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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (50 page)

BOOK: La decisión más difícil
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En ese momento oigo a Campbell Alexander y el ruido de algo que ha sido arrojado contra una pared.

—Maldita sea —dice—. ¡Sólo quiero que me digan si la han traído aquí!

Irrumpe con furia por la puerta de otra sala de traumatismos, con el brazo enyesado y la ropa ensangrentada. El perro da saltos a su lado. De inmediato los ojos de Campbell se encuentran con los míos.

—¿Dónde está Anna? —me pregunta.

No le respondo, porque qué demonios puedo decirle. Y eso es todo lo que necesita para comprender.

—Oh, Dios santo —musita—. Dios mío, no.

El doctor sale de la habitación de Anna. Me conoce; vengo cuatro noches a la semana.

—Brian —dice con sobriedad—, no responde a estímulos nocivos.

El sonido que sale de mí es primario, inhumano, de entendimiento.

—¿Qué significa eso? —me percuten las palabras de Sara—. ¿Qué quiere decir con eso, Brian?

—La cabeza de Anna golpeó la ventana con gran violencia, señora Fitzgerald. Le ha causado una lesión cerebral irreversible. Respira gracias a la respiración asistida, pero no muestra señal de actividad neurológica… Está en estado de muerte cerebral. Lo lamento —dice el doctor—, no saben cuánto lo lamento. —Dubitativo, pasa su mirada de mí a Sara—. Sé que es algo que en estos momentos ni siquiera se les habrá pasado por la cabeza, pero siempre hay una pequeña ventana a la esperanza… ¿No quisieran considerar la posibilidad de donar sus órganos?

Hay estrellas en el cielo nocturno que brillan más que las otras, y cuando las miras a través de un telescopio te das cuenta de que lo que ves son estrellas gemelas. Las dos estrellas rotan una alrededor de la otra, a veces pueden tardar casi cien años en realizar una rotación completa. Generan una fuerza gravitacional tan grande que en torno a ellas no hay espacio para nada más. A lo mejor lo que se ve es una estrella azul, por ejemplo, y sólo más tarde te das cuenta de que tiene una enana blanca por compañera… La primera brilla con tal fuerza que cuando adviertes la segunda ya es demasiado tarde.

Campbell es quien responde en realidad al doctor.

—Soy yo el que tiene poderes de representación legal sobre Anna —le explica— y no sus padres. —Me mira a mí, luego a Sara—. Y hay una chica en el piso de arriba que necesita ese riñón.

S
ARA

En nuestra lengua hay huérfanos y viudas, pero no hay una palabra para el padre que ha perdido a un hijo.

Vuelven a bajárnosla cuando le han extraído los órganos para la donación. Soy la última en entrar. En el pasillo están ya Jesse, Zanne y Campbell y algunas de las enfermeras con las que ha habido una relación más estrecha, e incluso Julia Romano; las personas que necesitaban decir adiós.

Brian y yo entramos en la habitación donde, sobre una cama de hospital, yace Anna, pequeña e inmóvil. Un tubo le baja por la garganta, una máquina respira por ella. De nosotros depende apagarla. Me siento en el borde de la cama y cojo la mano de Anna, caliente todavía, suave al contacto de la mía. Resulta que después de tantos años esperando un momento así, me siento totalmente perdida, sin saber qué hacer. Es como pintar el cielo con lápices de colores; no hay ninguna lengua que pueda recoger un dolor tan grande.

—No puedo hacerlo —susurro.

Brian se me acerca.

—Cariño, ella ya no está aquí. Es la máquina la que mantiene su cuerpo con vida. Lo que había de Anna ya se ha ido.

Me vuelvo, hundiendo la cara en su pecho.

—Pero ella no tenía que irse —sollozo.

Nos abrazarnos sosteniéndonos el uno al otro y, cuando me siento lo bastante fuerte, miro el armazón que antes albergara a mi pequeña. Brian tiene razón, al fin y al cabo. Eso no es más que un caparazón. No hay energía en las líneas de su rostro, hay una laxa ausencia de tensión muscular. Bajo esa piel la han despojado de los órganos que irán a parar a Kate y a otras personas, anónimas, de las listas de segunda opción.

—Está bien.

Respiro profundamente. Pongo la mano sobre el pecho de Anna mientras Brian, temblando, desconecta el respirador. Le acaricio la piel en pequeños círculos, como si así fuera más fácil. Cuando los indicadores de los monitores se convierten en una línea plana, me quedo esperando algún cambio en ella. Y entonces lo siento, noto que su corazón deja de latir bajo la palma de mi mano… esa nimia falta de pulso, esa calma hueca, esa pérdida absoluta.

E
PÍLOGO

Cuando a lo largo del paseo,

palpitantes llamas de vida,

la gente trepida a mi alrededor,

yo olvido mi pesar,

el vacío en la gran constelación,

ese lugar en el que había una estrella.

