—Susana...
La abrazó casi sin pensar en lo que hacía. Apretó su cuerpo contra el suyo mientras la sentía sollozar. Se preguntó si sería cierto lo que ella decía. ¿Acaso la muerte de Beatriz lo había vuelto propenso a dejarse llevar por absurdas fantasías sobre brujas?
—No te dejaré... —decía ella—. Ya no te dejaré nunca...
Un débil pitido procedente de su reloj le anunció que la hora había llegado. Aún abrazado a Susana, miró a su alrededor con el miedo en el rostro. Pero todo seguía a oscuras y en silencio. Solo se escuchaba la respiración de ambos. Si las damas rondaban cerca, eran tan tenues como los rayos de la luna. Tomó la cara de Susana entre las manos y le sonrió. Ella, con los ojos brillantes, le devolvió la sonrisa.
—De acuerdo. Te diré lo que vamos a hacer. Nos marcharemos juntos... Iremos a casa de César, hablaremos con él y... —De pronto, el rostro de Susana quedó rígido bajo sus manos, su sonrisa se esfumó, los ojos se perdieron en los párpados hasta mostrar el blanco de las escleróticas—. ¿Susana...?
—Señor Rulfo —dijo entonces ella, con otra voz.
Rulfo sintió una brusca andanada de escalofríos y retrocedió. Había reconocido aquel tono: era el oleaje repleto de infinitos ecos con que la niña le hablaba.
—Sígame, señor Rulfo.
El cuerpo de Susana dio media vuelta, tembloroso, los ojos aleteando sin pupilas, y comenzó a caminar tambaleante como si no fuera más que una muñeca a la que una niña gigantesca hubiese cogido para trasladar de un sitio a otro. A Rulfo le recordó la forma de andar del cadáver de Rauschen.
—Sígame —repitió la voz.
Avanzó detrás de aquella figura hasta el fondo del almacén. Fue un trayecto terrible y enloquecedor que realizó como si estuviera inmerso en una pesadilla. Entonces las vio. Tan sencillo como eso.
Un círculo de mujeres desnudas de pie sobre la desolación de los escombros, cogidas de la mano, inmóviles en la oscuridad.
El hecho de contemplarlas por fin en la realidad no le alivió. Por el contrario, le produjo una sensación de impotencia, de indefensión, como si de repente hubiese comprendido que ya no servía ninguna excusa: ni la locura, ni la pesadilla, ni el engaño. Allí estaban, frente a él. Las damas. Eran
reales
, como los versos. No había remedio. Entonces, al acercarse más, se dio cuenta de que carecían de rostro y de pelo, y sus articulaciones se hallaban segmentadas por hendiduras tajantes. Comprendió que eran maniquíes, muñecas de tamaño natural, figuras de escaparate sin ropa ni peluca colocadas en círculo en el interior de aquel almacén. Desconcertado, se volvió hacia Susana.
—¿Dónde estáis?
—En realidad, estamos aquí —dijo la voz, tan carente de expresión como el rostro del que emergía—. Pero la realidad es grande, señor Rulfo. Entréguenos la imago.
—¿Cómo sé que después nos dejaréis marchar?
—Entréguenos la imago —repitió la cosa, y extendió la mano con la palma hacia arriba.
—No —dijo Rulfo—. No hasta que abandones el cuerpo de Susana y la dejes irse.
Escuchó un aleteo de palabras. Un suavísimo verso (quizá Mallarmé, no logró identificarlo) se deslizó hacia él como una serpiente áspid, hermoso, francés, culebreante. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que sucedía, la figura de cera salió disparada de su bolsillo y cayó en la mano de Susana, que cerró el puño. Rulfo dio un paso adelante, confuso.
—No puedes quitármela... ¡No puedes tener la imago si yo no te la doy!
—Cierto. —La cosa que hablaba por la boca de Susana abrió la mano: una pequeña llama incendiaba la figura—. Pero esto
no es la imago
.
