El bosque no parecía merecer la terrible fama de la que gozaba. Cierto que era extraordinariamente espeso y difícil de atravesar, pero ésta era la dificultad típica de una espesura, en la que cada rendija, cada mancha de sol que dejaban pasar los troncos y las ramas llenas de hojas de los árboles la utilizaban de inmediato para crecer decenas de tiernos abedules, alisos y ojaranzos, zarzamoras, enebros y helechos que cubrían con la densidad de sus vástagos el crujiente cenagal de las ramas carcomidas, secas, y de los podridos troncos de los árboles más viejos, de aquellos que habían perdido la lucha, de aquellos que habían consumido ya su tiempo. La espesura no estaba, sin embargo, envuelta en un amenazador y pesado silencio, algo que hubiera sido muy adecuado para tal lugar. No, Brokilón estaba vivo. Zumbaban los insectos, susurraban las lagartijas bajo los pies, pasaban a toda prisa irisados escarabajos, se agitaban las telas de araña de miles de arañas, brillantes de gotas de rocío, los pájaros carpinteros martilleaban las cortezas de los árboles con secas series de golpes, graznaban los arrendajos.
Brokilón estaba vivo.
Pero el brujo no se dejaba engañar. Sabía dónde estaba. Recordaba al muchacho de la flecha en el ojo. Entre el musgo y la pinocha se veían de vez en cuando blancos huesos sobre los que corrían hormigas rojas.
Siguió andando, con precaución pero deprisa. Las huellas eran frescas. Contaba con que le iba a dar tiempo, con que podría alcanzar y hacer volverse a la gente que iba por delante de él. Se hacía ilusiones de que no era demasiado tarde.
Lo era.
No habría advertido el segundo cadáver si el sol no se hubiera reflejado en una espada corta que el muerto tenía en su mano. Se trataba de un hombre adulto. Su sencilla vestimenta de un práctico color gris le señalaba como de procedencia humilde. El traje, si no contamos las manchas de sangre que rodeaban a dos flechas clavadas en el pecho, estaba limpio y nuevo; no podía ser, por ello, ningún criado común y corriente.
Geralt miró y vio un tercer cuerpo, vestido con una chaquetilla de piel y un capote verde. La tierra alrededor de los pies del muerto estaba arañada, el musgo y la pinocha removidos hasta llegar a la arena. No cabía duda, este hombre había tardado mucho en morir.
Escuchó un gemido.
Con rapidez apartó las ramas de unos enebros, vio un profundo hueco que estaba enmascarado por ellos. En el hueco, sobre las raíces al aire de un pino, había un hombre de fuerte constitución, de negros y revueltos cabellos y parecida barba, que contrastaban con la espantosa y cadavérica palidez de su rostro. Su caftán claro de piel de ciervo estaba rojo de sangre.
El brujo saltó al hueco. El herido abrió los ojos.
—Geralt... —gimió—. Oh, dioses... Soñando debo de estar...
—¿Zywiecki? —se asombró el brujo—. ¿Tú, aquí?
—Yo... Ooooh...
—No te muevas. —Geralt se puso de rodillas junto a él—. ¿Dónde te dieron? No veo la flecha...
—Me... atravesó. Le rompí la punta y la saqué... Escucha, Geralt...
—Calla, Zywiecki, o te ahogarás con la sangre. Tienes el pulmón perforado. Rayos, tenemos que sacarte de aquí. ¿Qué diablos hacíais en Brokilón? Esto es terreno de dríadas, su santuario, de aquí no sale nadie vivo. ¿No lo sabías?
—Luego... —susurró Zywiecki y escupió sangre—. Luego te contaré... Ahora sácame de aquí... ¡Oh, mierda! Con cuidado... Ooooh...
—No puedo. —Geralt se irguió, miró—. Eres demasiado pesado...
—Déjame —tartajeó el herido—. Déjame, qué le vamos a hacer... Pero sálvala a ella... por los dioses, sálvala...
—¿A quién?
