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Authors: David Foenkinos

La delicadeza (5 page)

BOOK: La delicadeza
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Y llegó el día en que hubo un nuevo calendario.

Hacía varios meses que Nathalie se había reincorporado al trabajo. Se había entregado a ello de una manera que algunos juzgaban excesiva. El tiempo parecía retomar su curso. Todo volvía a empezar: la rutina de las reuniones y lo absurdo de esos expedientes que se numeran como si no fueran más que una sucesión de elementos desprovistos de la más mínima importancia. Y el absurdo llevado a su máximo exponente: los expedientes nos sobrevivirán. Sí, eso es lo que se decía Nathalie, mientras archivaba documentos. Que todo ese papeleo era superior a nosotros en muchos aspectos, que no estaba sujeto a la enfermedad, a la vejez ni a ningún accidente. Ningún expediente moriría atropellado al ir a correr un domingo.

25

Definición de la palabra «delicado»
según el Larousse,
pues «delicadeza» no basta
para entender lo que es la delicadeza:

Delicado, -a (del lat.
delicatus).

Muy fino; exquisito; refinado.
Un rostro de rasgos delicados. Un perfume delicado.

Que manifiesta fragilidad.
Salud delicada.

Difícil de manejar; escabroso.
Situación, maniobra delicada.

Que manifiesta gran tacto o sensibilidad.
Un hombre delicado. Una atención delicada.

Difícil de contentar (peyorativo).

26

Desde que había vuelto Nathalie, Charles estaba de buen humor. A veces hasta disfrutaba con sus clases de sueco. Entre ellos se había tejido algo parecido a la confianza y el respeto. Nathalie era consciente de la suerte que tenía de estar a las órdenes de un hombre tan amable y solícito con ella. Pero ya no era tan ciega como antes; ahora ya se daba perfecta cuenta de que se sentía atraído por ella. Le permitía hacer alusiones, más o menos sutiles. Él no iba nunca demasiado lejos, pues ella imponía una distancia que se le antojaba insuperable. Nathalie no entraba en su juego, por la sencilla razón de que no podía jugar. No tenía fuerzas para hacerlo. Conservaba toda su energía para el trabajo. Charles había tratado numerosas veces de invitarla a cenar, intentos estériles que ella rechazaba con un silencio. Era incapaz de salir, sencillamente. Y menos aún con un hombre. Le parecía absurdo, pues si tenía el valor de aguantar el tipo durante todo el día, de concentrarse en expedientes sin importancia, ¿por qué no se permitía momentos de tregua? Seguramente tenía que ver con el concepto de placer. No se sentía con derecho a hacer nada que pudiera considerarse ligero. Así eran las cosas. No era capaz. Y ni siquiera estaba segura de poder volver a serlo algún día.

Esa noche, todo sería distinto. Nathalie había accedido por fin, e iban a cenar juntos. Charles se había sacado de la manga un argumento de peso: había que celebrar su ascenso. Porque en efecto, había obtenido un ascenso muy bueno, y de ahora en adelante dirigiría un grupo compuesto por seis personas. Si bien su progresión profesional estaba del todo justificada por su competencia, Nathalie no podía por menos que preguntarse si no había logrado ese ascenso a fuerza de suscitar compasión. En un primer momento quiso rechazarlo, pero era complicado no aceptar un ascenso. Después, al constatar la insistencia de Charles en organizar esa velada, se preguntó si no había acelerado su progresión profesional con el único objetivo de conseguir una cena a solas. Todo era posible, de nada servía devanarse los sesos para tratar de comprender. Nathalie se limitó a decirse que tenía razón, y que seguramente era una buena ocasión para obligarse a salir un poco. Quizá pudiera recuperar así una especie de soltura nocturna.

27

Charles se jugaba mucho en esa cena. Sabía que sería decisiva. Se preparó con la misma ansiedad que en su primera cita de adolescente. A fin de cuentas, no era una sensación tan extravagante. Tratándose de ella, casi podía pensar que era la primera vez que salía a cenar con una mujer. Era como si Nathalie poseyera la extraña capacidad de reducir a la nada todo recuerdo de su vida sensual.

Por supuesto, evitó los restaurantes de ambiente demasiado íntimo, no quería importunarla con un romanticismo que ella habría podido juzgar inapropiado. Los primeros minutos fueron perfectos. Bebían, diciéndose frases cortas, y los breves silencios que se instauraban de vez en cuando no resultaban incómodos. Nathalie apreció el hecho de estar ahí, bebiendo. Pensó que debería haber reanudado antes las salidas nocturnas, que el placer venía de la acción; más todavía: le apetecía cierta ebriedad. Sin embargo, algo la mantenía con los pies en la tierra. Nunca podía escapar del todo de su propia condición. Podía beber cuanto quisiera, ello no cambiaría nada. Estaba ahí sin más, con una lucidez absoluta, viéndose a sí misma interpretar un papel, como una actriz en un escenario. Desdoblada así, observaba pasmada la mujer que ya no era, la mujer que podía estar en la vida y en la seducción. Ese momento bañaba en una luz aún más intensa todos los detalles de su imposibilidad de ser. Pero Charles no veía nada de todo eso. Charles nadaba en lo más obvio, en la superficie, trataba de hacerla beber, con el fin de acceder a un poco de vida con ella. Estaba subyugado. Desde hacía varios meses, Nathalie se le antojaba rusa. No sabía muy bien lo que significaba eso, pero era así: en su mente, Nathalie tenía una fuerza rusa, una tristeza rusa. Su feminidad había viajado así desde Suiza hasta Rusia.

