Authors: David Foenkinos
Charles interrumpió de golpe su monólogo. Markus se sentía incómodo. Nunca es fácil recibir las confidencias de un desconocido, y menos aún cuando se trata de tu jefe. No le quedaba más que el humor para tratar de quitarle hierro a la situación:
—¿Ha visto todo eso con sólo mirarme? ¿De verdad es ésa la impresión que le causo? En tan poco tiempo...
—Y además, tiene un gran sentido del humor. Es usted un genio, de verdad. Como antes Marx, como antes Einstein, ahora usted.
Markus no supo qué contestar a ese comentario algo exagerado. Por suerte, llegó el camarero:
—¿Saben ya qué van a tomar?
—Sí, yo tomaré la carne —dijo Charles—. Muy poco hecha.
—Y yo el pescado.
—Muy bien, señores —dijo el camarero antes de retirarse.
No se había alejado ni dos metros cuando Charles volvió a llamarlo:
—He cambiado de idea, tomaré pescado yo también.
—Muy bien —dijo el camarero antes de irse.
Después de un silencio, Charles reconoció:
—He decidido hacerlo todo como usted.
—¿Hacerlo todo como yo?
—Sí, como si fuera mi mentor.
—Pero ¿sabe?, no hay mucho que hacer para ser como yo.
—No estoy de acuerdo. Por ejemplo, su chaqueta. Creo que estaría bien que tuviera una igual. Debería vestirme como usted. Tiene un estilo único. Todo está muy pensado; se ve que usted no deja nada al azar. Y eso para las mujeres es importante. ¿A que sí, eh, a que sí?
—Pues... sí, no sé. Se la puedo prestar si quiere.
—¡¿Lo ve?! Eso es típico de usted: es la amabilidad en persona. Le digo que me gusta su chaqueta, y, al momento, se ofrece a prestármela. Es tan bonito. Me doy cuenta de que yo no he prestado mis chaquetas lo suficiente. Durante toda mi vida, he sido un inmenso egoísta de la chaqueta.
Markus comprendió que todo lo que dijera sería considerado genial. El hombre sentado delante de él lo miraba con un filtro de admiración, por no decir de veneración. Para continuar con su análisis, Charles le pidió:
—Hábleme más de usted.
—Es que, si quiere que le diga la verdad, no suelo pensar mucho en quién soy.
—¡Eso es! Mi problema es que pienso demasiado. Siempre me pregunto qué piensan los demás de mí. Debería ser más estoico.
—Para eso tendría que haber nacido en Suecia.
—¡Ah! ¡Muy gracioso! Va a tener que enseñarme a ser así de gracioso. ¡Qué retranca tiene usted! ¡Voy a beber a su salud! ¿Le sirvo otra copa?
—No, creo que ya he bebido bastante.
—¡Y qué dominio de sí mismo! Bueno, en eso decido no ser como usted. Me voy a conceder esta única licencia.
El camarero llegó entonces con los dos platos de pescado y les deseó buen provecho. Empezaron a comer. De pronto, Charles levantó la cabeza del plato.
—Soy un estúpido. Todo esto es ridículo.
—¿El qué?
—Odio el pescado.
—Ah...
—Peor todavía.
—¿Peor?
—Sí, soy alérgico al pescado.
—Está todo dicho. Nunca podré ser como usted. Nunca podré estar con Nathalie. Y todo por culpa del pescado.
Algunas precisiones técnicas sobre la alergia al pescado:
La alergia al pescado no es tan poco frecuente como se piensa. Es la cuarta causa de alergia en nuestro país. Cuando se es alérgico al pescado, es necesario tratar de averiguar si se es alérgico a uno solo o a varios. En la práctica, la mitad de los pacientes alérgicos a un tipo de pescado lo es también a otros. Por ello es necesario realizar pruebas cutáneas para hallar alergias cruzadas, que a veces han de completarse con pruebas de provocación (con el alimento en cuestión) por si las pruebas cutáneas no son suficientes. Cabe preguntarse también si algunos pescados provocan menos reacciones alérgicas que otros. Para responder a esta pregunta, un equipo de investigadores ha comparado la reactividad cruzada de nueve pescados: el bacalao fresco, el salmón, la pescadilla, la caballa, el atún, el arenque, la lubina, el rodaballo y la acedía. El estudio arroja que el atún y la caballa (ambos de la familia de los escómbridos) son los mejor tolerados; los pescados planos, el rodaballo y la acedía, ocupan la segunda posición. Por el contrario, el bacalao, el salmón, la pescadilla, el arenque y la lubina presentan reactividades cruzadas importantes, es decir que si se es alérgico a uno de estos pescados, es más probable que se sea también a los demás.
Tras esta revelación sobre el pescado, la cena se sumió en el mundo del silencio. Markus trató varias veces de retomar la conversación, pero fue en vano. Charles no comió nada, y se contentó con beber. Parecían una pareja que lleva mucho tiempo de vida en común y ya no tiene nada que decirse; que se abandona a una suerte de meditación interior. El tiempo pasa sin apenas notarlo (y a veces también los años).
