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Authors: Louis Auchincloss

La educación de Oscar Fairfax (20 page)

BOOK: La educación de Oscar Fairfax
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—Bueno, Gordon, ¿y tú te hubieras quedado ahí?

—¿Yo? Muy fácilmente. Pero mi enamorado tutor no. Nos reunimos con el grupo de estúpidos y nos los presentaron, y recibimos sus miradas condescendientes. Ninguna representante del sexo débil, por supuesto, pasó de rozar con los nudillos la zarpa que le tendí, pero pude observar que apreciaban con disimulado interés los músculos de Max. Él, el pobre muchacho, se había quedada mudo; me temo que se comportó como un cateto. «¿Es cierto que eres el hijo de la gran Helen?» preguntó una de aquellas sirenas de agua dulce. «Si es así, todas nosotras te debemos mucho. No podríamos aparecer en público sin su ayuda.» A Max aquel tono lo irritó. «El nombre de mi madre es señora Griswold», gruñó él, y un embarazoso silencio cayó sobre el grupo. Pero fue la adorada Varina quien rompió el hielo. «Mi querido Max», susurró ella, «Lydia no estaba tratando de rebajarte. Era muy sincera. ¿Quién es nadie de nosotros para despreciar un negocio honesto? El propio dinero de Lydia procede de las sopas. Y el abuelo de Neddy empezó con una carretilla, ¿verdad, Neddy? ¿Y qué hay acerca de tu familia, Peggy? ¿No os hicisteis ricos con las alfombras? ¿Y con la venta al por menor? ¿Qué mote os puso el señor Fairfax? “Del suelo al cielo”. ¡Maravilloso!».

En ese momento me irrité con Gordon.

—Varina tendría que irse con más cuidado con mis bromas.

—Te cita en todas partes. Tú eres la fuente de la mitad de su ingenio. Pero al menos no se apropia de tus chistes, eso tenemos que concedérselo.

—Pero no mucho más. Y ¿cómo se tomó Max todas esas chanzas? ¿Estaba tranquilo?

—Bueno, durante un rato estuvo un poco enfadado, pero cuando la divina Varina lo apartó del grupo, se sentó con él en el filo de la piscina y charlaron mientras balanceaba sus maravillosas piernas dentro del agua, él se fue suavizando. Pronto lo tuvo comiendo de su mano. ¡Claro! Se hubiera tragado un sapo si ella se lo hubiera ofrecido. No estoy seguro de que no lo hiciera.

No me molesté en comentar esto, pero no pude dejar de notar que Max y Gordon iban ahora cada día al Club de Natación. Gordon no hacía ningún intento por ocultar su desagrado, y él y Max discutían todos los días durante el desayuno: el tutor se esforzaba por convencer a su pupilo de que hacía un día perfecto para nadar o de que necesitaba una clase de tenis o de que su padre deseaba que se relacionase con los jóvenes del club.

—Todos sabemos con quién quieres relacionarte tú —respondía Gordon con cierta crueldad, pero al final siempre terminaba por ir.

Ahora ya sabía que Varina había estado saliendo durante el invierno anterior con un tal Theodore Lewis, Jr., treinta y cinco años y único heredero de una cadena de periódicos de Pensilvania. Teddy Lewis era «un buen partido»: era amable, guapo (aunque con el semblante un poco duro), culto y supuestamente inteligente, y se decía que, cuando el señor Lewis padre aflojase su garra conservadora sobre los periódicos, su hijo los conduciría a un futuro más progresista. Que Varina me pareciese una socia potencial en esta estimable empresa se correspondía a la perfección con los objetivos que ella se había marcado en la vida. Aquí el amor podía unirse con una carrera hecha a medida para sus aspiraciones. Pero, ¿qué le rondaba por la cabeza a ella?

Una mañana después del desayuno caminé hasta el césped de los Pierce, donde había visto a mi ahijada sola, tendida en una hamaca, leyendo un libro. Acaricié a los dos perros labrador que corrían a recibirme y me senté en el extremo de la hamaca.