D. H. L
AWRENCE

Inmersión

K
ATE
2010

Debería haber un estatuto de limitación del dolor. Una normativa que dijese que está muy bien despertarse llorando por las mañanas, pero sólo durante un mes. Que pasados cuarenta y dos días ya no volverás a sobresaltarte con el corazón latiendo a toda velocidad por estar segura de haberla oído llamar tu nombre en voz alta. Que no te van a poner una multa si sientes la necesidad de vaciar su escritorio, descolgar sus dibujos de la nevera, girar una foto del colegio al pasar, aunque sólo sea porque te hiere en lo más vivo cada vez que la ves. Que está bien medir el tiempo tomando como referencia el día en que se fue, del mismo modo en que antes se medía por sus cumpleaños.

Durante mucho tiempo mi padre estuvo diciendo que veía a Anna en el cielo estrellado. A veces era un guiño del ojo, otras la forma de su perfil. Insistía en que las estrellas eran personas a las que se las quería tanto que formaban constelaciones para vivir eternamente. Mi madre creyó durante tiempo que Anna volvería. Buscaba señales: plantas que florecían demasiado pronto, huevos con dos yemas, la sal que formaba letras al ser derramada.

En cuanto a mí, bueno, me dio por odiarme a mí misma. Naturalmente, todo era culpa mía. Si Anna no hubiera presentado aquella demanda, si no se hubiera quedado en el tribunal firmando papeles con el abogado, jamás habría estado en ese cruce en ese preciso momento. Ahora estaría aquí, y sería yo la que se le aparecería por todas partes para atormentarla.

Estuve enferma mucho tiempo. El trasplante estuvo a punto de sufrir un rechazo y, luego, de forma inexplicable, empecé a remontar, una larga y penosa escalada. Han pasado ocho años desde mi última recaída, ni siquiera el doctor Chance es capaz de entenderlo. Cree que ha sido una combinación del ácido transretinoico y de la terapia con arsénico, por algún efecto favorable de acción retardada, pero yo sé lo que es. Era que alguien tenía que irse, y Anna usurpó mi lugar.

El dolor es algo curioso cuando no te lo esperas. Es como cuando te arrancas una tirita: se lleva la capa superficial de una familia. Y los intestinos de una casa no son nunca bonitos, los nuestros no son una excepción. Había veces que me quedaba en mi habitación días enteros, de la mañana a la noche, con los auriculares puestos, aunque sólo fuera por no oír gritar a mi madre. Había semanas en que mi padre hacía turnos de veinticuatro horas en el trabajo, para no tener que volver a una casa que se nos había quedado grande.

Entonces una mañana mi madre se dio cuenta de que nos habíamos comido todo lo que había en casa, hasta la última pasa más arrugada y hasta la última migaja de galleta salada, así que fue a la tienda de comestibles. Mi padre pagó una factura o dos. Yo me senté a ver la tele y me puse un capítulo antiguo de
«I Love Lucy»
, que me hizo reír.

Inmediatamente, sentí como si hubiera profanado un santuario. Me tapé la boca con la mano, avergonzada. Fue Jesse quien, sentado a mi lado en el sofá, dijo:

—A ella también le habría hecho gracia.

Mientras te empeñas en seguir aferrado al amargo y doloroso recuerdo de que alguien ha dejado este mundo, no sales de ahí. El hecho mismo de vivir es como una marea: al principio parece que todo sigue igual, pero un día miras tus pies y ves la cantidad de dolor que ha sido erosionado.

Me pregunto hasta qué punto nos vigila. Si sabe que durante mucho tiempo mantuvimos la relación con Campbell y Julia, incluso fuimos a su boda. Si entiende que la razón por la que ya no nos vemos con ellos es sencillamente porque nos hace daño, porque aunque no hablemos de Anna, ella está presente en los huecos entre las palabras, como el olor de algo que se quema.

Me pregunto si estaría en la ceremonia de graduación de Jesse en la academia de policía, si sabe que obtuvo una mención del alcalde el año pasado por su intervención en una redada antidroga. Desconozco si sabe que papá cayó en un pozo muy profundo cuando ella desapareció, y que le costó Dios y ayuda volver a trepar hasta la superficie. No sé si sabe que ahora enseño danza a las niñas. Que cada vez que veo a dos chiquitas en la barra, haciendo
pliés
, pienso en nosotras.

Aún me pilla por sorpresa cuando se presenta. Como cuando casi después de un año de su muerte, mi madre llegó a casa con un carrete de fotos que acababa de revelar, de mi graduación en el instituto. Nos sentamos juntas en la mesa de la cocina, codo con codo, intentando no mencionar, mientras veíamos nuestras sonrisas de oreja a oreja, que en esas fotos faltaba alguien.

Y entonces, como si la hubiéramos invocado, la última foto era de Anna. Tanto tiempo hacía que no habíamos utilizado la cámara, lisa y llanamente. Estaba sobre una toalla de playa, con la mano extendida hacia el fotógrafo, que no sé quién era, intentando que no le hiciera la foto.

