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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (21 page)

BOOK: La decisión más difícil
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Me acerco una silla.

—Bueno, me alegra que hoy estés mejor.

—Sí, aparentemente ayer estaba un poco inconsciente —dice—. Lo suficientemente drogada como para confundir a Ozzy y Sharon con Ozzie y Harriet
[16]
.

—¿Sabes dónde estás, médicamente hablando, ahora mismo?

Kate asiente.

—Después de mi BMT, tuve una enfermedad corruptos-versus-huéspedes, lo que es algo bueno, porque le patea el culo a la leucemia, pero también le hace algo original a la piel y los órganos. Los médicos me dieron esteroides y ciclosporina para controlarlo, y funcionó, pero también se las arregló para fastidiarme los riñones, que se han convertido en el hit del momento. Así es más o menos cómo va: arreglar una filtración en el dique, justo a tiempo para que otra comience a drenar. Algo que siempre me está pasando.

Lo tiene tan asumido que lo dice como si hablara del tiempo o del menú del hospital. Le podría preguntar si habló con el nefrólogo del trasplante de riñón, si tiene sentimientos especiales sobre someterse a tantos tratamientos diferentes y dolorosos. Pero eso es exactamente lo que Kate espera que le pregunte, y es quizá por eso que la pregunta que me viene a los labios es completamente diferente.

—¿Qué quieres ser cuando seas mayor?

—Nadie me lo ha preguntado nunca. —Me mira cuidadosamente—. ¿Qué te hace pensar que llegaré a mayor?

—¿Qué te hace pensar que no? ¿No estás haciendo todo esto por eso?

Entonces habla cuando creía que no iba a contestarme.

—Siempre he querido ser bailarina —sube el brazo haciendo un arabesco desdibujado—. ¿Sabes qué tienen las bailarinas?

«Desórdenes alimentarios», pienso.

—El control absoluto. Controlan su cuerpo y saben exactamente qué va a suceder y cuándo. —Kate se encoge de hombros, volviendo a este momento, a la habitación de hospital—. Qué más da.

—Háblame de tu hermano.

Kate se pone a reír.

—Creo que todavía no has tenido el placer de conocerlo.

—Aún no.

—Puedes formarte una opinión sobre Jesse en los primeros treinta segundos que pasas con él. Se mete demasiadas cosas.

—¿Quieres decir drogas y alcohol?

—Por ahí va —dice Kate.

—¿Ha sido difícil para tu familia?

—Bueno, sí. Pero no creo que lo haga a propósito. Es su forma de hacerse notar, ¿sabes? Quiero decir que puedes imaginarte cómo sería si fueses una ardilla viviendo en la jaula del elefante en el zoo. ¿Acaso llega alguien y dice «Oye, mira esa ardilla»? No, porque hay algo mucho mayor que ves a la primera.

Kate pasa los dedos arriba y abajo por uno de los tubos que le salen del pecho.

—A veces roba en tiendas y a veces se emborracha. El año pasado fue la broma del ántrax. Ése es el tipo de cosas que hace Jesse.

—¿Y Anna?

Kate se pone a hacer pliegues en la manta a la altura del regazo.

—Hubo un año en que cada día de fiesta, y quiero decir incluso en el Día de los Caídos, yo estaba en el hospital. No estaba planeado, por supuesto, sólo sucedió así. Teníamos un árbol de Navidad en mi habitación, escondimos los huevos de Pascua en la cafetería, jugamos a «truco o trato»
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en la sala de ortopedia. Anna tenía unos seis años, y le dio una gran rabieta porque no podía llevar bengalas al hospital el Cuatro de Julio, por las máscaras de oxígeno.

Kate me mira.

—Se escapó. No fue lejos ni nada. Creo que la cogieron en recepción. Me dijo que quería buscarse otra familia. Como he dicho, tenía sólo seis años, y nadie se lo tomó en serio. Aun así, yo solía preguntarme cómo sería ser normal. Así que entendía totalmente por qué ella también se lo preguntaba.

—Cuando no estáis enfermas, ¿os lo pasáis bien Anna y tú?

—Creo que somos como cualquier par de hermanas. Nos peleamos para poner nuestros CD, hablamos de tíos buenos, nos robamos el esmalte de unas. Remueve mis cosas y me pongo a gritar; remuevo sus cosas y se pone a chillar. A veces es una chica genial. Y otras veces deseo que nunca hubiese nacido.

Eso me suena tan familiar que sonrío.

—Tengo una hermana gemela. Cada vez que le decía eso, mi madre me preguntaba si de verdad era capaz de imaginarme siendo hijo único.

—¿Y eras capaz?

Me reí.

—Oh… te aseguro que había momentos en que podía imaginarme la vida sin ella.

Kate ni siquiera sonríe.

—Ves —dice—, mi hermana es la única que siempre ha tenido que imaginarse la vida sin mí.

S
ARA
1996

A las ocho, Kate es una gran maraña de brazos y piernas, pareciéndose más a una criatura pura de luz que a una niña pequeña. Meto la cabeza en su habitación por tercera vez esa mañana y me la encuentro con otro conjunto. Ahora lleva un vestido de cerezas estampadas.

