la tumba en llamas
Entonces se levantó.
La tumba en llamas. Abriéndose.
De repente hacía frío. Un frío violento y estremecedor, como un seísmo.
Surgió en el umbral, perfectamente recortada por la luz del pasillo, y se adosó a la espalda de Patricio como una capa. Era una silueta de mujer, pero él la sintió como algo helado que le tocara. Se volvió instintivamente y la vio, de pie en la puerta. Hizo una mueca.
—¿Y ahora qué pasa, húngara?
—Patricio —dijo la muchacha dulcemente, acercándose—. Tu café ya está.
Fue entonces cuando él se dio cuenta del objeto que ella sostenía: la cosa de la que escapaban nubes de vapor y siseos de serpiente.
Antes de que pudiera reaccionar, ella le arrojó el contenido de aquel objeto a la cara.
Ahora, todo consistía en no perder tiempo.
El hombre retrocedió, llevándose las manos al rostro y lanzando chillidos de animal en el matadero.
—¡Mis ojos...! ¡Mis ojos...!
Volvió a alzar el brazo y le golpeó en el cráneo con la base de la cafetera. No demasiado fuerte, sin embargo. No quería matarlo, solo dejarlo inconsciente, o, al menos, aturdirlo. Cuando el hombre cayó de bruces, arrojó la cafetera al suelo y lo sacó a rastras de la habitación, tirando de su camisa hasta romperle varios botones. Dentro del cuarto quedaron otros gritos, pero no le importaban de momento.
Arrastró al hombre por el pasillo sin que le costara gran esfuerzo. No se sentía cansada. No se sentía nada. Al llegar al salón lo soltó, dejándolo boca arriba. El vientre del hombre emergía como el dorso de una ballena cubierta de pelo. El golpe lo había conmocionado, pero ahora estaba despierto. Respiraba con dificultad, las manos agarradas a la cara. Y sudaba.
—¡Mis ojos...! ¡Están quemados...!
—Espera.
Se agachó, buscó en los bolsillos del pantalón del hombre y sacó un pañuelo doblado, aunque sucio, con cierto olor a colonia.
—¡Puta, me los quemaste...! ¡Mis ojos...! ¡Los voy a perder...!
—No. No los perderás.
Se dirigió a la cocina y empapó el pañuelo en agua. Hizo una bola con él. Luego abrió el cajón del armario y sacó los objetos que iba a necesitar. Regresó al saloncito.
El hombre seguía en el suelo y había rodado hasta quedar de lado. Mantenía las manos sobre el rostro y las piernas encogidas.
—¡Dios, Virgen santísima...! ¡Me quedaré ciego...! ¡Trae agua...!
—Sí.
Rozó su mejilla con el pañuelo mojado. Agradecido por aquel contacto, el hombre giró buscando a ciegas el húmedo alivio. Ella le aplicó agua en los párpados inflamados, exprimió el pañuelo sobre su rostro y volvió a aplicarlo con suavidad. Estuvo un rato así hasta que las quejas del hombre amainaron. Entonces le separó uno de los párpados cuidadosamente, aunque no pudo evitar que diera un nuevo alarido.
—¡Qué haces, puta...!
—¿Puedes verme?
—Sí —gimió Patricio volviendo a cerrar el ojo con rapidez.
—No te has quedado ciego.
—No... Pero me arden, coño, me siguen ardiendo...
—Mírame.
—¿Qué?
—Mírame, Patricio.
Los párpados, hinchados y rojizos, se entreabrieron con dificultad. De pronto Patricio se olvidó del dolor de las quemaduras.
la mujer
Había cambiado, y él se dio cuenta de inmediato. Su rostro era el mismo de siempre, pero había
cambiado
como cambia, sutilmente, sin instrucciones visibles, un embrión anónimo e indiferenciado, una criatura sin rasgos ni formas que, de repente, se hubiese convertido en algo concreto, definido; algo que había nacido, crecido y madurado hasta hacerse adulto. Y peligroso.
la mujer, de pie
—¿Quién... quién eres? —preguntó Patricio, confundido.
Fue lo último que pudo decir. La muchacha le introdujo el pañuelo aún húmedo en la boca con tanta fuerza que uno de sus incisivos se partió en la encía con un crujido de pistola disparada y lo anegó entre grumos de sangre y náuseas. La bola de tela, rígida como una piedra, le produjo arcadas al rozar la úvula. Creyó que se asfixiaría. De repente se dio cuenta de que ella le había dado la vuelta y estaba atando sus manos a la espalda con un trozo de cuerda.
¿Raquel...? Pero... ¿Era RAQUEL?
Intentó resistirse: se revolvió, lanzó patadas y
la mujer, de pie, fuera de la tumba
gruñó bajo la mordaza.
Pero guardó un silencio mortal cuando vio el cuchillo de cocina que ella sostenía.
La mujer, de pie, fuera de la tumba
Alzando las manos para recibir palabras. Palabras emigrantes que volaban como palomas de fuego.
Hundió la afilada punta en el otro ojo.