—He venido a preguntarte algo.

Que cerrase de inmediato el libro era muestra de lo preparada que estaba.

—¿Algo acerca de tu precioso protegido?

—¿Así es como llamas a Max?

—Bueno, ¿no lo es? ¿No le proteges en la facultad? ¿Y no le vas a enviar a la Escuela de Derecho? ¿Y no le vas a lanzar en su carrera política?

Sus grandes ojos azules se burlaban de mí. Ella y yo, desde que tenía siete años, nos tratábamos en términos de absoluta igualdad. Aunque quizá alguien habría dicho que ella era la superior.

—¿Ya lo sabes todo?

—Todo el mundo lo sabe. No hay secretos en Bar Harbor. Tú deberías saberlo. Además, Max me lo dijo.

—¿Él te lo dijo?

—¿Te extraña? ¿No es propio de él? Él no quiere que nadie se haga ilusiones con él. No te preocupes. Te adora.

Me sentí irracionalmente encantado ante esta afirmación sencilla y seguramente nada sorprendente. Pero Max era siempre un enigma.

—Muy bien. Ahora ya sabes lo que estoy haciendo por él. ¿Qué es lo que estás haciendo tú?

—Lo estoy estudiando. Estoy intentando descubrir si es tan bueno como tú crees. Parto de la base de que lo debe de ser. Después de todo, siempre has mostrado un gran interés por mí, y tengo que creer que tienes fundamentos para hacerlo.

—Y supón que llegas a la conclusión de que he apostado mi dinero, por decirlo así, al caballo ganador. En ambos casos. ¿Entonces qué?

Su sonrisa era algo más que maliciosa; era casi socarrona.

—Bueno, ¿no me has dicho que debería casarme con un gran hombre? ¿Qué mejor que elegir al que tú estás creando?

La situación se me estaba yendo de las manos. Era hora de ponerse serios.

—Pensaba que ya habías encontrado a tu héroe.

—¿Ted? Oh, no hay nada todavía. Además, estoy comenzando a preguntarme si el viejo no va a vivir para siempre. Cada vez que lo veo parece más fuerte.

Yo estaba serio, pero ella todavía bromeaba. Se lo estaba pasando bien conmigo. ¿Podría estar celosa de mi interés por Max?

—Griswold es todavía un muchacho, de veras. Todavía no sabemos en lo que se convertirá. Tiene un largo camino por hacer. Y él es cuatro años más joven que tú.

—Tres años.

—No juegues conmigo Varina. No es propio de ti.

—Al contrario, es muy propio de mí. Ya he conocido a muchos Maxes, ¡y nunca les he tocado ni un pelo de su cabecita!

Yo estaba empezando a enfadarme e hice una pausa para asegurarme de que no perdería los nervios.

—Pero esta vez no sabes con quién estás tratando. Es un joven muy profundo.

—¡Y esto es precisamente lo que le hace atractivo! De verdad, tío Oscar, no sé lo que te pasa. ¡Si tu protegido va a sentirse dañado por un coqueteo con una chica guapa en un lugar de veraneo, es que no está a la altura de tus nobles sueños! Ahora, por favor, querido padrino, vete a casa y déjame terminar el libro. Te estás poniendo de mal humor, y eso no es propio de Sócrates.

Asentí con la boca cerrada y me volví a casa. Había llegado al punto en el que oponerme no hubiera hecho más que empeorar las cosas.

Al día siguiente insistí en ir al Club de Natación al mediodía, a la hora en que mis coetáneos, al menos las señoras, se reunían bajo las sombrillas para tomar el cóctel y cuchichear, y la gente joven, acabado el tenis, se reunían en traje de baño al fondo de la larga piscina. Vi a Max, sentado al lado de Varina en el centro del grupo, sus ojos ridículamente fijos en ella. Verdaderamente ¿podía haber imaginado que fuese tan estúpido?

Gordon se acercó a mí y me vio mirando.