—A la princesa... Ooh... Encuéntrala, Geralt.
—¡Diablos, estate quieto! Voy a preparar algo y te sacaré de aquí.
Zywiecki tosió con fuerza y de nuevo escupió; una densa, larga línea de sangre le colgó de la barba. El brujo blasfemó, salió del hueco, miró a su alrededor. Necesitaba dos árboles jóvenes. Se dirigió rápido hacia el borde del campo donde había visto un soto de alisos.
Silbido y golpe.
Geralt se quedó quieto en el sitio. La flecha clavada en el tronco a la altura de su cabeza portaba una pluma de azor. Miró en la dirección que señalaba la varilla de fresno, vio desde dónde habían disparado. A unos cincuenta pasos había otro hueco, un árbol derribado, las retorcidas raíces surgiendo hacia arriba, todavía apretando en su abrazo una enorme masa de tierra arenosa. Crecían allí densas las endrinas y los troncos de oscuros abedules rayados con listas de color más claro. No veía a nadie. Sabía que no lo vería.
Alzó los dos brazos, muy despacio.
—¡Ceádmil! ¡Vá an Eithné meáth e Duén Canell! ¡Esseá Gwynbleidd!
Esta vez escuchó el suave chasquido de la cuerda del arco y vio la flecha, lanzada de forma que pudiera verla. Abruptamente hacia arriba. Vio cómo volaba, cómo quebraba el vuelo, cómo caía en curva. No se movió. La flecha se clavó en el musgo casi perpendicular, a dos pasos de él. Casi inmediatamente, otra se hincó junto a ella, en el mismo lugar. Temía que la siguiente ya no pudiera verla.
—¡Meáth Eithné! —gritó de nuevo—. ¡Esseá Gwynbleidd!
—¡Glaéddyv vort!
Una voz como un soplo de viento. Una voz, no una flecha. Vivía. Poco a poco deshebilló el cinturón, mantuvo la espada lejos de sí, la arrojó. Una segunda dríada salió sin hacer ruido de un tronco de abeto rodeado de enebros, a menos de diez pasos de él. Aunque era pequeña y muy delgada, el tronco parecía más fino que ella. No tenía ni idea de cómo había podido no percatarse de su presencia cuando se había acercado. Puede que la hubieran enmascarado sus ropas, una combinación de pedazos de tela extrañamente cosidos, de muchísimos tonos verdes y bronces, cubiertas de hojas y cachitos de corteza, que no impedían entrever su hermosa figura. Sus cabellos, atados a la frente con un pañuelo negro, eran de color oliváceo y el rostro lo cruzaban rayas pintadas con cáscaras de nueces.
Por supuesto, tenía el arco en tensión y lo dirigía hacia él.
—Eithné... —comenzó Geralt.
—¡Tháess aep!
Se calló, obediente, de pie, sin moverse, con las manos lejos del cuerpo. La dríada no bajó el arco.
—¡Dunca! —gritó—. ¡Braenn! ¡Caemm vort!
La que había disparado antes surgió de su escondrijo, trepó por el tronco caído, saltando hábilmente el hueco. Aunque había allí una pila de ramas secas, no escuchó que ni siquiera una crujiera bajo los pies de la dríada. Detrás de él, cerca, escuchó un ligerísimo murmullo, algo así como el susurro de hojas al viento. Supo que la tercera estaba a sus espaldas.
Fue justamente esta tercera, desplazándose como un relámpago hacia delante, la que tomó su espada. Tenía los cabellos del color de la miel, sujetos con una cinta de junco. Una aljaba llena de flechas se balanceaba en su espalda.
La más lejana, la del escondrijo, se acercó con presteza. Su traje no se diferenciaba en nada del de sus compañeras. En sus cabellos mates, de color rojo teja, llevaba una guirnalda trenzada de tréboles y brezo. Sujetaba el arco, sin tensarlo, pero la flecha estaba en la cuerda.
—¿T'en thesse in maáth aep Eithné llev? —preguntó, acercándose. Tenía la voz excepcionalmente melodiosa, los ojos grandes y negros—. ¿Ess' Gwynbleidd?
