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Authors: Louis Auchincloss

La educación de Oscar Fairfax (22 page)

BOOK: La educación de Oscar Fairfax
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Max nunca me perdonó, de eso estoy seguro. Pero tampoco rompió conmigo. ¿Cómo iba a hacerlo? Me debía demasiado, y nunca fue un hombre que eludiese una obligación. Sólo tres años después de la guerra se convirtió en mi socio, como más tarde lo fue de mi hijo, Gordon, cuya devoción por su antiguo tutor nunca flaqueó.

Y siempre fue, por supuesto, el marido de mi ahijada. Ella, empeñada en negarse a admitir que yo hubiera podido desaprobar su matrimonio, consiguió que nadie advirtiera que me había distanciado de ella y terminó por inducirme a que, entre divertido y resignado, diera por buena su versión de la historia. Yo era el as que se guardaba en la manga para jugar bien sus cartas o derrotar al adversario. No, los Griswold no iban a permitir que desapareciera de sus vidas. Tan sólo me cabía esperar, algo de mala gana, que les hubiese resultado tan útil como ellos parecían creer.

Porque siempre he querido a Max; le quise como si fuera mi hijo, y he querido a Varina. Esos dos amores nunca murieron; por momentos resplandecerían de nuevo, casi con brillantez. He tenido que recordarme muy a menudo que no fue ni una locura ni un gesto arrogante por mi parte haber soñado que podía hacer un caballero de un hombre cuyo verdadero destino era convertirse en un hábil funcionario o en un abogado de éxito. Como Browning dijo, un hombre debería apuntar más allá de su alcance; ¿de qué sirve el cielo, si no?

¿Qué quiero decir, con todo esto? ¿De qué me quejo? ¿Acaso habían incurrido Varina y Max en algo más que un pecado menor? ¿No son ambos admirados? ¿No adoran todos a Varina? ¿Qué más podía esperar yo, viejo loco e irrazonable?

Bien, permitidme que, simplemente, deje constancia de algunos hechos que se me atragantan. En la administración Kennedy, y presionado por Varina, Max se tomó un tiempo de permiso en el bufete para ocupar un cargo de responsabilidad en la CIA. Alquilaron una encantadora casita de estilo renacimiento griego en Georgetown, y el «salón» de Varina se convirtió en el resplandeciente centro de toda la gente guapa y brillante de la corte de Camelot. Si uno entraba en la casa de los Griswold, entrar en la Casa Blanca resultaba el lógico paso siguiente. Nunca aprecié el encanto de la familia Kennedy. Los Kennedy me llamaban la atención como fenómeno comparable al de los Bonaparte en la Francia del siglo XIX, quienes no deslumbraron al pueblo por sus convicciones políticas ni por sus ideales —siempre oportunistas—, sino gracias a que supieron ganarse al público explotando su interés por la fantasía y el romance.

Napoleón dijo que para gobernar una nación todo tenía que ser
à la mode;
un gobierno nunca puede ser aburrido. Esto le iba a la perfección a Varina: tanto ocupando un cargo público (llegaría a ser congresista) como recibiendo a sus invitados en el salón de su casa, siempre estaba a la última: la última moda, el último tema de conversación, la última ideología.

¿Y Max? Nadie sabía lo que hacía en la CIA pero tengo razones para sospechar que siempre apostaba, encantado, por los ganadores. Cuando compartí con él mi opinión de que si, como se rumoreaba, sus colegas habían planeado el asesinato de un dictador extranjero, aquello sería, simple y llanamente, un asesinato, se limitó a parpadear y murmuró: «Vamos, Oscar, no seas blandengue».