A la luz de aquella llama Rulfo pudo distinguir la cera derritiéndose.
Y, mientras el mundo perdía por completo las dimensiones para él, contempló la figurita que apareció debajo, tan semejante a un soldado de plástico.
E
l ruido la despertó enseguida. Un rumor leve pero inequívoco, como si alguien hubiera entrado en la habitación.
Recordó que la puerta y la ventana se hallaban bloqueadas: después de lo ocurrido el día anterior, ella misma las había reforzado con las sillas y el pequeño escritorio. Nadie hubiese podido penetrar por sorpresa en el reducido espacio de aquel cuarto de motel, de eso estaba segura.
Sin embargo, alzó la cabeza y miró hacia la oscuridad. Antaño, Raquel no se habría preocupado más y hubiera intentado conciliar el sueño, pero ella ya no era Raquel del todo: ahora era alguien que sabía que los ruidos en la oscuridad son peligrosos.
Rastreó con la mirada todo lo que le permitían las tinieblas. No quería encender la luz para no despertar al niño, que dormía a su lado. No vio nada extraño y pensó que el ruido podía proceder de otra habitación. En ese instante sintió que el pequeño se incorporaba, tenso. Su sueño era tan tenue como el de ella.
—Sssh —murmuró, acariciándolo—. No pasa nada.
No deseaba asustarlo innecesariamente. Además, lo más probable era que, en efecto, se tratara de una falsa alarma. Pero prefería cerciorarse del todo.
Con cuidado, sin dejar de abrazar al niño, tanteó con la otra mano en la mesilla hasta dar con el interruptor de la luz. La repentina claridad la hizo parpadear.
Patricio se encontraba de pie frente a ellos, con los brazos cruzados. Vestía como siempre: cazadora y vaqueros, todo muy nuevo y relativamente limpio. Entre el bigote y la perilla se curvaba como una navaja su amplia sonrisa.
Paradójicamente, tras el horror inicial, verlo allí, saludable e íntegro, casi le devolvió la tranquilidad.
Estoy soñando
, fue lo primero que pensó. Intentó incorporarse, pero, fuera un sueño o no, la aparición alargó la mano, atrapó su tobillo con fuerza desconocida y brutal y tiró de ella sacándola de la cama y arrojándola al suelo. El golpe contra la moqueta fue muy real, y durante un segundo la muchacha no reaccionó.
Entonces oyó el grito del niño.
Se incorporó y vio que Patricio lo había cogido del cuello como se cogen las serpientes y lo alzaba en vilo, dejándolo forcejear en el aire. La muchacha ignoraba si aquello seguía siendo una pesadilla, pero no titubeó más: se levantó, cogió la lámpara de la mesilla y, por un instante, la luz entre sus manos se convirtió en un relámpago mudo y rebotó en las paredes. El hombre repelió su ataque con inmensa facilidad y la pantalla saltó por los aires.
—Buen golpe —dijo Patricio sonriendo.
Descargó el puño a su vez, y la muchacha recibió en el pecho un impacto que le cortó la respiración. Boqueando, retrocedió hasta dar contra la pared y cayó al suelo. Entonces Patricio se acercó, sujetando al niño todavía, y se inclinó sobre ella. La luz volcada de la lámpara otorgaba a su semblante un teatral aspecto de diablo.
—Has intentado engañarnos, Raquel. Le diste a ese estúpido una figura falsa y has escondido la verdadera. No es buen momento para jugar.
La muchacha lo miraba con ojos desorbitados, buscando en vano algún tipo de máscara, de disfraz.
