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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (18 page)

BOOK: La decisión más difícil
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Luego una sonrisa nerviosa cruzó su cara.

—Bueno —dice—, por lo menos ahora estás diciendo la verdad.

Jesse me da un billete de veinte dólares para pagar un taxi de vuelta a casa; ésa es la única dificultad de su plan: una vez que nos metamos en esto, él no podrá conducir de regreso. Subimos por la escalera basta el octavo piso en lugar de coger el ascensor, porque así aparecemos detrás del office de enfermería, y no enfrente. Luego me mete adentro de un armario de ropa blanca lleno de cojines de plástico y sábanas con el nombre del hospital estampado.

—Espera —se me escapa cuando está a punto de dejarme—, ¿cómo sabré cuándo es el momento?

Comienza a reírse.

—Lo sabrás, confía en mí.

Saca una petaca de plata del bolsillo (la que el jefe le regaló a mi padre y que cree perdida desde hace tres años), desenrosca la tapa y derrama whisky sobre toda la parte de delante de su camiseta. Luego comienza a caminar por el pasillo. Bueno,
caminar
sería una aproximación lejana: Jesse se golpea como una bola de billar contra las paredes y tumba un carrito de limpieza.

—¿Mamá? —grita—. Mamá, ¿dónde estás?

No está borracho, pero seguro como que el sol brilla que es capaz de hacer una buena imitación. Eso hace que me pregunte si las veces que le vi por la ventana de mi dormitorio en medio de la noche, vomitando en los rododendros, también eran parte del espectáculo.

Las enfermeras salen revoloteando de la colmena del office e intentan dominar a un chico de la mitad de edad que ellas y tres veces más fuerte, que en ese mismo momento agarra la hilera más alta de percheros y los tira hacia adelante, haciendo tanto ruido que me rebota en los oídos. Los botones de llamada empiezan a sonar como un operador de centralita detrás del office de las enfermeras, pero las tres señoras que están de guardia nocturna hacen todo lo que pueden para sujetar a Jesse mientras patea los percheros.

Se abre la puerta de la habitación de Kate y, con los ojos llorosos, sale mi madre. Mira a Jesse, y durante un segundo su cara se congela cuando se da cuenta de que, de hecho, las cosas
pueden
empeorar. Jesse sacude la cabeza hacia ella, como un gran toro, con los rasgos borrosos.

—Eh, mamá —saluda y le sonríe tontamente.

—Lo siento mucho —dice mi madre a las enfermeras. Cierra los ojos mientras Jesse tropieza y lanza los brazos desgarbados alrededor de ella.

—Hay café en la cafetería —sugiere una enfermera, pero mi madre está demasiado avergonzada incluso para contestarle. Sólo se mueve hacia el borde del ascensor con Jesse pegado a ella, como un mejillón en una roca, y presiona el botón una y otra vez, con la infructuosa esperanza de que realmente conseguirá que las puertas se abran más rápidamente.

Cuando se van, es casi demasiado fácil. Una enfermera se apresura para controlar a los pacientes que han llamado; otras se acomodan detrás de sus escritorios, intercambiando comentarios por lo bajo sobre Jesse y mi pobre madre, como si fuera algún juego de cartas. No miran el camino que recorro a escondidas desde el armario, de puntillas a través del pasillo, hasta la habitación de mi hermana.

Un día de Acción de Gracias, cuando Kate no estaba en el hospital, hicimos como si fuéramos una familia normal. Miramos el desfile por televisión, donde un globo gigante cayó víctima de un viento inesperado y terminó envolviendo una señal de tráfico luminosa de Nueva York. Hicimos nuestra propia salsa. Mi madre trajo el hueso de los deseos a la mesa y peleamos para ver a quién se le concedía el derecho de partirlo. Se nos otorgó el honor a Kate y a mí. Antes de que pudiera agarrarlo bien, mi madre se inclinó cerca de mí y me susurró al oído:

—Ya sabes lo que tienes que desear.

Entonces cerré los ojos bien apretados y pensé con fuerza en la curación de Kate, a pesar de que había estado planeando pedir un discman, y tuve una desagradable satisfacción cuando no gané el juego de tirar del hueso.

Después de comer, mi padre nos llevó afuera para jugar un partido de fútbol americano de dos contra dos, mientras mi madre estaba lavando los platos. Salió cuando Jesse y yo ya habíamos marcado dos tantos.

—Decidme que estoy alucinando. —No hizo falta que dijera nada más: todos habíamos visto a Kate caerse como una niña normal y acabar sangrando descontroladamente como una niña enferma.

—Oh, Sara —dijo mi padre aumentando su sonrisa—, Kate está en mi equipo. No dejaré que la saquen.

Se pavoneó delante de mi madre y la besó tan larga y lentamente que mis mejillas se encendieron, porque estaba segura de que los vecinos los veían. Cuando él levantó la cara, los ojos de mi madre eran de un color que nunca había visto y no volvería a ver jamás.

