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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (4 page)

BOOK: La decisión más difícil
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—Me hiere que tengas tan bajo concepto de mí.

—En realidad estaba pensando en su cartera. ¿Sus padres lo saben?

—Lo sabrán mañana.

—¿Eres idiota?

—¿Perdón?

Kerri sacude la cabeza.

—¿Dónde vivirá?

El comentario me paraliza. De hecho, ni siquiera lo he considerado. Pero una chica que trae un caso contra sus padres no estará particularmente cómoda residiendo bajo el mismo techo cuando las cartas estén echadas.

De repente,
Juez
está a mi lado, empujándome el muslo con su nariz. Sacudo la cabeza, enojado. La ocasión lo es todo.

—Dame quince minutos —le digo a Kerri—. Te llamaré cuando esté listo.

—Campbell —presiona Kerri, implacable—, no puedes esperar que una niña se las arregle sola.

Vuelvo a mi despacho.
Juez
me sigue, deteniéndose justo en el umbral.

—No es mi problema —digo y luego cierro la puerta, la bloqueo y espero.

S
ARA
1990

El hematoma tiene el tamaño y la forma de un trébol de cuatro hojas y se encuentra entre los omóplatos de Kate. Jesse es el que lo descubre, cuando están los dos en la bañera.

—Mami —pregunta—, ¿eso significa que tiene suerte?

Trato de borrarlo primero, creyendo que es suciedad, sin éxito. El sujeto del escrutinio —Kate, dos años— me mira con su mirada azul de porcelana.

—¿Duele? —le pregunto y ella sacude la cabeza.

En algún lugar del vestíbulo, detrás de mí, Brian me está contando cómo le fue durante el día. Huele ligeramente a humo.

—Entonces el muchacho compró una caja de puros caros —dice— y los aseguró contra incendios por 15 000 dólares. La próxima cosa que se sabe es que la compañía de seguros presenta una demanda, alegando que los puros fueron perdidos en una serie de pequeños incendios.

—¿Se los fumó? —digo, enjuagándole el jabón de la cabeza a Jesse.

Brian se apoya en el umbral de la puerta.

—Sí. Pero el juez dictaminó que la compañía garantizó los puros como asegurables contra incendios, sin definir incendio aceptable.

—Oye, Kate, ¿duele ahora? —dice Jesse y presiona el pulgar con fuerza contra el hematoma en la columna vertebral de su hermana.

Kate aúlla, se tambalea y derrama agua de la bañera sobre mí. La saco del agua, hábil como un pez, y se la paso a Brian. Las pálidas cabezas rubias se inclinan juntas, son un conjunto a juego. Jesse se parece más a mí, flaco, moreno, cerebral. Brian dice que así es como nuestra familia está completa: cada uno de nosotros tiene un clon.

—Sal de esa bañera en este instante —le digo a Jesse.

Él se levanta —un niño de cuatro años chorreando como una presa— y se las arregla para salir como si navegara por el ancho borde de la bañera. Se da un fuerte golpe en la rodilla y rompe a llorar.

Envuelvo a Jesse con una toalla, tranquilizándolo mientras trato de continuar la conversación con mi marido. Éste es el lenguaje del matrimonio: código Morse, puntuado con baños y cenas e historias de antes de dormir.

—Entonces ¿a quién llamaste a declarar? —le pregunto a Brian—. ¿Al acusado?

—Al demandante. La compañía de seguros desembolsó el dinero y le hicieron arrestar por veinticuatro cargos por incendio. Yo tuve que ser su experto en la materia.

Brian, un bombero de profesión, puede caminar en una estructura ennegrecida y encontrar el lugar en el que comenzaron las llamas: una colilla de puro carbonizada, un cable expuesto. Todo holocausto comienza con una brasa. Sólo tenéis que saber qué buscar.

—El juez rechazó el caso, ¿no?

—El juez le sentenció a veinticuatro condenas consecutivas de un año —dice Brian. Baja a Kate al suelo y empieza a ponerle el pijama por la cabeza.