Una vez en la calle, Markus tuvo que retener a su jefe. No podía conducir en ese estado. Quería meterlo en un taxi, lo antes posible. Estaba impaciente por que terminara por fin el calvario de la velada. Pero, por desgracia, el aire fresco de la noche despejó a Charles. Y hete aquí que atacó de nuevo:
—No se vaya, Markus. Quiero seguir hablando con usted.
—Pero si hace una hora que ya no dice usted nada. Y ha bebido demasiado, es mejor que se vaya a casa.
—¡Oh, no sea siempre tan serio! ¡Qué pesado es usted! Vamos a tomar una última copa, y nada más. ¡Es una orden!
Markus no tenía más remedio que obedecer.
Fueron a parar a una especie de local donde gente de cierta edad alterna de forma lasciva. No era una discoteca propiamente dicha, pero se le parecía. Sentados en una banqueta rosa, pidieron una infusión. Detrás de ellos se veía una litografía audaz, una especie de naturaleza muerta, pero que muy muerta. Ahora Charles parecía más tranquilo. Había vuelto a darle un bajón. En su rostro se reflejaba un inmenso hastío. Cuando pensaba en los años que habían pasado, recordaba la vuelta de Nathalie después de su tragedia. Lo asediaba la visión de esa mujer destrozada. ¿Por qué nos marca tanto un detalle, un gesto, que hacen de esos instantes insignificantes lo más importante de toda una época? El rostro de Nathalie eclipsaba, en sus recuerdos, su carrera y su vida familiar. Habría podido escribir un libro sobre las rodillas de Nathalie, mientras que era incapaz de citar el cantante preferido de su hija. Por aquel entonces, se había resignado. Charles comprendía que no estaba preparada para vivir otra cosa. Pero, en lo más hondo de sí mismo, no había perdido la esperanza. Hoy todo le parecía desprovisto del más mínimo interés: su vida era siniestra. Se sentía oprimido. Los suecos estaban tensos por culpa de la crisis financiera. Islandia había estado al borde de la quiebra, y eso había tambaleado muchas certezas. Percibía también el odio creciente hacia los patronos. Como otros directores, quizá lo secuestraran en el próximo conflicto social. Y luego estaba su mujer. No lo entendía. Hablaban tan a menudo de dinero que a veces Charles la confundía con sus acreedores. Todo se mezclaba en un universo sin sabor, donde la propia feminidad era un vestigio, donde ya nadie se tomaba el tiempo de hacer ruido con unos tacones de aguja. El silencio de cada día anunciaba el silencio de todos los días, para siempre. Por eso perdía pie al saber a Nathalie con otro hombre...
Habló de todo eso con mucha sinceridad. Markus comprendió que había que hablar de Nathalie. Un nombre femenino, y la noche parece infinita. Pero ¿qué podía decir de ella? Apenas la conocía. Habría podido confesar simplemente: «Se equivoca... no se puede decir de verdad que estemos juntos... Por ahora no ha habido más que tres o cuatro besos... y si supiera lo raro que ha sido todo...», pero de su boca no salía sonido alguno. Le costaba hablar de ella, se daba cuenta de repente. Su jefe había apoyado la cabeza en su hombro, incitándolo a sincerarse. Markus se esforzó entonces por contarle, a su vez, su versión de su vida con Nathalie. Su análisis de todos los momentos nathalianos. Inesperadamente, lo asaltó de pronto una multitud de recuerdos. Instantes fugaces de hacía ya mucho tiempo, mucho antes del impulso del beso.
La primera vez. Su entrevista de selección la hizo con ella. Markus se dijo enseguida: «Nunca podría trabajar con una mujer así.» No le salió bien, pero Nathalie tenía la consigna de contratar a un sueco. De modo que Markus estaba en la empresa por una cuestión de cupos. Pero él no lo sabía. Su primera impresión lo persiguió durante meses. Pensaba ahora en su manera de recogerse los mechones de pelo detrás de la oreja. Ese gesto lo había fascinado. En las reuniones de grupo, esperaba que lo volviera a hacer, pero no, había sido una gracia única. Se acordaba también de otros gestos, como el de colocar el montón de expedientes en un rincón de la mesa, o el de humedecerse los labios rápidamente antes de beber, o el tiempo que se tomaba para respirar entre dos frases, y la manera que tenía a veces de pronunciar las eses, sobre todo al final del día, y su sonrisa de cortesía, la de dar las gracias, y sus tacones de aguja, oh, sí, sus tacones de aguja que glorificaban sus pantorrillas. Odiaba la moqueta de la empresa, y hasta se había preguntado un día: «Pero ¿quién narices habrá inventado la moqueta?» Y tantas cosas, tantas y tantas cosas. Sí, ahora se acordaba de todas ellas, y se daba cuenta de que había acumulado mucha fascinación por Nathalie. Cada día junto a ella había sido la conquista inmensa aunque disimulada de un verdadero imperio sentimental.