—¿Te sorprende verme...? Bueno, la verdad es que no me dejaste en buen estado, lo confieso. Pero todo tiene solución en esta vida: un amigo me visitó cuando tú te marchaste y me devolvió... la estabilidad. Lo cual no significa que
no me doliera
lo que me hiciste... —En ese instante su rostro adoptó el color rubí de un buen vino y se cubrió de ampollas de quemadura reciente—. Me dolió más de lo que supones... —Sus ojos reventaron simultáneamente, como globos en una fiesta, anegando de sangre las cuencas y derramándose sobre ella. En su pantalón estalló un clavel líquido—. ¿Por qué apartas la cara? Fuiste tú la que me hiciste todo esto... —El voluminoso cuello se abrió como una segunda sonrisa bajo la primera y brotaron arterias, nervios y músculos. La sangre se coaguló, la piel se hinchó y adoptó otra tonalidad. Empezó a heder—. Pero ¿sabes qué? —El cadáver de Patricio se descomponía ahora ante sus ojos a ritmo acelerado. La lengua, azul e inflamada, apenas podía moverse en el interior de la boca—.
Algg-gguien me ayudó a regg-gresar..
. —Con una mano se abrió la cazadora. La muchacha pudo ver las palabras escritas en su torso:
Los novios sean novios en eternidad
.
Junto a Patricio, en la habitación, había aparecido otra persona. Unas gafas negras y una sonrisa segmentaban su rostro. Cuando tendió la mano hacia ella, la muchacha lanzó un último grito.
Hubo un momento en que creyó que estaba de pie. Le pareció muy extraño ver, por tanto, sillas en las paredes. Luego despertó del todo y giró en el océano sólido de una cama. Escuchaba los latidos de su corazón y el cristal rítmico de un piano remoto.
No sentía dolor ni malestar. Vestía su ropa de siempre. Se hallaba en una habitación grande y decrépita. El último lugar donde recordaba haber estado era un sucio y oscuro almacén de las afueras de Madrid, e ignoraba dónde podía encontrarse ahora y cómo había llegado hasta allí. Se levantó y se acercó a la ventana. Una tupida red de árboles se abría paso a lo largo de un jardín otoñal. Más allá lucía el sol.
Pensó que la puerta estaría cerrada, pero no lo estaba. Al abrirla, Chopin invadió sus oídos. Advirtió unas escaleras que descendían. Las bajó y desembocó en un salón. Una muchacha, de espaldas a él, se enfrentaba a la dificultad de un teclado clásico. Su pelo era una cascada rubia que llegaba a ocultar el taburete donde se sentaba. La otra persona era una señora madura y corpulenta, con gafas de montura metálica, jersey crema y falda lisa, que animaba una vieja mecedora. Al ver a Rulfo se levantó presurosa.
—¡Señor Rulfo, qué alegría conocerle!
Le tendió la mano. Él se la estrechó y notó vello en el dorso. Parecía un hombre travestido. Su maquillaje de albayalde espeso rozaba lo ridículo, con labios muy rojos y pestañas derrochando rímel. La peluca, de color castaño oscuro, ondulaba en pequeños bucles. Sobre sus orondos pechos brillaba una especie de broche: la cabeza de una cabra, quizá. Hablaba en perfecto castellano con cierto deje francés y timbre chirriante, afeminado.
—¿Me concedería parte de su tiempo para enseñarle la casa? Venga conmigo... Cuidado con esa silla...
La muchacha del piano había dejado de tocar y lo miraba en silencio. Rulfo, aún confuso, siguió los rápidos pasitos de la mujer obesa. Atravesaron el salón y accedieron a una especie de porche de piedra con techo de artesonado lacunar. Daba a un espléndido jardín. Un sinfín de mariposas lo visitaba en un silencio excelso. Eran un verdadero enjambre. El sol cenital denunciaba el mediodía.
—Todavía está un poco mareado, ¿no...? Es comprensible... Pero apresúrese... ¡Hay tanto por ver...! Esta mansión es enorme... Yo soy la encargada de atender, de recibir, de orientar... Soy la adoratriz, podríamos decir. Mire, en esa zona —señaló mientras caminaban— hay naranjos. Tenemos buenas naranjas. También piedra labrada. Ninfeos y fuentes secas. Lápidas. Y un obelisco a la entrada, al otro lado, con relieves en egipcio copto. Los paisajes que nos rodean son los más bellos de Provenza...