Max no sobrevivió a la purga que siguió al desastre de Bahía Cochinos, pero esto no lo desalentó ni ensombreció su reputación. Todo el mundo reconoció que el presidente había tenido que arrojar algunas cabezas al airado público; el propio Kennedy admitió alegremente que, bajo la fórmula de gobierno británica, él mismo hubiese tenido que caer. Max se reincorporó, exultante, a nuestro despacho, donde al cabo de unos años —sin haber cumplido los cincuenta— sucedió a mi cuñado como socio principal. En los albores de la era de las fusiones y adquisiciones, práctica feroz e implacable que, al principio, los grandes bufetes de la ciudad despreciaron, Max supo identificar la oportunidad de convertir a nuestro bufete en el más lucrativo del país. A un precio que se me antojó desorbitado, sedujo a dos expertos de una firma pionera en el campo y puso en marcha un departamento de fusiones y adquisiciones que no tardó en emplear a cincuenta abogados y que, con el tiempo, llegaría a los cien.

Protesté amargamente, pero fue inútil. Observé que este nuevo «arte» obligaba a recurrir a la demanda simplemente para hostigar al contrincante y no, como dictaban las antiguas reglas éticas, para prevenir un agravio, cobrar una deuda o reclamar una suma por daños y perjuicios.

—¿Pero qué somos ahora, sino picapleitos? —pregunté.

Max, como Varina, no parecía perder los nervios nunca. Siempre actuaba como lo que parecía: un perfecto diplomático. Los años no le habían ensanchado la figura, y tampoco había perdido un sólo pelo. Apuesto, musculoso, soberbiamente trajeado, con el pelo atractivamente plateado y una sonrisa cuya simpatía ocultaba cierta condescendencia, me aseguraba que apreciaba mi preocupación por las normas del pasado mientras, a la vez, me conminaba a enfrentarme a las normas de hoy.

—Querido Oscar, lo que dices de las antiguas reglas éticas es absolutamente cierto y, de hecho, si nos rigiéramos por esas normas, seríamos unos picapleitos. Pero en unos cuantos años —y si me apuras, mucho antes— no habrá bufete de más de cien abogados que no se dedique a este nuevo negocio. No se puede parar el cambio social. Ni tú ni yo hicimos el mundo, a fin de cuentas. ¿Recuerdas cómo te quejabas de la publicidad de los abogados, cuando se aprobó por primera vez? La única razón por la que no recurrimos a ella fue porque nuestros mejores clientes la encontraban vulgar. No tenía nada que ver con la moral. Mi hijo Oscar, tu tocayo, vive en Yale con una hermosa muchacha. ¿Le acusa alguien de fornicar? ¡Ni siquiera tú! ¡Tú serás el primero en darme las gracias cuando leas que Jason, Fairfax & Griswold tiene la rentabilidad más alta por socio del país!

Su profecía fue cierta. La pensión que Varina había recibido de su primer marido no fue más que una gota en el océano comparada con los ingresos de Max. Pero yo no le di las gracias. Estaba contento de tener, como socio jubilado, tan poco que ganar en la bonanza.

Pero la mayor ironía se manifestó en la carrera de Varina. Aunque Max se había convertido en el héroe de la nueva derecha, el héroe de un mercado bursátil libre —qué digo, casi libertino—, en uno de sus más vigorosos y astutos valedores, su imagen todavía era bastante amable. Era admirado, pero aquella admiración quedaba restringida, a la práctica, al mundo de los negocios, en el que el éxito lo es todo. Varina, sin embargo, era admirada en otros mundos. Su belleza y su encanto parecían acrecentarse con los años, y como anfitriona, en su gran ático de Park Avenue decorado con cuadros expresionistas, era entrevistada y fotografiada por una plétora de columnistas. Pero su mayor éxito había sido el de despuntar como paladín de los progresistas. Tendía la mano a los pobres y a los sin techo. Era una Maria Antonieta que distribuía su pastel.

Disfrutó de dos periodos como congresista demócrata por Manhattan y fue elegida para dar la conferencia inaugural en una convención presidencial. Fue ella quien, al final, subió los peldaños del éxito de su marido para alcanzar el rango más alto, el de ídolo público.

¿Y dónde me dejaba eso a mí?