—Y entonces... ¿por qué este ascenso? —le preguntó ella.

—Porque tu trabajo es fantástico... y porque me pareces maravillosa, nada más.

—¿Nada más?

—¿Por qué me lo preguntas? ¿Es que sientes que hay algo más?

—¿Yo? Yo no siento nada.

—¿Y si pongo la mano aquí, no sientes nada?

Ni él mismo sabía cómo se había atrevido. Se decía que, esa noche, todo podía ocurrir. ¿Cómo podía estar tan lejos de la realidad? Al poner su mano sobre la suya, recordó enseguida aquel otro momento, hacía tiempo, en que la puso sobre su rodilla. Ella lo miró de la misma manera que entonces. Y a Charles no le quedó más remedio que dar marcha atrás. Estaba harto de que Nathalie fuera inaccesible, harto de vivir rodeado de silencio. Quería aclarar las cosas.

—No te gusto, ¿es eso?

—Pero... ¿por qué me preguntas eso?

—Y tú, ¿por qué haces preguntas? ¿Por qué no contestas nunca?

—Porque no sé...

—¿No crees que debes avanzar? No te pido que olvides a François... pero no vas a quedarte encerrada toda tu vida... Sabes hasta qué punto puedo estar aquí para ti...

—... Pero si estás casado...

A Charles le sorprendió que mencionara así a su mujer. Podía parecer increíble, pero la había olvidado. No era un hombre casado que cena con otra mujer. Era un hombre en el instante presente. Sí, estaba casado. Estaba sumido en lo que él mismo llamaba
«la vida de ca(n)sado».
Su matrimonio era puro hastío. Entre su esposa y él ya no había absolutamente nada. De ahí su sorpresa, porque era profundamente sincero en su atracción por Nathalie.

—Pero ¿por qué me hablas de mi mujer? ¡Es una sombra! Ni nos tocamos siquiera, apenas nos rozamos.

—Nadie lo diría.

—Porque para ella es muy importante aparentar. Cuando viene a la oficina, es sólo para pavonearse. Pero si supieras lo patéticos que somos, si supieras...

—Entonces déjala.

—Por ti, la dejo ahora mismo.

—Por mí no... Por ti.

Hubo un silencio, un tiempo para respirar varias veces, para beber unos sorbos. A Nathalie le había sorprendido desagradablemente que mencionara a François, que intentara que la velada se encaminara, tan pronto y de manera tan burda, hacia un destino tan elemental. Terminó por decir que quería irse a casa. Charles se dio perfecta cuenta de que había ido demasiado lejos, de que había estropeado la velada con sus declaraciones. ¿Cómo no había visto que no era el momento? Que no estaba preparada. Había que ir despacio, paso a paso. Y él se había lanzado como un loco, a toda velocidad, tratando de recuperar en dos minutos años y años de deseo. Y todo por culpa del principio de la velada. Había sido esa entrada en materia, tan bonita y tan prometedora, la que lo había sumido en la confianza de los hombres con prisa.

Se recuperó del golpe: después de todo, tenía derecho a decir lo que sentía. Sincerarse no era ningún crimen. Y sí, era cierto que con ella todo era muy difícil, su estatus de viuda complicaba mucho las cosas. Pensó que habría tenido más probabilidades de seducirla algún día si François no hubiera muerto. Al matarse, había detenido su amor en el tiempo. Los había propulsado a una eternidad inmutable. ¿Cómo conquistar el corazón —o lo que fuera— de una mujer en esas condiciones? Una mujer que vive en un mundo detenido en el tiempo. Uno llegaba a preguntarse si de verdad François no se había matado a propósito para prolongar eternamente su amor. No por nada piensan algunos que la pasión sólo puede tener un final trágico.

28

Salieron del restaurante. La situación era cada vez más incómoda. Charles no encontraba la palabra adecuada, la réplica ingeniosa, ni el sentido del humor siquiera para salir del mal paso, para relajar un poco la atmósfera. No había nada que hacer, estaban atascados. Desde hacía meses, Charles se había mostrado delicado y solícito, había sido respetuoso y fiel, y ahora todos sus esfuerzos por ser un hombre como es debido habían quedado reducidos a la nada porque no había sabido dominar su deseo. Su cuerpo era ahora como un absurdo desmembrado, cada miembro poseía un corazón autónomo. Trató de besar a Nathalie en la mejilla, un gesto que le hubiera gustado que resultara desenvuelto y cordial, pero tenía el cuello rígido. Ese tiempo ahogado duró un rato todavía, como una lenta sucesión de segundos pretenciosos.