Provenza
, pensó Rulfo.
La sede de Provenza, la mansión donde se reúnen
. Ignoraba cómo lo habían llevado basta allí y cuántos días habían transcurrido.
—El jardín tiene un
topiary
de boj que desde aquí no puede verse. Está cerca del obelisco. También hay una estatua sedente de una diosa de largo cabello con un verso de Rosetti grabado en la base... Ah, y un templete bastante antiguo... En esta ala se encuentran los rapsodomos. ¿Ha visto cuántas mariposas...? En los sótanos hay cámaras destinadas a uso particular, pero en las festividades solemos reunirnos en el jardín, alrededor de un cenador precioso... Por cierto, esta noche habrá fiesta. La verdad es que venimos muy poco. En caso contrario, lo tendríamos todo mejor cuidado.
—¿Dónde está Susana? —preguntó Rulfo, luchando por aclarar sus pensamientos.
La mujer se detuvo y lo miró con expresión azorada, casi cómica.
—No diga esas cosas, por favor. Seamos discretos. Esta noche podremos hablar con calma. Mientras tanto... —Se puso un dedo en los labios. La uña tenía color de fresa—. Chitón. Lo mejor es reservarse. Aquí, las paredes oyen. De hecho, a veces hasta. responden. —Rió mostrando una dentadura teñida de carmín—. ¿Puedo apoyarme en su brazo...? Gracias. Me duelen los pies una barbaridad. Estos zapatos me están matando... Ah, mire, un rapsodomo. —Indicó el interior de una cámara sin ventanas cuya única puerta se abría a la galería. Dentro había oscuridad, pero podían distinguirse densos cortinajes y suelo alfombrado. Rulfo pensó que era una réplica bastante fiel de la habitación azul de Lidia Garetti. Las mariposas entraban y salían de ella como confeti policromo—. En el interior de los rapsodomos el recitado sale mucho mejor, porque el sonido es más puro... Esta casa es un panal de habitaciones vacías... ¿Sabe que me gusta su barba, caballero...? A mí me habría encantado tener una barba así, pero también unas tetas más pequeñas. Lamentablemente, lo único que he conseguido es un trasero más o menos digno. Es bonito pasear con usted. Deberá prepararse para la fiesta. Y espero que me pida el primer baile, ¿prometido...?
—¿Qué fiesta?
—¿No se lo dije ya? —La mujer parecía repentinamente irritada—. ¿O es que no me escucha...? ¡Odio que no me escuchen...! ¡La fiesta de esta noche...!
—¿Raquel también está aquí?
—Es usted un burro. Muy guapo, pero muy burro. Le suplico que no insista más.
La mujer dobló la esquina en el recodo final tirando del brazo de Rulfo. El jardín y la galería proseguían, pero su guía se detuvo ante una puerta cerrada, sacó una llave y la abrió, revelando una reducida cámara con hedor a aseo público. Parecía, en verdad, un cuarto de baño que no hubiera sido limpiado durante meses. En las tinieblas del fondo se removía una sombra.
Era Susana.
Rulfo se apartó de la extravagante mujer obesa, entró en la cámara y se arrodilló junto a ella.
—¿Te han hecho daño?
Susana negó con la cabeza. Se mordía las uñas. Su ropa estaba sucia y el abrigo rojo había sido arrojado a un lado, pero ella parecía indemne.
—Me sabe mal tener que abandonarles —dijo la mujer en tono cantarín, de pie en el umbral—, pero... ah, el deber es el deber. Y yo soy la encargada de prepararlo todo. Qué calor dan estas enaguas... Les veré por la noche, en la fiesta. Recuerde que me ha prometido el primer baile —agregó, y se marchó cerrando la puerta con dos vueltas de llave.