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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (49 page)

BOOK: La decisión más difícil
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La madre llega al cabo de un momento.

—Lo siento. Mi hijo está pasando por una etapa de amor a los perros. ¿Podemos acariciarlo?

—No —digo como un resorte—. Es un perro de asistencia.

—Oh. —La mujer se pone más tiesa y aparta a su hijo—. Pero usted no es ciego.

«Soy epiléptico y éste es el perro que me cuida durante las crisis». Pienso un momento en jugar limpio, por una vez, por primera vez. Pero una vez más… Hay que saber reírse de uno mismo, ¿no?

—Soy abogado —digo con una sonrisa—. Persigue ambulancias por mí.

Juez
y yo nos alejamos, yo silbando.

El juez DeSalvo vuelve a la sala con una fotografía enmarcada de su hija muerta y así es como sé que he perdido el caso.

—Hay una cosa que me ha impresionado durante la celebración de la vista —comienza—, y es que todas las personas de esta sala nos hemos dejado arrastrar a un debate entre calidad de vida por un lado, frente a santidad de vida por otro. Ciertamente, los Fitzgerald siempre han creído que mantener a Kate viva y que siguiera formando parte de la familia era crucial… hasta que ha llegado un punto en el que la santidad de la existencia de Kate ha quedado entrelazada por completo con la calidad de vida de Anna. Mi tarea consiste pues en ver si ambas cosas pueden separarse.

Sacude la cabeza a un lado y otro.

—No estoy seguro de que ninguno de nosotros esté cualificado para decidir cuál de esas dos cosas es la más importante… y yo menos que nadie. Soy padre. A mi hija Dena la mató un conductor borracho cuando tenía doce años, y cuando acudí corriendo al hospital esa noche habría dado cualquier cosa por poder pasar un día más con ella. Los Fitzgerald viven en esa situación desde hace catorce años: en una posición en que se les está pidiendo que mantengan con vida a su hija un poco más de tiempo cada vez. Yo respeto sus decisiones. Admiro su valor. Les envidio el hecho mismo de haber podido contar con esas oportunidades. Pero, tal y como han señalado los dos letrados, este caso ya no versa acerca de Anna y su riñón, sino sobre cómo se toman decisiones de este tipo y cómo decidimos quién debe tomarlas.

Se aclara la garganta.

—La respuesta es que no hay una respuesta acertada. Por eso en tanto que padres, médicos, jueces, en tanto que sociedad, vamos improvisando y tomando decisiones que nos permitan dormir por la noche… porque la moral es más importante que la ética, y el amor es más importante que la ley.

El juez DeSalvo vuelve la atención hacia Anna, que se mueve en la silla, incómoda.

—Kate no quiere morir —dice con suavidad—, pero tampoco quiere seguir viviendo así. De modo que conociendo este hecho, y conociendo lo que dice la ley, en realidad sólo puedo tomar una decisión. La única persona a la que debería permitírsele tomar esta decisión es aquella que está en el corazón de la cuestión.

Exhalo ruidosamente.

—Y con esto no me refiero a Kate, sino a Anna.

Junto a mí, Anna traga aire.

—Una de las cuestiones suscitadas durante estos últimos días ha sido la de si una persona de trece años es capaz de tomar decisiones tan graves como ésta. Yo diría, sin embargo, que la edad es la variable menos idónea en este caso para alcanzar una comprensión cabal. En realidad, algunos de los adultos que han pasado por aquí parecen haber olvidado la regla más simple de la infancia: nadie le coge nada a nadie sin pedir permiso antes. Anna —pregunta—, ¿querrías ponerte de pie, por favor?

Ella me mira, y yo asiento, levantándome también.

—En este momento —dice el juez DeSalvo— me dispongo a declararte emancipada de tus padres por lo que respecta a los aspectos sanitarios de tu persona. Lo que esto significa es que, aunque sigas viviendo con ellos y aunque ellos puedan seguir diciéndote cuándo tienes que irte a la cama y cuáles son los programas de televisión que no puedes ver y que tienes que acabarte la verdura del plato, por lo que respecta a cualquier tratamiento médico, tú tienes la última palabra. —Se vuelve hacia Sara—. Señora Fitzgerald, señor Fitzgerald… Voy a ordenarles que vayan con Anna a ver a su médico y que hablen con él acerca de los términos de este veredicto, para que el doctor comprenda que tiene que tratar directamente con Anna. Y para que disponga de una orientación adicional, por si la necesita, voy a pedirle al señor Alexander que asuma poderes de abogado suyo en cuestiones de salud hasta que Anna cumpla los dieciocho años, con el fin de que pueda ayudarla en la toma de las decisiones más difíciles. No estoy sugiriendo de ningún modo que tales decisiones no deban ser tomadas en conjunto con sus padres… pero mi fallo es que la decisión final quede únicamente en manos de Anna. —El juez clava su mirada en mí—. Señor Alexander, ¿acepta usted esta responsabilidad?

Con excepción de
Juez
, nunca hasta entonces había tenido que cuidar de nadie ni de nada. Y ahora tendré a Julia, y también a Anna.

—Será un honor —digo, y le sonrío a ella.