Y, de pronto, Nathalie le regaló una gran sonrisa. Quería darle a entender que la cosa no era tan grave. Que más valía olvidar esa velada, y punto. Dijo que quería andar un poco y se marchó, dejando en el ambiente esa nota dulce. Charles siguió observándola, sin apartar los ojos de su espalda. No podía moverse, estaba petrificado en su fracaso. En el centro de su campo visual, Nathalie se alejaba, se iba haciendo cada vez más pequeña, pero era él el que encogía, el que se iba arrugando por momentos, ahí parado en la calle.

Y, entonces, Nathalie se detuvo.

Y dio media vuelta.

De nuevo caminaba hacia él. Esa mujer que, un segundo antes, se desvanecía en su campo visual, crecía ahora a medida que se iba acercando a él. ¿Qué quería? No debía hacerse ilusiones. Seguramente habría olvidado las llaves, un pañuelo o alguno de esos numerosos objetos que a las mujeres les encanta dejarse en todas partes. Pero no, no se trataba de eso. Se veía en su manera de andar. Se notaba que no era una cuestión material. Que volvía hacia él para hablarle, para decirle algo. Sus andares eran ligeros, vaporosos, como la protagonista de una película italiana de 1967. Él también quería avanzar hacia ella. En su delirio romántico, pensaba que debía empezar a llover. Que todo el silencio del final de la cena no había sido sino confusión. Que volvía no para hablarle, sino para besarlo. Era de verdad extraño: cuando Nathalie se había marchado, Charles había tenido la intuición de que no debía moverse porque iba a volver. Pues era obvio que entre ellos había algo instintivo y simple, algo fuerte y frágil, y así había sido desde el principio. Pero claro, había que entenderla. No era fácil para ella. No era fácil admitir esa clase de sentimientos cuando tu marido acaba de morir. Era incluso atroz. Y, sin embargo, ¿cómo resistirse? Las historias de amor suelen ser amorales.

Nathalie estaba ya muy cerca de él, febril y divina, voluptuosa encarnación de la feminidad trágica. Ahí estaba su amor, Nathalie:

—Perdona que antes no te contestara... Me sentía incómoda...

—Sí, lo entiendo.

—Es que es muy difícil ponerle palabras a mis sentimientos.

—Lo sé, Nathalie.

—Pero creo que puedo contestarte: no me gustas. Y más aún, creo que me incomoda tu manera de intentar seducirme. Estoy segura de que nunca habrá nada entre nosotros. Puede que, sencillamente, ya no sea capaz de querer a alguien, pero si alguna vez se me pasara por la cabeza hacerlo, sé que no sería a ti.

—...

—No podía volver a casa así, sin más. Prefería decírtelo.

—Pues ya está dicho. Ya lo has dicho. Sí, ya está dicho. Si lo he oído, es que lo has dicho. Lo has dicho, sí.

Nathalie observó a Charles, que seguía hipando. Sus palabras quedaban en suspenso, y progresivamente se las iba tragando el silencio. Eran palabras como los ojos de un moribundo. Nathalie esbozó un gesto de ternura: le puso la mano en el hombro. Y se marchó por donde había venido. Volvió hacia la Nathalie pequeñita, pequeñita. Charles quiso seguir de pie, pero no fue fácil. No se lo podía creer. Sobre todo el tono en el que le había hablado. Con gran sencillez, sin una pizca de maldad. Tenía que rendirse ante la evidencia: no le gustaba, y no le gustaría nunca. No sentía rabia ninguna. Era como el final repentino de algo que lo había animado durante años. El final de una posibilidad. La velada había seguido la misma línea que el
Titanic.
Una velada festiva al principio, que al final terminaba en un naufragio. A menudo la verdad se parecía mucho a un iceberg. Nathalie seguía en su campo visual, y quería verla alejarse lo más rápido posible. Incluso el puntito que era ahora se le antojaba desmesuradamente insoportable.

29

Charles caminó un poco, hasta el aparcamiento. Una vez en su coche, se fumó un cigarro. Lo que sentía estaba en perfecta sintonía con el amarillo agresivo de los neones del techo. Puso el motor en marcha y encendió la radio. El locutor hablaba de una extraña serie de partidos que habían terminado todos en empate aquella jornada, lo que provocaba un
statu quo
en la clasificación de la liga de primera división. Todo era coherente. Charles era como un club perdido en mitad de la clasificación. Estaba casado, tenía una hija, dirigía una empresa de éxito, pero sentía un inmenso vacío. Sólo el sueño de Nathalie había tenido la capacidad de insuflarle vida. Ahora todo eso había terminado, todo estaba aniquilado, destruido, arrasado. Podía añadir sinónimos a la lista, nada cambiaría ya. Pensó entonces que había algo peor que ser rechazado por la mujer a la que uno ama: tener que verla todos los días. Encontrarse en todo momento cerca de ella, en un pasillo. No pensó en el pasillo por casualidad. En los despachos Nathalie era hermosa, pero Charles había pensado siempre que su erotismo era más intenso en los pasillos. Sí, en su cabeza, era una mujer-pasillo. Y, ahora, acababa de comprender que cuando llegara al final del pasillo tendría que dar media vuelta.

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