En mi vida anterior fui abogada civil. En algún momento creía verdaderamente que eso era lo que quería ser, pero eso fue antes de recibir un puñado de violetas machacadas de manos de un niño. Antes de que entendiera que la sonrisa de un niño es un tatuaje: arte indeleble.

Eso enloquece a mi hermana Suzanne. Es una genia de las finanzas que arrasó el tope que le imponía el Bank of Boston y, de acuerdo con ella, soy un desperdicio de evolución cerebral. Pero creo que la mitad de la batalla es descubrir qué es lo que funciona para ti, y yo soy mucho mejor siendo madre de lo que lo hubiera sido como abogada. A veces me pregunto si soy sólo yo o si hay otras mujeres que descubrieron lo que se suponía que tenían que ser sin ir a ningún lado.

Levanto la vista de Jesse, que se está secando, y encuentro que Brian me mira fijamente:

—¿No lo echas de menos? —pregunta tranquilamente.

Froto a nuestro hijo con la toalla y le beso en la coronilla.

—Como echaría de menos un conducto radicular —digo.

Cuando me levanté a la mañana siguiente, Brian ya había salido a trabajar. Él está de servicio dos días, luego dos noches y luego está libre durante los cuatro días siguientes antes de que se repita el ciclo. Echando un vistazo al reloj me doy cuenta de que he dormido hasta pasadas las nueve. Más asombroso aún es que mis niños no me hayan despertado. Bajo las escaleras corriendo en salto de cama y me encuentro con Jesse jugando en el suelo con los bloques.

—Ya he desayunado —me informa—. He hecho desayuno para ti también.

Seguramente hay cereales desparramados por toda la mesa de la cocina y una silla espantosamente colocada debajo del armario que contiene los cereales. Un rastro de leche va desde la nevera hasta la taza.

—¿Dónde está Kate?

—Durmiendo —dice Jesse—; intenté sacudirla y todo.

Mis niños son un reloj despertador natural; la idea de Kate durmiendo tan tarde me recuerda que ha estado sorbiéndose la nariz últimamente y me pregunto si es por eso que estaba tan cansada anoche. Subo la escalera, llamándola en voz alta. En su dormitorio se vuelve hacia mí, emergiendo desde la oscuridad para enfocar mi rostro.

—¡Arriba y a brillar! —Subo las persianas, dejo que el sol se desborde por las sábanas. La siento y le froto la espalda—. Vamos a vestirte —digo y le quito el pijama por la cabeza.

Trepando por su columna, como una línea de pequeñas joyas azules, hay un hilo de hematomas.

—Anemia, ¿verdad? —pregunto al pediatra.

El doctor Wayne retira el estetoscopio del delgado pecho de Kate y le quita la falda rosa.

—Puede ser un virus. Quisiera extraerle un poco de sangre y hacerle algunas pruebas.

Jesse, que ha estado pacientemente jugando con un GI Joe sin cabeza, se anima con la noticia.

—¿Sabes cómo se saca sangre, Kate?

—¿Con lápices de colores?

—Con agujas. Unas muy grandes y largas que se te meten como un disparo…

—Jesse —le advierto.

—¿Disparos? —chilla Kate—. ¡Ay! ¿Eso duele?

Mi hija, que confía en mí cuando le digo que puede cruzar la calle, cuando le corto la carne en pedacitos y cuando la protejo de todo tipo de cosas horribles como perros grandes, la oscuridad y los petardos estrepitosos, me mira fijamente con gran expectación.

—Sólo una pequeña —prometo.

Cuando la enfermera pediátrica viene con su bandeja, la jeringa, las probetas y la goma para el torniquete, Kate comienza a gritar. Respiro en profundidad.

—Kate, mírame. —Llora haciendo burbujas entre pequeños hipidos—. Sólo será un pinchazo pequeñito.

—Mentirosa —susurra Jesse por lo bajo.

Kate se relaja sólo lo mínimo. La enfermera la tumba en la camilla y me pide que la sujete por los hombros. Miro la aguja cuando rompe la blanca piel de su brazo; oigo un grito repentino, pero no fluye la sangre.