—Menudo tutor que tienes, —observé con sarcasmo—. ¿Es para eso para lo que le estoy pagando?

—¿Por qué no? Pensé que querías exponerle al
haut monde
. Pulirlo y darle lecciones de
galanterie
. Supongo que ahora, te estás preguntando si no te habrás excedido.

Me guardé para otro momento mi charla con Gordon acerca de la impertinencia filial.

—Me pregunto si no debería enviaros a los dos a Gant para pasar un par de semanas. —Gant era mi club de pesca de Canadá—. La señora Pierce me dijo esta mañana que Varina iba a subir a Murray Bay a final de mes a visitar a los Lewis, todavía estará allí cuando volváis. Y después será hora de que Max vaya pensando en Yale.

—¿Da la casualidad de que la señora Pierce te ha dicho eso? —Gordon entornó los labios en un silbido silencioso—. Entonces sabe lo que está pasando. Obviamente no quiere perder al heredero de los tabloides por un rústico «nativo». Pero
verbum sapienti, Pater.
No nos envíes todavía. Sospecho que la divina Varina puede estar a punto de darle el golpe de gracia. ¿No sería mejor que viniese de ella antes que de ti?

No me quedó más remedio que estar de acuerdo con eso, así que elegí la inacción que, a fin de cuentas, la mitad de las veces resuelve los problemas más acuciantes. Y en tan sólo tres días el problema pareció resolverse milagrosamente. Ted Lewis llegó a Bar Harbor —nunca sabré si alertado por la madre de Varina— y se alojó en el hotel Mallvern. Pronto se le vio en todas partes en compañía de Varina. Parecían estar más unidos que nunca.

Entonces llegó la noche en que Max no apareció para la cena. Gordon me dijo que su tutor se había marchado del Club de Natación tras lo que parecía haber sido una pelea con Varina. No habían estado al lado de la piscina, como solían, sino abajo, en la playa, fuera del edificio, donde el siempre vigilante Gordon los había descubierto. Max había estado gesticulando violentamente y luego se había marchado de repente; cuando subió corriendo las escaleras pasó rozando a Gordon sin decir una palabra. Gordon lo había seguido hasta la salida del club, hasta que lo vio desaparecer por la calle principal. Había dejado el coche a su pupilo, por supuesto. Creímos que se había ido a casa de su madre.

Pero cuando llamé a Helen después de la cena, su hijo no estaba allí, ni había sabido nada de él. Todavía no había llegado a casa cuando nos fuimos a la cama, pero me resistí a la sugerencia de Constance de llamar a la policía. Esperaríamos al menos hasta la mañana. Con todo, no pude dormir bien, y cuando a las cuatro de la madrugada oí pisadas abajo, en el camino de grava, bajé para abrirle. Me lo encontré sentado en el porche, esperando el amanecer. A la luz de mi linterna parecía una estatua de piedra. No se volvió ni me habló.

—¿Estás bien, Max? —Sin respuesta—. ¿Estás sobrio?

—Ahora sí. Fui a nadar al océano.

—¿Te importa si me quedo?

—No me importa nada.

Nos quedamos sentados durante un rato en silencio, él absolutamente indiferente a mi presencia.

—Creo que sería una buena idea —me atreví a decir por fin—, que Gordon y tú os subáis a Gant durante un par de semanas. Mi cabaña está en los bosques, bastante lejos del campamento. Tendréis la naturaleza sólo para vosotros.

—¿No le importaría si dejo el trabajo y me voy a casa? —él todavía no me miraba—. No le he hecho demasiado bien a Gordon en las últimas tres semanas. Debería sacarme a patadas.

—Pero yo no quiero hacer eso. Ni Gordon querría que lo hiciera. ¿De verdad que todavía no sabes que somos tus amigos, Max?

Por fin se dio la vuelta para mirarme, y pude verle la cara con claridad gracias a la luz del vestíbulo. Estaba impasible, sólo se apreciaba una pizca de resignación severa.

—Lo sé, señor. Pero desperdicia su amistad conmigo.