Constance, que aunque siempre había recelado de Varina nunca perdió su afecto por Max, mostró una comprensión inusual (en ella) por mí y por lo que, a pesar de mi reticencia a discutirlo, ella veía claramente como una de mis grandes decepciones en la vida. Fue en una limusina del bufete, volviendo a casa tras la cena con la que el Colegio de Abogados había homenajeado a Max por «sus servicios al derecho», cuando surgió el tema.

—¿Vamos, querido, tienes que estar así de deprimido? No todo el mundo tiene que ver a Max como tú.

—¡Pero si ha comprado esa medalla!

—¿La ha comprado? ¿Qué quieres decir?

—Bueno, no en metálico. Con contribuciones al turno de oficio. Nuestro despacho ha dado más que cualquier otro de la ciudad.

—¿Y qué hay de malo en eso?

—Nada. ¡No hay nada de malo en nada! Soy yo, sólo yo, el que está equivocado. Y siempre lo he estado. Soy un iluso, Constance. Y siempre lo has sabido.

Se acercó para poner su mano sobre la mía.

—Sólo eres un optimista, querido.

—¿Cuál es la diferencia?

—La diferencia que hay entre el cielo y el infierno. Siempre te has culpado de haber apartado a Max de una noble carrera política en Maine. Pero tú no tienes nada que ver con eso. Fue su anciana madre la que le tocó la fibra sensible antes de que tú le conocieses. Y cuando vio que ella ya era vieja para manejarle, no tuvo más que dejar que Varina se encargara del resto. Fue Varina quien terminó el trabajo.

Reflexioné durante unos largos minutos mientras nos deslizábamos por Park Avenue a través de la lluvia, que centelleaba en la noche.

—Entonces ¿atribuyes todo el mérito a las de tu sexo?

—¿Prefieres atribuírtelo tú, para gloria de los del tuyo?

—No se trata de la gloria, sino de la verdad. ¿Y no podría ser que Max supiese desde el principio hacia dónde apuntaba? ¿Y si quiso que su madre y su esposa fuesen sus cabezas de turco?

—¡Ah! ¡Tu precioso Max! ¡Esa conclusión, querido, era la que yo quería ahorrarte!

Hijo mío, hijo mío

La gran bomba que tanto desilusionó a mi cuñado en 1945 trajo un secreto júbilo a mi corazón, a pesar de su cruel capacidad de destrucción, porque terminó eficazmente con la guerra, y yo ya no tuve que vivir con la perspectiva de que mi único hijo y heredero tuviera que desembarcar en una costa llena de japoneses desesperados, dispuestos y ansiosos por resistir hasta el último hombre. Gordon, alférez en el momento de la rendición, estaba destinado en Guam; por un error en la asignación de destinos, nunca llegó a entrar en combate. Si se sintió aliviado o desengañado por eso, nunca lo supe; todo lo que supe fue que hizo gala de la flema con la que solía tomarse los acontecimientos que escapaban a su control y volvió tranquilamente a Harvard para terminar los estudios de Derecho que su alistamiento había interrumpido en 1942. Graduado entre los mejores de su clase y redactor del
Review,
recibió ofertas de importantes despachos, pero para mi sorpresa y alegría, decidió aceptar la de Jason, Fairfax & Richards.

—Yo esperaba que echara a volar con sus propias alas —comentó su madre ante aquello—, o que hubiese probado suerte en otra ciudad, como Denver o San Francisco. Parece tan aburrido volver al nido familiar.

No respondí. Ni siquiera le mostré a Constance lo contento que estaba, aunque ella lo sabía, por supuesto. Pero era importante que no sospechase que yo había intentado influir en la decisión de Gordon, cosa que, por otra parte, no había hecho.

Nuestro hijo todavía tenía la elegante y delgada figura de su niñez, pero la madurez le había dado, al menos a los amorosos ojos de su padre, un cierto encanto.