—Confía en mí —dijo y luego le tiró la pelota a Kate.

Lo que recuerdo de ese día era el suelo mordiéndote el culo cuando te sentabas en él, el primer indicio del invierno. Recuerdo las zancadillas que me hacía mi padre, siempre preparado para hacer una flexión para que no recibiéramos nada de peso pero sí todo su calor. Recuerdo a mi madre, alentándonos por igual a los dos equipos.

Y recuerdo que le tiré la pelota a Jesse, pero Kate la atrapó en el camino, con una expresión de sorpresa absoluta en la cara cuando aterrizaba en la cuna de sus brazos y papá le gritó que marcara. Ella corrió de prisa y casi lo logra, pero Jesse saltó corriendo y la tumbó en el suelo, aplastándola bajo él.

En ese momento todo se detuvo. Kate yacía con los brazos y las piernas desmadejados, sin moverse. Mi padre estuvo allí en un suspiro, empujando a Jesse.

—¿Cuál es tu maldito problema?

—¡Me olvidé!

Mi madre:

—¿Dónde te duele? ¿Puedes sentarte?

Pero cuando Kate se dio la vuelta, estaba sonriendo.

—No me duele. Me siento genial.

Mis padres se miraron el uno al otro. Ninguno de ellos entendió, como yo, como Jesse, que no importa quién seas, hay una parte de ti que siempre quiere ser otra persona. Y cuando, durante un milisegundo, consigues lo que deseas, es un milagro.

—Se olvidó —dijo Kate a nadie, y se recostó sobre la espalda, sonriendo ampliamente al frío y quieto sol.

Las habitaciones de hospital nunca se quedan a oscuras del todo; siempre hay algún panel brillando detrás de la cama en caso de catástrofe, una señal para que enfermeros y médicos puedan encontrar el camino. He visto a Kate cientos de veces en camas como ésta, aunque los tubos y cables cambien. Siempre parece más pequeña de lo que la recordaba.

Me siento lo más suavemente que puedo. Las venas en su cuello y su pecho son un mapa de rutas, autopistas que no van a ninguna parte. Me hago creer a mí misma que puedo ver esas picaras células leucémicas moviéndose como un río a través de su organismo.

Cuando abre los ojos, casi me caigo de la cama; es un momento de
El exorcista
.

—¿Anna? —dice, mirándome fijamente. No la he visto tan asustada desde que éramos pequeñas y Jesse nos convencía de que un viejo fantasma indio había venido a reclamar sus huesos enterrados por error debajo de nuestra casa.

Si tienes una hermana y muere, ¿dejas de decir que la tienes? ¿O siempre serás una hermana, aunque la otra mitad de la ecuación ya no esté?

Gateo por la cama, que es estrecha, pero es lo suficientemente grande para nosotras dos. Apoyo la cabeza en su pecho, tan cerca de su vía central que puedo ver el líquido goteando hacia su interior. Jesse estaba equivocado: no vine a ver a Kate porque me haría sentir mejor. Vine porque sin ella es difícil recordar quién soy.

J
UEVES

Tú, si fueras sensible,

Cuando te digo que las estrellas hacen señales,

Cada una de ellas atroz,

No te volverías para responderme

«La noche es maravillosa»

D. H. L
AWRENCE

Debajo del roble

B
RIAN

Nunca sabemos, al principio, si nos dirigimos a una cocina o a un fuego. A las 2:46 de anoche, las luces se encendieron arriba. Las campanas dejaron de sonar también, pero no puedo decir que realmente las haya escuchado. En diez segundos estaba vestido y saliendo por la puerta de mi habitación del cuartel. En veinte estaba poniéndome el equipo de bombero, tirando de los largos tirantes elásticos y encogiendo los hombros dentro del abrigo de caparazón de tortuga. Cuando pasaron dos minutos, Caesar estaba conduciendo el camión por las calles de Upper Darby; Paulie y Red iban montados fuera, a los lados.

Un poco después, la conciencia vino en pequeñas ráfagas brillantes: recordamos controlar los artefactos respiratorios, nos pusimos los guantes, la central nos llamó para decirnos que la casa era en Hoddington Drive, que parecía ser una estructura o una habitación en llamas.

—Dobla aquí a la izquierda —le dije a Caesar. Hoddington estaba a sólo ocho manzanas de donde vivía.

La casa parecía la boca de un dragón. Caesar condujo alrededor lo más lejos que pudo, intentando ofrecerme una vista de los tres lados. Luego nos bajamos del camión y observamos detenidamente durante un momento, cuatro Davids contra un Goliat.

—Carga una línea de seis centímetros —le dije a Caesar, en el operador principal de la bomba.

Una mujer en bata corre hacia mí, sollozando, con tres niños agarrados de su falda.


Mija
[10]
—grita, señalando—.
¡Mija!
[11]


¿Dónde está?
[12]
—me pongo frente a ella, para que no pueda ver nada más que mi cara—.
¿Cuántos años tiene?
[13]

Señala una ventana en el segundo piso.


