágil, Salomón...? Es casi lo mismo que preguntarnos qué sucedería si nos convirtiéramos en dioses. Y eso es lo que son
ellas
. —Un leve golpe les indicó que habían aterrizado. La voz de César, sin embargo, siguió en el aire un instante más—. ¿Sabes...? Tenían razón los que creían que la poesía era un regalo de los dioses...

La cita sería dentro de tres días, pero no se lo había dicho. Incluso le había dado a entender, al separarse de él en el aeropuerto, que quizá no volvieran a interesarse por ellos. Pero sabía que César no le había creído.

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