—Vas a llegar tarde a tu propia fiesta de cumpleaños —le digo.

Kate se quita el vestido deshaciendo el nudo de la cinta.

—Parezco un pastel de chocolate.

—Hay cosas peores —le hago notar.

—Si fueses yo, ¿llevarías la falda rosa o la rayada?

Miro las dos. Son horribles.

—La rosa.

—¿No te gustan las rayas?

—Pues póntela.

—Me pondré el vestido de las cerezas —dice dándose la vuelta para cogerla.

En la parte posterior del muslo tiene un hematoma del tamaño de medio billete de dólar, una cereza que ha traspasado la tela.

—Kate —le pregunto—, ¿qué es eso?

Dándose la vuelta, se mira el punto que le señalo.

—Supongo que me he dado un golpe.

Durante cinco años, Kate ha estado en recuperación. Al principio, cuando el trasplante de sangre del cordón parecía funcionar, esperé que alguien me dijese que se trataba de un error. Cuando Kate se quejaba de que le dolían los pies, la llevaba corriendo al doctor Chance, segura de que le había vuelto el dolor de huesos, para encontrarme con que se le habían quedado pequeñas las zapatillas deportivas. Cuando se caía, en lugar de besarle los arañazos, le preguntaba si tenía bien las plaquetas.

Los hematomas aparecen cuando se derrama sangre en tejidos subcutáneos. Casi siempre son el resultado de un golpe.

Habían pasado cinco años. ¿No lo he mencionado?

Anna mete la cabeza en la habitación.

—Papá dice que el primer coche acaba de aparecer y que le da igual si Kate quiere bajar vestida con un saco de harina. ¿Qué es un saco de harina?

Kate termina de pasar la cabeza por el vestido, tira del dobladillo y se frota el hematoma.

—Vaya… —dice.

Abajo hay veinticinco estudiantes de segundo curso, un pastel con forma de unicornio y un chico del instituto contratado para hacer espadas, osos y coronas con globos. Kate abre los regalos. Collares de abalorios brillantes, estuches de manualidades y complementos de la Barbie (lo que Brian y yo le habíamos comprado). Un pez de colores nada en una bola de cristal.

Kate quería una mascota. Pero Brian es alérgico a los gatos, y los perros necesitan mucha atención, así que acabamos con un pez. Kate no podría ser más feliz. Lo lleva arriba y abajo el resto de la fiesta. Lo llama
Hércules
.

Tras la fiesta, cuando estamos limpiando, me quedo mirando el pez. Brilla mucho y nada en círculos, feliz por ir a ninguna parte.

Sólo tardas treinta segundos en darte cuenta de que suspenderás todos los planes, cambiando cualquier cosa que hayas podido planificar. Te lleva sesenta segundos entender que, por más que te hayas empeñado, no tienes una vida normal.

Una succión rutinaria de médula ósea, que habíamos planeado mucho antes de que viera ese hematoma, ha revelado promielocitos anormales. Entonces una prueba de reacción en cadena de polimerasa, que permite el estudio de ADN, reveló que los cromosomas 15 y 17 de Kate estaban desplazados.

Todo eso significa que Kate está sufriendo una recaída molecular, y los síntomas clínicos no pueden retrasarse mucho. Quizá no tenga problemas en un mes. Quizá no le encontremos sangre en la orina o en las deposiciones en un año. Pero inevitablemente sucederá.

Pronuncian esa palabra, «recaída», como podrían decir «cumpleaños» o «fecha límite fiscal», algo que sucede tan rutinariamente que se ha convertido en parte de tu calendario, quieras o no.

El doctor Chance nos ha explicado que ése es uno de los grandes debates de los oncólogos. ¿Arreglas una rueda que no está rota o esperas que el coche se desplome? Nos recomienda que demos a Kate ácido retinoico All-trans. Viene en una píldora como la mitad de mi pulgar, y de hecho la copiaron a antiguos médicos chinos que llevaban años usándola. A diferencia de la quimioterapia, que avanza matando todo lo que encuentra, este ácido se va directamente al cromosoma 17. Dado que el desplazamiento de los cromosomas 15 y 17 es, en parte, lo que hace que la maduración del promielocito no sea correcta, el ácido ayuda al desarrollo de los genes que se han ligado mutuamente… e impide que las anomalías progresen.

El doctor Chance dice que el ácido retinoico puede hacer que Kate se recupere.

Pero luego puede que desarrolle resistencia a él.

—¿Mamá?

Jesse entra en el salón, donde estoy sentada en el sillón. Llevo horas aquí. No puedo levantarme para hacer nada de lo que tengo que hacer, porque, ¿qué sentido tiene envolver almuerzos escolares, hacer los dobladillos de un par de pantalones o pagar la factura de la calefacción?

—Mamá —dice Jesse de nuevo—. No te has olvidado, ¿verdad?

Lo miro como si estuviese hablando en griego.

—¿Qué?

—Dijiste que me llevarías a comprar botas nuevas, después de ir al dentista. Lo prometiste.