—A... aesseá... —comenzó, pero las palabras del dialecto de Brokilón, que sonaban como música en boca de la dríada, a él se le atragantaban en la garganta y le irritaban los labios—. ¿Alguna de vosotras habla la lengua común? No sé bien...
—An'váill. Vort Uinge —cortó.
—Soy Gwynbleidd, el Lobo Blanco. Doña Eithné me conoce. Voy a verla con un mensaje. Ya he estado antes en Brokilón. En Duén Canell.
—Gwynbleidd. —La cana entrecerró los ojos—. ¿Vatt'ghern?
—Sí —confirmó—. Brujo.
La olivácea resopló con furia, pero bajó el arco. La cana le miró con unos ojos completamente abiertos y su rostro marcado con bandas verdes estaba completamente inmóvil, muerto, como el rostro de una estatua. Esta inmovilidad no permitía clasificar su rostro como hermoso o feo, en lugar de tal clasificación surgían pensamientos de indiferencia e insensibilidad, cuando no de crueldad. Geralt se regañó a sí mismo por esta idea: se había sorprendido en una equivocada humanización de la dríada. Al fin y al cabo debía saber que, simplemente, era mayor que las otras dos. Pese a las apariencias, era mayor, mucho mayor que ellas.
Hubo un silencio indeciso. Geralt escuchó cómo Zywiecki gemía, se lamentaba y tosía. La cana también debía de haberlo escuchado pero su rostro no se había ni agitado. El brujo apoyó las manos en las caderas.
—Allí, en el hueco aquel —dijo con serenidad—, hay un herido. Si no se le presta ayuda, morirá.
—¡Tháess aep! —La olivácea tensó el arco, apuntó la punta de la saeta directamente a su rostro.
—¿Le dejaréis reventar a solas? —No alzó la voz—. ¿Permitiréis así, simplemente, que se desangre poco a poco? En ese caso sería mejor acabar con él.
—¡Cierra el pico! —aulló la dríada pasando a la lengua común.
Pero bajó el arco y destensó la cuerda. Miró interrogante hacia la segunda. La cana afirmó con la cabeza, señaló al hueco. La olivácea corrió, rápida y silenciosa.
—Quiero ver a doña Eithné —repitió Geralt—. Traigo un mensaje...
—Ella —la cana señaló a la de color miel— te conducirá a Duén Canell. Ve.
—Zywi... ¿Y el herido?
La dríada le miró, entrecerrando los ojos. Todavía jugueteaba con la flecha que estaba en la cuerda.
—No te preocupes —dijo—. Vete. Ella te llevará hasta allí.
—Pero...
—¡Va'en vort! —cortó, apretando los labios.
Encogió los hombros, se volvió hacia la de los cabellos color de miel. Parecía la más joven de todas, pero podía equivocarse. Se dio cuenta de que tenía los ojos azules.
—Vayamos entonces.
—Venga —dijo bajito la de color de miel. Al cabo de un corto instante de indecisión le devolvió la espada—. Vamos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Geralt.
—Cierra el pico.
Anduvo por la espesura muy deprisa, sin mirar a ningún lado. Geralt tuvo que esforzarse mucho para poder seguirla. Sabía que la dríada lo hacía conscientemente, sabía que quería que el humano que iba tras ella se quedara atascado en la maleza con un gemido, que cayera al suelo agotado, incapaz de seguir adelante. Por supuesto, no sabía que se las estaba habiendo con un brujo, no con un ser humano. Era demasiado joven para saber lo que era un brujo.
La muchacha —Geralt sabía ya que no era una dríada de pura sangre— se detuvo de pronto, volvió la cabeza. Él vio que sus pechos ondulaban violentamente bajo su jubón de terciopelo, que sólo con mucho esfuerzo conseguía evitar respirar por la boca.
—¿Reducimos el paso? —propuso él con una sonrisa.
—Yeá. —Le miró con disgusto—. ¿Aeén esseáth Sidh?