—Deja que eso lo juzgue yo. Pero dime por qué lo piensas.

—¡Porque soy un estúpido! He perdido completamente la cabeza por la zorra de su ahijada —ahora sus ojos eran desafiantes—. ¿No querría ahora ponerme en la calle? Porque no lo retiraré.

—Ni te lo pediría. Creo que su conducta justifica el término con creces. Lo único que puedo decir en su defensa es que no siempre es así.

Se encogió de hombros y volvió su mirada hacia el mar que entonces palidecía.

—Perdí la cabeza. A mí no me importaba quién era ella o quién era yo. ¡Yo quería casarme con ella! ¿Ha oído usted algo más estúpido? Quería que se escapase conmigo. Pensé que podía pedirle algo de dinero a Gordon. Y si no me lo hubiese dado, pensaba robárselo de la cartera. ¿No sabe que guarda billetes de cien dólares en la cartera?

Aquello apenas me sorprendió. Nada de Gordon me sorprendía.

—¿Y cómo reaccionó Varina a todo esto?

—Se cagó de miedo. Había estado jugando con fuego y de pronto todo se le incendió. Hizo todo lo que pudo para contenerme. Finalmente me confesó que desde el principio había estado comprometida con el imbécil de Lewis.

—¿Sí?

—Volví aquí y robé una de sus botellas de whisky. Vagabundeé por el bosque y bebí. Me la hubiera bebido entera, pero se me escurrió de la mano y se golpeó con una piedra. Quería matarme. Entonces me zambullí en el océano y salí nadando al mar. Pero durante todo el tiempo sabía que no me iba a ahogar. Volví nadando, me vestí y me senté en la playa hasta que estuve sobrio de nuevo. Era un loco jugando a estar loco —Su disimulada sonrisa era aguda y penetrante—. Como Hamlet.

—Pero afortunadamente no tienes que matar a un rey. Con el tiempo, puedes encontrarte lo suficientemente recuperado como para asistir a la boda de Ofelia con indiferencia.

—¿Cree que invitaría a alguien como yo? —dijo con una sonrisa—. De cualquier modo, ya ve qué farsante soy.

—Mi querido muchacho, todos somos farsantes. En el sentido de que nunca somos el romántico con el que nos gusta soñar. Y eso es también bueno. No te maltrates. Por lo demás, ahora podrías estar en el fondo del Atlántico.

—Al menos sería un cadáver auténtico, y no el público de mi pésima actuación. Ahora entiendo lo que Varina era para mí. Era esta isla. La sirena. La hechicera. ¡Era todo lo que yo nunca había tenido! ¡Quería follarme a Bar Harbor!

—Creo que sospechaba algo así. Esperemos que la chica traviesa se borre de tu mente. Y tú deberías irte a la cama con la pastilla para dormir que te voy a traer. No quiero verte todo el día nervioso. ¡Y nadie va a hacerte preguntas!

***

Pero Varina nunca se borró de su mente, ni mucho menos. Su imagen, descubriría más tarde, sólo había terminado arrinconada en el fondo del subconsciente de Max. Con el tiempo él prosperó. Fue admitido en la sociedad Skull & Bones, y elegido para el comité del
Yale Daily News
y para Phi Beta Kappa. Hizo muchos y buenos amigos entre los primeros de clase. Sus ademanes se hicieron más relajados, su encanto más sobresaliente. Apenas si quedó alguna huella del muchacho pueblerino y suspicaz. Cuando ahora me visitaba en Nueva York, era una compañía interesante y agradable.

Y sin embargo... dejad que le mire el diente al caballo regalado. Había algo en él que, por un agujero minúsculo, dejaba entrever al joven artificioso que lo hacía todo a la perfección —demasiado a la perfección. En
Los embajadores
de Henry James Little Bilham dice de su amigo Chad Newsome —a quien todo el mundo encuentra transformado en un caballero modélico por la influencia de Madame de Vionnet—, que a él también le gustaba como era antes. Y eso es lo que yo sentía exactamente algunas veces por Max.

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