Su porte era todavía grave, sus ojos, todavía ligeramente desconfiados, y sus modales, tan formalmente educados como siempre, pero su alta frente pálida y su ondulado pelo rojizo le daban un toque romántico, que no contradecía la expresión precisa y el razonamiento cuidadoso de su conversación. Gordon se especializó en derecho tributario, y pronto resultó evidente que era un genio en su campo. Después de pasar sólo tres años en nuestro bufete, a nadie se le escapaba que se convertiría en socio; logró ahorros fiscales sorprendentes para nuestros mejores clientes, y el magnate del petróleo Hurbert Stairs no tomaba decisiones de importancia sin su aprobación. Sin embargo, su absoluta indiferencia ante el chismorreo y las rivalidades del bufete, sumada a su ecuanimidad y al buen trato que le dispensaba a todo el mundo, amable aunque algo distante, le protegió de buena parte de los celos y los rencores que infestaba la atmósfera competitiva de firmas como la nuestra.

Parecerá difícil de creer, pero Gordon y yo nunca discutimos su futuro en la empresa. Él vivía en su propio piso en nuestra casa, como mi hermana había vivido con nuestros padres antes de casarse, y al igual que ella, se mostraba tan independiente en sus costumbres como un inquilino. Constance y yo siempre respetamos escrupulosamente su privacidad, aunque él nunca nos lo pidió; en realidad, no parecía que sintiera necesidad alguna de hacerlo. Con las expresiones de afecto filial sucedía lo mismo. Nunca tuve que decirle cuánto le quería. Siempre estuve seguro de que él lo sabía, del mismo modo que estaba seguro de que él, a su manera reservada y algo retraída, me quería a mí.

Por extraño que parezca, yo sospechaba que él sentía que debía protegerme; de qué, yo no lo podía ni imaginar. Cuando su madre me regañaba, él siempre se ponía de mi parte, y no era que él subestimase el amor que nos profesábamos. Debía de ser, simplemente, que él la consideraba a ella más fuerte. Y realmente lo era.

Gordon tenía muchos conocidos, pero sólo dos o tres amigos íntimos. Y todavía conocía a menos mujeres. Solía llevar a los conciertos y a las reposiciones de obras clásicas a chicas desaliñadas (hoy mujeres, por supuesto) a quienes conocía desde niño y que parecían contentas de conformarse con su simple compañía. Quizá eso fuera todo lo que debían esperar.

Hasta Elvira de León, claro. Ahí es donde yo quería llegar desde el principio.

No era una belleza, es cierto, pero tampoco carecía de gracia. Y ésta no era atribuible a su aristocrático origen español, porque había algo de ridículo en su padre, un conde moreno y presumido, y en su madre, una americana pálida e insípida cuyo dinero el esposo había dilapidado en pueriles causas carlistas. Quizá la explicación se hallara en la calma y la serenidad con las que parecía resignada a jugar su mala mano de cartas. Elvira, pequeña y delgada, con brazos y piernas como palillos, tenía unos preciosos ojos grandes, oscuros y abiertos, que parecían demasiado caritativos o quizá, sencillamente, demasiado remotos para reflejar la pequeñez del mundo que la rodeaba.

El conde de León había resultado demasiado monárquico y demasiado carlista para el todavía jurídicamente interino Franco. A finales de los años cuarenta había abandonado Madrid —donde era
persona non grata
— para instalarse en América y vivir de la caridad de su rica cuñada, la señorita Rose Mallvern, antiguo y respetado miembro de la colonia veraniega de Bar Harbor cuya casa de campo, una fortaleza de piedra gris, se levantaba en Shore Path justo debajo de mi propia casa. Allí la desafortunada y extraña Elvira, que no tenía nada para atraer a los frívolos
jeunesses dorées
de la isla, llevaba una existencia apagada en la rígida y ordenada casa de su anciana tía. Aunque es cierto que de vez en cuando la señorita Mallvern, por el sentido del deber social, organizaba una cena de gala para aquellos de sus coetáneos cuyos principios morales y políticos aún aprobaba, a la pobre chica aquello debía de deprimirla todavía más.

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