—Quiero que me firmen hoy estos formularios antes de que se vayan de la sala —ordena el juez—. Buena suerte, Anna. Pásate de vez en cuando a contarme cómo te va.

Golpea con el martillo, y todos nos levantamos mientras abandona la sala.

—Anna —le digo, al verla silenciosa e impresionada a mi lado—. Lo has conseguido.

Julia es la primera en llegar hasta nosotros y se inclina sobre la barandilla para abrazar a Anna.

—Has sido muy valiente. —Me sonríe por encima del hombro de Anna—. Y tú también.

Y entonces Anna se separa de nosotros y se encuentra cara a cara con sus padres. Hay apenas un paso entre ambos, pero un universo de tiempo e incomodidad. Sólo en ese momento me doy cuenta que he empezado ya a pensar en Anna como en una persona mayor de su edad biológica, aunque está insegura y es incapaz de sostener el contacto visual.

—Eh —dice Brian, salvando el abismo y obsequiando a su hija con un rudo abrazo—. Todo en orden.

Y entonces Sara se une al pequeño grupo familiar, abarcándolos a ambos con los brazos, mientras los hombros de los tres forman las anchas paredes de un equipo que tendrá que reinventar el juego al que están jugando.

A
NNA

Visibilidad cero. La lluvia cae más intensa si es posible. Tengo una visión fugaz del agua aporreando el coche con tal violencia que lo aplasta como una lata de coca-cola vacía y me parece que es por eso por lo que me cuesta tanto respirar. Tardo un segundo en darme cuenta de que eso no tiene nada que ver con este tiempo asqueroso ni con una claustrofobia latente, sino con el hecho de tener la garganta la mitad de ancha de lo normal, pues las lágrimas la endurecen como una arteria, por lo que todo lo que hago y digo requiere un esfuerzo dos veces mayor.

He sido declarada persona emancipada en cuestiones de salud desde hace media hora. Campbell dice que la lluvia es una bendición, que mantiene alejados a los periodistas. Puede que me encuentren en el hospital o puede que no, pero para entonces estaré con mi familia y ya no importará realmente. Mis padres se han marchado antes que yo, nosotros teníamos que cumplimentar los estúpidos formularios. Campbell se ha ofrecido a llevarme cuando acabásemos, lo cual es un detalle por su parte, teniendo en cuenta que lo que él quiere no es otra cosa que pegarse a Julia y no soltarla, lo que, según parece, ellos consideran un misterio impenetrable, cuando no lo es en absoluto. Me pregunto qué hará
Juez
cuando están los dos juntos, si se siente desplazado.

—¿Campbell? —le pregunto de sopetón—. ¿Qué crees que debería hacer?

No finge no saber de qué le hablo.

—Acabo de luchar duramente en un juicio a favor de tu derecho a elegir, así que no pienso decirte cuál es mi opinión.

—Fantástico —digo, hundiéndome en el asiento—. Ni siquiera sé quién soy en realidad.

—Yo sí sé quién eres. Eres la mejor portera de hockey de todo Providence. Siempre tienes algo sensato que decir, eres siempre la que saca la sorpresa de las bolsas de Chex Mix, odias las mates y…

Está muy bien ver a Campbell intentando rellenar el espacio del formulario.

—¿… y te gustan los chicos? —concluye, preguntando.

—Algunos están bien —admito—, pero seguramente todos acaban creciendo y pareciéndose a ti.

Él sonríe.

—Dios no lo quiera.

—¿Qué vas a hacer ahora?

Campbell se encoge de hombros.

—La verdad es que necesitaría buscarme un caso remunerado.

—¿Para que Julia pueda seguir llevando el estilo de vida al que está acostumbrada?

—Eso —se ríe—. Algo así.

Se hace el silencio un momento, de modo que lo único que puedo oír es el ruido de los limpiaparabrisas. Deslizo las manos bajo los muslos, sentándome sobre ellas.

—Eso que dijiste en el juicio.,, ¿de verdad crees que dentro de diez años os sorprenderé?

—Pero, bueno, Anna Fitzgerald, ¿qué más cumplidos puedo hacerte?

—Olvídalo.

Me mira.

—Sí, sí que lo creo. Me imagino que romperás muchos corazones, estarás pintando en Montmartre, pilotando aviones de caza o haciendo auto-stop en países desconocidos. —Hace una pausa—. O quizá todo eso.

Hubo una época en que, como Kate, quería ser bailarina. Pero desde entonces he pasado por cientos de etapas diferentes: quise ser astronauta, paleontóloga, cantante del coro de Aretha Franklin, miembro del gobierno, guardabosques del parque de Yellowstone. Ahora, según el día, quiero ser microcirujana, poeta, cazadora de fantasmas…

Sólo hay una constante:

—Dentro de diez años —digo—, me gustaría ser la hermana de Kate.

B
RIAN

Me suena el busca justo cuando Kate empieza una nueva sesión de diálisis: accidente de automóvil, y daños personales.

—Me necesitan —le digo a Sara—. ¿Estarás bien?