A su mente, como a una tierra de verano, regresaban bandadas de palabras.
Por un instante se detuvo y contempló la sangre. Se limpió en su camisa y dejó diez surcos rojos, diez caminos espesos y húmedos. Volvió a coger el cuchillo.
Palabras de uñas afiladas, palabras hambrientas que llenaron los cielos, ocultando el sol.
El hombre musitaba bajo la mordaza, pero ella sabía que no decía nada en realidad: solo profería una divagación inconexa. La humedad de su pantalón y el hedor a letrina olvidada le hicieron saber que había vaciado la vejiga y los intestinos.
Palabras aferrándose a su recuerdo.
Dejó el cuchillo un instante para abrirle la cremallera de los pantalones.
Luego volvió a cogerlo.
Rulfo llegó antes del anochecer, cruzó el patio y golpeó la puerta deseando que Raquel se encontrara en casa.
Se encontraba.
Parecía que acabara de salir del baño: llevaba una toalla anudada a los pechos y su cabello se espesaba húmedo sobre los hombros. Pero algo le había ocurrido. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos y sus mejillas exangües. Mostraba un hematoma en el labio inferior.
—¿Qué ha pasado, Raquel?
La muchacha no se movía, no hablaba.
—Tengo mucho miedo —dijo, trémula.
—¿Miedo? ¿De qué?
Escuchó su respuesta mientras la abrazaba.
—De mí.
S
e lo confesó todo. Le dijo que no se había limitado a matarlo: se había ensañado cruelmente y luego había sentido miedo. Le parecía que había hecho algo prohibido, aunque no creía que fueran remordimientos. Sabía que quitarle la vida, sin mas, a aquel hombre, era una especie de regalo inmerecido para él. Las cosas que le había hecho, la forma en que la había vejado durante años... Todo aquello reclamaba una venganza apropiada. Sin embargo, pese a repetirse a sí misma que no debía sentirse culpable, había tenido la extraña impresión de que no había sido ella quien había tomado la iniciativa en los peores momentos.
—No sé lo que me pasó. Fue como si me volviera loca. No lo entiendo.
Rulfo sí era capaz de entenderla. No necesitaba mas explicaciones que aquel hematoma que veía en su labio. Patricio la había explotado hasta el límite de la resistencia física y mental, y ella había decidido responder. El simple hecho de que ahora se sintiera tan horrorizada demostraba, a sus ojos, que no era ninguna asesina.
—No tuviste la culpa —dictaminó—. Solo te defendiste.
El comedor olía a jabón, como ella. La muchacha lo había limpiado antes de que él llegara, aunque todavía quedaban restos entre las baldosas, los zócalos y las patas de los muebles. Lo que más intrigaba a Rulfo era un grupo de velas casi consumidas adheridas a un plato sobre la mesa. Había detectado el inconfundible olor de la cera quemada nada más llegar, y le pareció que quizá la muchacha había necesitado mucha luz para limpiarlo todo. Sin embargo, a través de la tela estampada de la ventana penetraba aún bastante claridad.
En el suelo, entre ambos, brillaba el collar con el nombre de Patricio grabado en la delgada placa. Ella acababa de arrancárselo.
—¿Dónde está? —preguntó Rulfo.
—En el dormitorio.
Fue hacia allí. El cadáver se encontraba en el suelo, junto a la cama, cubierto con sábanas. Le pareció una imagen escalofriante y casi simbólica, con aquellos espejos multiplicando la horrenda figura por la habitación. Pero, cuando se acercó y levantó un extremo de la sábana, comprendió que aún no lo había visto todo. Aunque para él era un hombre desconocido, tuvo la certeza de que ni su propia madre lo habría podido identificar.
Durante un instante permaneció contemplando aquella cosa y preguntándose qué iban a hacer a continuación. Ni pensar en llamar a la policía, desde luego. Eso solo les traería complicaciones, y quién sabe qué clase de cargos pesarían contra ella cuando se demostrara que había torturado a su víctima antes de matarla. Otra duda le inquietaba: ¿podía fiarse de Raquel? Lo ignoraba, pero
deseaba
hacerlo. Incluso comprendía el motivo por el cual le había dado un número de teléfono falso: era ella, a fin de cuentas, quien tenía razones más que suficientes para desconfiar de él, a causa de la vida que había llevado.
Tomó la decisión de repente, como acostumbraba, esperando tan solo que fuera lo mejor para ambos. Sacó un pañuelo y limpió todo lo que recordaba haber tocado. No le preocupaban tanto los rastros que hubiese dejado la muchacha: si carecía de papeles, lo más probable era que la policía no tuviera sus huellas. Pero no apostaba a que sucediera lo mismo con las suyas, y era importante que no lo relacionaran en modo alguno con aquel cadáver.
Cuando regresó al comedor, comprobó que ella no se había movido. Permanecía inclinada, contemplándose las rodillas, las abrumadoramente largas y blancas piernas desnudas, el pelo negrísimo desplomado sobre los hombros, la toalla como única prenda. Su belleza seguía pareciéndole turbadora. Necesitaba pensárselo dos veces antes de apartar los ojos del tropismo de su cuerpo.