Tres
[14]
—llora.

—Capi —grita Caesar—, aquí ya estamos listos.

Oigo el chirrido de un segundo camión que se acerca, los muchachos de reserva que vienen a respaldarnos.

—Red, descarga en la esquina noreste del techo; Paulie, contén el fuego y trata de empujarlo cuando veas el camino libre. Tenemos una niña en el segundo piso. Iré a ver si puedo sacarla.

No era, como en las películas, una escena para que el héroe se gane el Oscar. Si voy ahí adentro y las escaleras ya no están… si la estructura amenaza con colapsarse… si la temperatura del espacio ha aumentado tanto que todo es combustible y está preparado para explotar… debería volver a salir y decirles a mis hombres que salieran conmigo. La seguridad de los rescatadores es prioritaria sobre la seguridad de la víctima.

Siempre.

Soy un cobarde. Hay veces, cuando termina mi turno, que me quedo y enrollo mangueras o hago una cafetera para el equipo que entra, en lugar de irme directamente a mi casa. Me he preguntado a menudo por qué consigo descansar más en un lugar en el que, la mayoría de las veces, me despiertan dos o tres veces en la noche. Creo que es porque en el parque de bomberos no tengo que preocuparme por si hay emergencias; se supone que ocurren. Al instante en que entro por la puerta de casa, me preocupo por lo que sucederá a continuación.

Una vez, en segundo, Kate hizo un dibujo de un bombero con un halo sobre el casco. Le dijo a su clase que yo sólo sería admitido en el Cielo, porque si fuera al Infierno, apagaría todos los fuegos.

Todavía tengo el dibujo.

En un tazón coloco una docena de huevos y comienzo a batirlos con frenesí. E! jamón ya se está dorando en la sartén, la plancha está caliente para los creps. Los bomberos comemos juntos, o al menos lo intentamos, antes de que suene la campana. Este desayuno será un regalo para mis muchachos, que todavía están en la ducha, quitándose de la piel los recuerdos de la noche anterior. Detrás de mí, oigo unos pasos.

—Acércate una silla —digo por encima de mi hombro—. Casi está listo.

—No, gracias —dice una voz femenina—. No quiero abusar.

Me doy la vuelta, blandiendo la espátula. Oír una mujer por aquí es sorprendente; una que aparece cuando acaban de dar las siete de la mañana es más extraordinario todavía. Es pequeña, con el pelo fosco; me hace pensar en un incendio forestal. Lleva las manos llenas de anillos de plata que destellan.

—Capitán Fitzgerald, soy Julia Romano. Soy la tutora ad litem asignada al caso de Anna.

Sara me habló de ella: es la mujer a la que el juez escuchará, cuando llegue el momento crucial.

—Huele genial —dice, sonriendo. Se acerca y me quita la espátula de la mano—. No puedo ver cocinar a alguien sin ayudar. Es una anormalidad genética. —La miro ir hacia la nevera y hurgar en ella. De todas las cosas, elige un bote de rábanos picantes.

—Esperaba que tuviera un momento para hablar.

—Claro. ¿Rábanos picantes?

Agrega una buena cantidad a los huevos y luego saca cascara de naranja del especiero, junto con un poco de chile en polvo, y también lo echa.

—¿Cómo le está yendo a Kate?

Vierto un círculo de masa en la plancha, miro cómo se convierte en una burbuja. Cuando le doy la vuelta, es de un marrón claro y cremoso. Ya he hablado con Sara esta mañana. La noche pasó sin sobresaltos para Kate; no para Sara. Pero a causa de Jesse.

Hay un momento durante el incendio en que sabes si llevarás la delantera o si el fuego te llevará la delantera a ti. Notas el techo manchado a punto de caer, la escalera comiéndose viva a sí misma y la alfombra sintética pegándose a las suelas de tus botas. La suma de todo eso abruma, y ahí es cuando vuelves a salir y te obligas a recordar que todo fuego se consume a sí mismo, incluso sin tu ayuda.

Estos días, estoy peleando contra el fuego en seis frentes. Miro hacia adelante y veo a Kate enferma. Miro atrás y veo a Anna con su abogado. El único momento en que Jesse no está bebiendo está tomando drogas. Sara está agarrándose a un clavo ardiendo. Y yo tengo mi traje puesto, a salvo. Estoy sosteniendo docenas de ganchos, hierros y palos, herramientas que están hechas para destruir, cuando lo que necesito es algo que nos ate a todos.

—Capitán Fitzgerald… ¡Brian! —La voz de Julia Romano me saca de golpe de mis propios pensamientos, de nuevo a la cocina que rápidamente se ha llenado de humo. Pasa por mi lado y moja bajo el grifo el crep que se está quemando en la plancha.

—¡Dios!

Dejo caer en el fregadero el disco de carbón que iba a ser un crep y silba.

—Lo siento.

Como «ábrete sésamo», esas dos simples palabras cambian el paisaje.

BOOK: La decisión más difícil
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