La ambulancia se dirige a la esquina de Eddy con Fountain, un cruce malo ya de por sí, empeorado por las condiciones climatológicas. Cuando llego, los policías han acordonado la zona. Los vehículos han quedado empotrados en forma de T. La fuerza de la colisión los ha convertido en un amasijo de acero retorcido. El camión ha salido mejor parado; el BMW, más pequeño, está literalmente doblado como una sonrisa por la parte delantera. Salgo del coche bajo la lluvia torrencial y me dirijo al primer policía que veo.

—Tres heridos —dice—. Uno está ya camino del hospital.

Me encuentro con Red que está trabajando con las cizallas, tratando de cortar el metal por el lado del conductor del segundo coche para llegar hasta las víctimas.

—¿Qué has encontrado? —grito por encima de las sirenas.

—El conductor del primer vehículo saltó por el parabrisas —me contesta—. Caesar se lo ha llevado en la ambulancia. La segunda ambulancia está de camino. Hay dos personas ahí dentro, por lo que parece, pero ambas puertas están hechas un acordeón.

—Déjame ver si puedo subir a lo alto del camión.

Comienzo a trepar por el resbaladizo metal, lleno de cristales rotos. Meto el pie en un agujero que no he visto en el lecho del remolque y me pongo a maldecir mientras intento liberarme. Moviéndome con cuidado me introduzco en la cabina doblegada del camión y me acomodo como puedo. E! conductor debe de haber salido disparado por el parabrisas, encima del pequeño BMW. Toda la parte delantera del Ford-150 se he empotrado en el lado del pasajero del coche deportivo, como si fuera de papel.

Tengo que salir arrastrándome por lo que había sido la ventanilla del camión, porque el motor está entre medio de mí y de quienquiera que esté dentro del BMW. Pero si me retuerzo de una manera determinada, hay un espacio diminuto en el que casi encaja mi medida, apoyándome contra el cristal templado, resquebrajado en forma de telaraña, manchado de rojo por la sangre. Y justo cuando Red consigue arrancar con las cizallas la portezuela lateral del conductor y un perro salta al exterior gimoteando, me doy cuenta de que el rostro aplastado contra la ventanilla rota del otro lado es el de Anna.

—¡Sacadlos! —aúllo—. ¡Sacadlos de ahí ahora mismo!

No sé cómo salgo de ese armazón hecho una maraña apartando a Red de mi camino, cómo desengancho a Campbell Alexander de su cinturón de seguridad y lo dejo tumbado en la calle con la lluvia que continúa arreciando, cómo me meto dentro hasta donde mi hija está inmóvil y con los ojos abiertos de par en par, sujeta al cinturón de su asiento como se supone que se debe hacer.

Paulie aparece de la nada y le pone las manos encima; antes de saber lo que hago lo derribo al suelo de un puñetazo.

—Joder, Brian —dice, aguantándose la mandíbula.

—Es Anna. Paulie, es Anna.

Cuando comprenden, intentan retenerme y hacer el trabajo por mí, pero es mi niña, mi niña, y ya pueden cantar misa. La coloco sobre una camilla y la sujeto con un correaje, y luego hago que la suban a la ambulancia. Le inclino hacia atrás la barbilla, para que la intuben, pero al ver la pequeña cicatriz que se hizo cuando se cayó con los patines de hielo de Jesse, no puedo más. Red me aparta a un lado y ocupa mi lugar, y le toma el pulso.

—Está débil, capí —me dice—, pero sigue ahí.

Coloca el tubo de la transfusión intravenosa, mientras yo cojo la radio y transmito nuestra hora estimativa de llegada.

—Niña de trece años, traumatismo craneal grave… —Cuando el monitor cardíaco se queda en blanco, dejo caer el receptor e inicio la reanimación cardiopulmonar—. El desfibrilador, las paletas —ordeno, y le abro la camisa a Anna, cortando la tira del sujetador que tanto quería y no necesitaba. Red le administra una descarga, y consigue recuperarle el pulso; bradicardia con latidos ventriculares irregulares.

La tapamos y le administramos la intravenosa. Paulie entra con un chirrido de ruedas en la zona de descarga para ambulancias y abre las puertas traseras de un solo golpe. Mientras la llevan en la camilla con ruedas, Anna permanece inmóvil. Red me agarra del brazo, con fuerza.

—No pienses —dice, mientras se aferra del cabezal de la camilla de Anna y se precipita a la sala de urgencias.

No me dejan entrar en la sala de traumatismos. Todo un equipo de bomberos colabora en la tarea. Uno de ellos se adelanta al encuentro de Sara, que llega, frenética.

—¿Dónde está? ¿Qué ha pasado?

—Un accidente de coche —logro decir—. No he sabido que era ella hasta que he llegado.

Se me llenan los ojos de lágrimas. ¿Le cuento que no puede respirar sin la respiración asistida? ¿Le digo que la línea del electrocardiograma está plana? ¿Le cuento que no hago más que preguntarme si he hecho bien cada uno de los procedimientos de emergencia, desde que me he encaramado al camión hasta el momento en que la he sacado de entre los hierros, sabedor de que mis emociones ponían en peligro lo que debía hacerse, lo que podía hacerse?

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