—Lo siento, cariño —dice la enfermera—. Tendré que intentarlo de nuevo.

Quita la aguja y pincha a Kate otra vez, que aúlla todavía más fuerte.

Kate lucha dignamente durante el primer y segundo tubo de ensayo. Para el tercero, se ha debilitado completamente. No sé qué es peor.

Esperamos los resultados de los análisis de sangre. Jesse está echado boca abajo en la moqueta de la sala de espera, cogiendo quién sabe qué clase de gérmenes de todos los niños enfermos que pasan por esa consulta. Lo que quiero es que el pediatra salga, me diga que me lleve a Kate a casa, le haga tomar mucho zumo de naranja y agite una receta de ceclor frente a nosotros como una varita mágica.

Pasa una hora antes de que el doctor Wayne nos llame a su consulta de nuevo.

—Los análisis de Kate son un poco problemáticos —dice—. Especialmente la cantidad de glóbulos blancos. Es mucho más baja de lo normal.

—¿Qué significa eso? —En ese momento me maldigo a mí misma por ir a la facultad de derecho y no a la de medicina. Trato incluso de recordar qué es lo que hacen los glóbulos blancos.

—Puede que tenga algún tipo de deficiencia autoinmune. O puede tratarse sólo de un error de laboratorio. —Le toca el cabello a Kate—. Creo que, sólo como medida preventiva, los enviaré a un hematólogo del hospital para que repita tas pruebas.

Estoy pensando «debe de estar bromeando». Pero en lugar de decir eso, miro mi mano moverse por su propia voluntad para tomar el papel que me ofrece el doctor Wayne. No es una receta, como esperaba, sino un nombre: Ileana Farquad, Hospital de Providence, Hematología/Oncología.

—Oncología. —Sacudo la cabeza—. Pero eso es cáncer. —Espero que el doctor Wayne me asegure que es solamente una parte del título de la médica, que me explique que el laboratorio de sangre y la sala de oncología simplemente comparten un espacio físico y nada más.

No lo hace.

El recepcionista del parque de bomberos me dice que Brian está en una llamada médica. Que se ha ido con el camión de rescate hace veinte minutos. Dudo y miro a Kate, que se ha desplomado en uno de los asientos de plástico de la sala de espera del hospital. Una llamada médica.

Pienso que hay encrucijadas en nuestras vidas cuando tomamos decisiones tremendas y radicales sin darnos siquiera cuenta. Como ojear los titulares del periódico en un semáforo en rojo, por lo que nos perdemos la furgoneta picara que se salta la línea de tráfico y causa un accidente. Entrar en una cafetería por un antojo y conocer al hombre con el que algún día te casarás, mientras rebusca monedas frente al mostrador. O ésta: dándole instrucciones a tu esposo para que se encuentre contigo, mientras durante horas has estado convenciéndote de que no es nada importante en absoluto.

—Llámale por la radio —digo—. Dile que estamos en el hospital.

Es una tranquilidad tener a Brian a mi lado, como si fuéramos un par de centinelas, una doble línea de defensa. Hemos estado en el Hospital de Providence durante tres horas, y cada minuto que pasa se me hace más difícil hacerme creer a mí misma que el doctor Wayne cometió un error. Jesse está dormido en la silla de plástico. Kate ha sido sometida a otra traumática extracción de sangre y rayos equis porque he mencionado que tiene un resfriado.

—Cinco meses —dice Brian cuidadosamente al residente sentado frente a él con una carpeta en la mano. Luego me mira—. ¿No fue entonces cuando empezó a levantar la cabeza?

—Creo que sí. —Ahora el doctor nos ha preguntado desde qué ropa teníamos puesta el día que la concebimos hasta cuándo pudo agarrar una cuchara.

—¿Su primera palabra? —pregunta.

Brian sonríe.

—Papá.

—Quiero decir cuándo.

—Oh. —Frunce el ceño—. Creo que fue a los comienzos del primer año.