Mi madre y yo nos quedamos sentadas mirando a Anna en la mesa de la cocina hasta que se puso el sol, hasta que lo hubimos memorizado todo, desde el color del pasado de su cola de caballo hasta el diseño de los flecos del bikini. Hasta que ya no pudimos estar seguras de verla con claridad.

Mi madre me dejó que me quedara con esa foto de Anna. Pero no la puse en ningún marco, la metí en un sobre que cerré y enterré en lo más hondo del cajón de un archivador. Y ahí es donde está, sólo por si algún día de éstos me da por echarla de menos.

Tendrá que haber una mañana en que me despierte y no sea su cara lo primero que vea. O alguna tarde ociosa de agosto en que ya no me acuerde de cuál era el lugar exacto del hombro derecho en que tenía aquellas pecas. A lo mejor, alguno de estos días ya no seré capaz de oír el sonido de sus pisadas junto con el de la nieve al caer.

Cuando empiezo a sentirme así me meto en el baño y me levanto la camisa, y me toco las líneas blancas de la cicatriz. Y recuerdo cómo al principio me parecía que los puntos deletreaban su nombre. Pienso en su riñón trabajando dentro de mí y en su sangre corriendo por mis venas. La llevo siempre conmigo, dondequiera que voy.

A
GRADECIMIENTOS

Como madre de un niño que ha sufrido diez operaciones en tres años, quiero en primer lugar dar las gracias a todo el personal sanitario que en su día a día comparte los momentos más duros que una familia puede experimentar y trata de hacer más fácil la situación: al doctor Roland Eavey y el equipo de enfermeras de pediatría en Massachusetts. A Eye y Ear, gracias por darnos un final feliz en la vida real. Mientras escribía
La decisión más difícil
, me di cuenta, como siempre, de lo poco que sabía y de lo mucho que dependo de la experiencia y la inteligencia de otros. Por permitirme compartir con ellos tanto su vida profesional como personal y por sugerencias de pura genialidad literaria quiero dar las gracias a Jennifer Sternick, Sherry Fritzsche, Giancarlo Cichetti, Grez Kachejian; los doctores Vincent Guarerra, Richard Stone, Parid Bouíad, Eric Terman, James Umlas; Wyatt Fox, Andrea Green y el doctor Michael Goldman, Lori Thompson, Cyntia Follensbee, Robin Kall, Mary Ann McKenney, Harriet St. Laurent, April Murdoch, Aidan Curran, Jane Picoult y Jo-Ann Mapson. Por hacer de mí la persona capaz de la noche y dejarme formar parte de un bienintencionado equipo de bomberos, quiero dar las gracias a Michael Clark, Dave Hautanemi, Richard «Pockey» Low y Jim Belanger (que es siempre un genio corrigiendo mis errores). Por todo el apoyo que me han brindado, gracias a Carolyn Reidy, Judith Curr, Camilla McDuffie, Laura Mullen, Sarah Branham, Karen Mender, Shannon McKenna, Paolo Pepe, Seaíe Ballenger, Aune Harris y a la fuerza vendedora indomable de Atria. Por creer en mí desde el primer momento, vaya toda mi gratitud para Laura Gross. Por guiarme y darme la libertad de desplegar mis alas, mi más sincero afecto para Emily Bestler. A Scott y Amanda MacLellan y a Dave Cranmer, que me ofrecieron sus sabios consejos tanto en los éxitos como en los fracasos que implica convivir con una enfermedad grave, gracias por toda vuestra generosidad y mis mejores deseos de un largo y sano futuro.

Y, como siempre, gracias a Kyle, Jake y Sammy, y especialmente a Tim, por ser lo que más importa.

Notas

[1]
El tutor ad litem,
Guardian ad litem
en inglés (abreviado GAL) es el defensor de un menor cuyo bienestar está decidiéndose en un tribunal. El tutor ad litem no ejerce como abogado del menor ni como tutor legal. Se trata de un profesional independiente cuya labor, que se alarga únicamente el tiempo que dura el proceso en los juzgados, consiste en investigar y aconsejar al juez lo que cree que es lo mejor para el menor.
(N. de la ed.)
<<

[2]
Hemograma completo.
(N. de la ed.)
<<

[3]
Occupational Safety & Health Administration (OSHA) es la institución encargada de velar por la seguridad y la salud de los trabajadores estadounidenses.
(N. de la ed.)
<<

[4]
El objeto M42 es una nebulosa visible en la constelación de Orión. También se lo conoce como Nebulosa de Orión, Messier 42 o NGC 1976.
(N de la ed.)
<<

[5]
Human Leukocyte-antigens (Antígenos leucocitarios humanos).
(N. de la ed.)
<<

[6]
Famosa corredora norteamericana.
(N. del t.)
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[7]
Juego de palabras intraducible:
mourning
(«luto», «duelo») se pronuncia casi exactamente igual que
morning
(«mañana»).
(N. del t.)
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