¿Cuánto tiempo había hablado de ella? Markus no lo sabía. Al volver la cabeza, se dio cuenta de que Charles se había quedado dormido. Como un niño que se duerme escuchando un cuento. Para que no cogiera frío, siempre tan atento, Markus lo cubrió con su chaqueta. En el silencio tan ansiado, observó a ese hombre sobre cuyo poder había fantaseado. Él que tan a menudo había sentido los pulmones como en un embudo, que había pensado tantas veces en la vida de los demás con envidia, se daba cuenta ahora de que no era el más desgraciado. Que hasta le gustaba la rutina. Esperaba estar con Nathalie pero, de no ser así, no se derrumbaría. Febril y frágil por momentos, Markus tenía pese a todo cierta fuerza. Algo así como una estabilidad, una calma. Algo que permite no poner en peligro los días. ¿Para qué agobiarse cuando todo es absurdo?, se decía a veces, sin duda por haber leído demasiado a Cioran. La vida puede ser hermosa cuando se conoce el inconveniente de haber nacido. La visión de Charles dormido reafirmaba ese sentimiento de seguridad en sí mismo, que iba a crecer en él con más fuerza todavía.
Dos mujeres de unos cincuenta años se acercaron a ellos para tratar de entablar conversación, pero Markus les indicó con un gesto que no hicieran ruido. Era sin embargo un local con música. Charles se incorporó por fin, sorprendido de abrir los ojos en ese lugar tan extraño y cálido a la vez. Vio a Markus, que había velado su sueño, y constató la presencia de la chaqueta del sueco sobre sus hombros. Sonrió, y ese simple esbozo en las facciones le recordó que le dolía la cabeza. Ya iba siendo hora de marcharse. Había amanecido. Llegaron juntos a la oficina. Al salir del ascensor, se despidieron estrechándose la mano.
Un poco más tarde aquella misma mañana, Markus se dirigió a la máquina de café. Reparó enseguida en que los empleados se apartaban a su paso. Era Moisés ante el mar Rojo. La metáfora puede parecer exagerada, pero hay que entender lo que ocurría. Hete aquí que Markus, un empleado tan discreto como soso, del que a menudo se había podido decir que era de lo más corriente, en menos de un día había quedado para salir con una de las mujeres más guapas de la empresa, si no la más guapa (y, para más inri, se consideraba que esa mujer estaba como muerta para el juego de la seducción) y para cenar con el director general. Hasta se los había visto llegar juntos por la mañana, y ello bastaba para aportar connotaciones tendenciosas al cotilleo. Era mucho para un solo hombre. Todo el mundo lo saludaba, todo el mundo le hablaba, que si buenos días qué tal estás, que si qué tal vas con el expediente 114. De repente, la gente se interesaba por ese dichoso expediente, y hasta por el más mínimo gesto de Markus. Tanto es así que éste, en mitad de la mañana, estuvo a punto de desmayarse. Añadida a una noche en vela, la transformación había sido demasiado radical y repentina. Era como si recuperara de pronto, condensados en unos pocos minutos, años y años de impopularidad. Por supuesto, nada de eso podía ser natural. Tenía que haber una razón, algún motivo turbio. Se rumoreaba que era un topo al servicio de los suecos, que era el hijo del accionista más importante, que estaba gravemente enfermo, que era muy conocido en su país como actor de cine porno, que había sido elegido para representar a la humanidad en Marte y también que era íntimo de Natalie Portman.
Declaración de la actriz Isabelle Adjani,
en un programa televisivo,
el 18 de junio de 1987:
«Lo terrible para mí hoy es tener que venir a este plato para decir "no estoy enferma", como si dijera "no soy culpable de ningún crimen".»
Nathalie y Markus se vieron para almorzar. Markus estaba cansado, pero no se le cerraban los ojos. Nathalie no podía creer que la cena hubiera durado toda la noche. ¿Quizá con él las cosas siempre fueran así? Quizá con él nada fuera previsible. Hubiera querido reírse de ello, pero no le gustaba demasiado lo que veía. Se sentía tensa, incómoda por la agitación que los rodeaba. Le recordaba la mezquindad de la gente después del entierro de François. Las manifestaciones de compasión, algo excesivas. Quizá fuera una locura, pero veía en ello como un vestigio del tiempo en que los franceses habían colaborado con los alemanes durante la ocupación. Al observar ciertas reacciones, Nathalie se decía: «Si hubiera de nuevo una guerra, todo sería exactamente igual.» Su sentimiento quizá fuera exagerado, pero la velocidad del rumor, aunada a una buena dosis de maldad, le inspiraba un asco en consonancia con ese periodo tan turbio de la historia de Francia.
No entendía por qué le interesaba tanto a la gente su relación con Markus. ¿Era por él? ¿Por la impresión que causaba? ¿Así es como se perciben las relaciones poco racionales? Pero es absurdo: ¿acaso hay algo más ilógico que una afinidad? A Nathalie todavía no se le había pasado el enfado provocado por su última conversación con Chloé. ¿Por quién se tomaban todos? Transformaba cada pequeña mirada en una agresión.
—Apenas si nos hemos besado, y tengo la impresión de que ahora todo el mundo me odia —le dijo a Markus.