—No, no soy un elfo. ¿Cómo te llamas?
—Braenn —respondió, reemprendiendo la marcha, pero ahora a paso más lento, sin intentar adelantarlo.
Siguieron andando el uno junto al otro, cerca. Geralt percibió el olor de su sudor, el sudor común y corriente de una muchacha joven. El sudor de las dríadas tenía el perfume de hojas de sauce deshechas en las manos.
—¿Y cómo te llamabas antes?
Lo miró, los labios se le apretaron, pensó que se enfurecería o que le mandaría callar. No lo hizo.
—No me acuerdo —dijo, indecisa.
Él no creía que hubiera dicho la verdad.
No parecía tener más de dieciséis años, y no podía llevar en Brokilón más de seis o siete. Si hubiera venido aquí antes, como niña muy pequeña o como recién nacida, ya no reconocería en ella al ser humano. Sus ojos azules y sus cabellos de natural claros se daban también entre las dríadas. Los hijos de las dríadas, concebidos en contactos celebrados con elfos o humanos, tomaban características orgánicas únicamente de sus madres y únicamente nacían niñas. Muy pocas veces, y por lo general de una generación a otra, nacía alguna niña de ojos o cabellos provenientes del anónimo protoplasma masculino. Pero Geralt estaba seguro de que Braenn no tenía ni una gota de sangre de dríada. Esto, en cualquier caso, no poseía el más mínimo significado. Sangre o no, ahora era una dríada.
—¿Y a ti —le lanzó una mirada sesgada— cómo hay que llamarte?
—Gwynbleidd.
Inclinó la cabeza.
—Sigamos entonces... Gwynbleidd.
Siguieron más lentos que antes pero todavía deprisa. Braenn, por supuesto, conocía Brokilón. Si hubiera estado solo, Geralt no habría podido mantener ni el tempo ni la dirección correcta. Braenn se introducía por sinuosos senderos enmascarados entre barreras de matorrales, cruzaba barrancos corriendo hábilmente sobre árboles caídos como si fueran puentes, chapoteaba atrevida por brillantes cenagales, verdes de lentejas de río, en los que el brujo no se hubiera atrevido a introducirse y hubiera perdido horas, cuando no días, para rodearlos.
No sólo de la ferocidad del bosque le protegía la presencia de Braenn. Había lugares en los que la dríada reducía el paso, seguía con mucho cuidado, tanteando con el pie el sendero y llevándole a él de la mano. Sabía por qué. Las trampas de Brokilón eran legendarias: se hablaba de hoyos llenos de palitos afilados, de flechas autodisparadas, de árboles que caían, del terrible «erizo», unas bolas con pinchos en una cuerda imperceptible que barrían el sendero. Había también lugares en los que Braenn se detenía y silbaba melodiosamente y de entre la broza le respondían silbidos. Había también lugares en los que se paraba con la mano aferrando una flecha de la aljaba, le ordenaba guardar silencio y esperaba en tensión hasta que algo, que producía crujidos entre la espesura, se alejaba.
Pese a su rápida marcha tuvieron que detenerse a pernoctar. Braenn eligió el lugar sin equivocarse. Un montecillo al que la diferencia de temperatura barría con ráfagas de aire templado. Durmieron sobre unos helechos secos, muy juntos, una costumbre de las dríadas. A mitad de la noche Braenn lo abrazó, se apretó fuertemente. Y nada más. Él la rodeó con sus brazos. Y nada más. Era una dríada. Se trataba sólo de calor.
Al amanecer, casi de noche todavía, siguieron su camino.
Cruzaban un cinturón de colinas pobladas por escasos árboles, atravesando rañas llenas de niebla, yendo por espaciosos campos llenos de altas hierbas, por campos donde yacían árboles derribados por el viento.
Braenn se detuvo de nuevo, miró a su alrededor. Daba la sensación de que se había perdido, pero Geralt sabía que eso no era posible. Aprovechándose de la pausa, se sentó sobre un tronco caído.