Sí, se lo prometí. Porque el fútbol empieza dentro de dos días, y a Jesse se le ha quedado pequeño su antiguo par. Pero ahora no sé si me siento capaz de ir al dentista, donde la recepcionista sonreiría a Kate y me diría, como siempre, qué bonitos son mis niños. Y hay algo en la idea de ir a la tienda de deportes que parece completamente obsceno.

—Voy a anular la cita con el dentista —digo.

—¡Bien! —Sonríe mientras le brilla la boca de plata—. ¿Podemos ir a comprar las botas?

—Ahora no es el momento.

—Pero…

—Jesse, dé-ja-lo-es-tar.

—No puedo jugar sin botas nuevas. Y ni siquiera estás haciendo nada. Sólo estás sentada.

—Tu hermana —digo sin alterar la voz— está muy enferma. Lo siento si eso interfiere con la cita de tu dentista o tu plan para comprar un par de botas. Todo eso no es lo primero en el orden de prioridades ahora mismo. Creo que, como ya tienes diez años, eres capaz de darte cuenta de que el mundo no gira alrededor de ti.

Jesse mira por la ventana y ve a Kate montada a horcajadas en la rama de un roble, enseñando a Anna cómo subir.

—Sí, vale, está enferma —dice—. ¿Por qué no creces tú? ¿Por qué no entiendes que el mundo no gira alrededor de ella?

Por primera vez en mi vida me doy cuenta de por qué un padre puede pegar a su hijo. Es porque puedes mirarlos a los ojos y ver un reflejo de ti mismo que preferirías no haber visto. Jesse sube corriendo arriba y da un portazo.

Cierro los ojos y aspiro profundamente. Me choca que no todo el mundo muera de viejo. Algunos mueren atropellados. Otros se estrellan en aviones. Otros se ahogan con cacahuetes. No hay garantías de nada, y menos del propio futuro.

Subo la escalera suspirando y llamo a la puerta de mi hijo. Acaba de descubrir la música. Se oye por debajo de la fina línea de luz bajo la puerta. Cuando Jesse baja el volumen, las notas se desvanecen abruptamente.

—Qué.

—Quiero hablar contigo. Quiero disculparme.

Se oyen unos sonidos extraños al otro lado de la puerta, y entonces se abre. La sangre cubre la boca de Jesse como el lápiz de labios de un vampiro. Pedazos de cable le sobresalen de la boca como imperdibles de una costurera. Tiene un tenedor en la mano, y me doy cuenta de que lo acaba de usar para sacarse los hierros correctivos.

—Ahora ya no tendrás que llevarme a ningún sitio —dice.

Kate lleva dos semanas tomando el ácido retinoico.

—¿Sabías —dice Jesse un día mientras estoy preparando la píldora— que una tortuga gigante puede vivir 177 años?

Se está distrayendo con el
Aunque usted no lo crea
de Ripley.

—Una almeja ártica puede vivir 220 años.

Anna está sentada en la encimera, comiendo mantequilla de cacahuete con una cuchara.

—¿Qué es una almeja ártica?

—¿A quién le importa? —dice Jesse—. Un loro puede vivir ochenta años. Un gato, treinta.

—¿Y
Hércules
? —pregunta Kate.

—En el libro dice que, cuidándolo bien, un pez de colores puede vivir siete años.

Jesse observa cómo Kate se pone la píldora en la lengua y se la traga con un poco de agua.

—Si fueses
Hércules
—dice—, ya estarías muerta.

Brian y yo nos sentamos en nuestras respectivas sillas en la oficina del doctor Chance. Aunque han pasado cinco años, los asientos se adaptan como viejos guantes de béisbol. Ni siquiera las fotografías de la mesa del oncólogo han cambiado: su mujer sigue llevando el mismo sombrero de ala ancha en un malecón de piedra de Newport; su hijo está congelado en los seis años, sosteniendo una trucha moteada, contribuyendo a la sensación de que a pesar de lo que yo piense, nunca nos hemos marchado de aquí.

El ácido funcionaba. Durante un mes, Kate volvió a hacer una recuperación molecular. Y entonces un análisis de sangre reveló que había más promielocitos.

—Podemos seguir dándole ácido —dice el doctor Chance—, pero creo que el fallo nos dice que ya ha agotado ese camino.

—¿Y qué hay de un trasplante de médula ósea?

—Es arriesgado, especialmente para una niña que todavía no muestra síntomas de una recaída clínica fuerte.

El doctor Chance nos observa.

—Hay algo más que podemos intentar. Se trata de una infusión de linfocitos donantes. A veces, una transfusión de células blancas de un donante identificado puede ayudar al clon original de las células del cordón para que luchen contra las células de la leucemia. Piensa que son un ejército de apoyo, ayudando a la línea de frente.

—¿La hará mejorar? —pregunta Brian.

El doctor Chance sacude la cabeza.

—Es una medida temporal. Con toda probabilidad, Kate sufrirá una recaída absoluta. Pero nos da tiempo para reconstruir sus defensas antes de recurrir a un tratamiento más agresivo.

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