—¿Crees que los vecinos han podido oír algo? —le preguntó.
—No lo sé.
—Te diré lo que vamos a hacer: vendrás conmigo. Te esconderás en mi casa. No puedes esperar aquí a que alguien eche de menos a Patricio y caiga en la cuenta de que lo último que hizo fue visitarte.
—De acuerdo.
—Y otra cosa. ¿Tienes la figura que sacamos del acuario?
Ella demoró unos segundos en contestar.
—Sí.
—La quieren. Después te lo explicaré todo. Se trata de algún tipo de secta. Han registrado mi apartamento y me han amenazado. Te aseguro que saben hacerlo.
—Lo sé. —Le contó la visita del hombre de las gafas negras la noche anterior y el hallazgo de la figura. Quería ser sincera: le reveló, incluso, que había tenido que mencionar su nombre.
—Hiciste bien —dijo Rulfo—. Estamos metidos en esto los dos. Además, por ahora solo se han limitado a las amenazas. En cualquier caso, dame la figura. Debemos entregársela.
—¿Por qué?
—Ya te lo he dicho: la quieren.
—No podemos hacerle eso.
—¿A quién?
La muchacha pareció confundida un instante y buscó algún tipo de respuesta.
—A ella... A Lidia Garetti... No sé... La figura era suya.
—Eso no lo podemos saber.
—Era suya —insistió ella—. Ahora quieren quitársela.
—Eso no es asunto nuestro. Dámela. Es mejor que la tenga yo.
Sus miradas se enfrentaron. Los ojos de la muchacha chispeaban. Por un momento a él le pareció que se negaría. Entonces la vio levantarse de la silla y salir de la habitación. Regresó con algo en la mano y lo dejó caer en la palma extendida de Rulfo. Él contempló la figura sin rasgos con la palabra «Akelos» grabada detrás y la guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—No voy a arriesgar nuestras vidas por esto. ¿Vas a llevarte algo más?
—Sí —dijo la muchacha mirándolo fijamente—. Está en la habitación del pasillo.
—Pues cógelo, vístete y vámonos.
Ella seguía mirándolo.
—Voy a vestirme. Cógelo tú, por favor.
—¿Qué es? ¿Una maleta?
—No. Lo verás enseguida, nada más entrar.
Rulfo salió al pasillo y se acercó a la puerta cerrada. Pensó que daba a otro pequeño dormitorio. Hizo girar el pomo con el pañuelo. Lo recibió una inesperada oscuridad. Quiso avanzar, pero un ruido de arañazos lo detuvo, como si dentro se ocultara algún animal. Se quedó en el dintel, sorprendido. Cuando sus pupilas se amoldaron a la tiniebla, distinguió un camastro en el suelo y otros objetos desperdigados.
Pero toda su atención se dirigía hacia lo que había al fondo de la habitación.
El niño le devolvió la mirada con ojos muy fríos.
Pese a que formaban un trío llamativo, pasaban desapercibidos en un barrio como aquél. Con todo, escogieron las horas nocturnas para aparecer.
El hombre fue el primero en salir. Era robusto, de baja estatura, y presentaba cierto aspecto de desaliño, con la descuidada barba negra y el pelo rizado, que, sin embargo, no menguaba su indudable atractivo físico. La camisa que llevaba no parecía apropiada para la temperatura de aquella noche de finales de octubre. Pero los que salieron tras él vestían de manera más extravagante. La muchacha, de larga cabellera negra, muy joven, llevaba cazadora de cuero, minifalda, medias y botas hasta el tobillo, todo con señales de uso frecuente. Caminaba abrazada a un bulto que, sin duda, era un niño en zapatillas abrigado con una chaqueta negra de adulto.
Atravesaron el patio en silencio. La frialdad del ocaso reciente aromaba la atmósfera por encima de los contenedores atestados y el olor a comida procedente de las minúsculas viviendas.
—Lo tuve muy joven. Casi cuando era niña. No sé quién es el padre.
Rulfo distinguía las sombras de Raquel y su hijo por el retrovisor. Las luces dispersas de los coches, que eran como prolongaciones de la ciudad, se reflejaban en los ojos abiertos del chaval.
—Vive conmigo desde siempre. Yo no quería que lo viera nadie porque pensaba que... que la gente que me visitaba podía... hacerle daño. Le había enseñado a no moverse de esa habitación...
A Rulfo le costaba concentrarse en el tráfico. Mientras escuchaba a Raquel, su mente retrocedía una y otra vez a la horrible imagen de aquel niño de apenas seis años encerrado en el miserable cuartucho con varios soldados de plástico repartidos por el suelo y un cubilete con comida y otro con agua. Le parecía espeluznante, como comprobar que el infierno existía. Aunque periódicos y televisiones daban a diario noticias así, comprendió que no era lo mismo contemplarlo a través de la protección de un papel o una pantalla que encontrarlo en la realidad cotidiana de su propia ciudad.