—Perdone —digo—. ¿Puede decirme qué importa todo esto?

—Es historial médico, señora Fitzgerald. Queremos saber todo lo que podamos sobre su hija para entender qué problema tiene.

—¿Señor y señora Fitzgerald? —Una mujer joven con una bata de laboratorio se acerca—. Soy hematóloga. La doctora Farquad quiere que compruebe el nivel de coagulación de Kate.

Al oír su nombre, Kate parpadea en mi regazo. Echa una mirada al guardapolvo blanco y desliza los brazos en los bolsillos de su camisa.

—¿No pueden hacerle un análisis pinchándole en el dedo?

—No, realmente éste es el camino más fácil.

De repente recuerdo que cuando estaba embarazada de Kate le dio hipo. Durante horas, mi estómago estuvo retorciéndose. Cada movimiento que hacía, incluso los más leves, me hacían hacer algo que no podía controlar.

—¿Usted cree —digo en voz baja— que eso es lo que quiero escuchar? Cuando usted va a la cafetería y pide un café, ¿le gustaría que alguien le diera una coca-cola porque es más fácil de alcanzar? Cuando usted va a pagar con la tarjeta de crédito, ¿le gustaría que alguien le dijera que es mucho rollo, que mejor que saque su dinero en efectivo?

—Sara. —La voz de Brian es un viento lejano.

—¿Usted cree que es fácil para mí estar sentada aquí con mi niña y no tener ni idea de lo que está pasando o de por qué están haciéndole todas estas pruebas? ¿Cree que es fácil para ella? ¿Desde cuándo alguien elige hacer lo que es más fácil?

—Sara. —Y sólo cuando la mano de Brian cae sobre mi hombro que me doy cuenta de lo fuerte que estoy temblando.

Un instante después la mujer se va, furiosa; sus zuecos golpean contra el suelo de baldosas. Al minuto que desaparece de nuestra vista languidezco.

—Sara —dice Brian—, ¿qué problema tienes?

—¿Que qué problema tengo? No sé, Brian, por qué nadie viene a decirnos qué problema tiene…

Me envuelve en sus brazos. Kate queda atrapada entre nosotros exhalando un suspiro como una voz ahogada.

—Sissh —dice. Me asegura que todo estará bien y por primera vez en mi vida no le creo.

De repente la doctora Farquad, a quien no hemos visto durante horas, aparece en la sala.

—Me han dicho que hay un pequeño problema con el hemograma. —Se acerca una silla hasta nosotros—. El análisis completo de su sangre tiene algunos resultados anormales. La cantidad de glóbulos blancos es muy baja: 1.3. Su hemoglobina es de 7.5, sus hematocritos de 18.4, sus plaquetas son 81 000, y sus neutrófilos de 0.6. Números como éstos a veces indican una enfermedad autoinmune. Pero Kate también presenta un doce por ciento de promielocitos y un cinco por ciento de leucocitos inmaduros, y eso sugiere un síndrome leucémico.

—Leucémico —repito. La palabra es viscosa, resbaladiza, como la clara de un huevo.

La doctora Farquad asiente.

—Leucemia es cáncer en la sangre.

Brian la mira, inmóvil, con los ojos fijos.

—¿Qué significa eso?

—Piensen en la médula como un centro de cuidado que los niños tienen para desarrollar células. Los cuerpos sanos hacen células sanguíneas que se quedan en la médula hasta que están lo suficientemente maduras para salir y luchar contra una enfermedad, un coágulo o llevan oxígeno o lo que sea que se supone que tienen que hacer. En una persona con leucemia, este centro para el cuidado abre sus puertas demasiado pronto. Terminan circulando células sanguíneas inmaduras, incapaces de hacer su trabajo. No siempre es raro ver promielocitos en un HC
[2]
, pero cuando revisamos la de Kate bajo el microscopio, pudimos ver anomalías. —Nos mira a cada uno—. Necesito una aspiración de médula para confirmarlo, pero parece que Kate tiene leucemia aguda promielocítica.

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