—No has entendido mi pregunta.
—Te equivocas, la he entendido. Pero me he referido conscientemente sólo a las emociones de Yenna. Porque tú eres un brujo y no puedes experimentar emoción alguna. No quieres cumplir mi ruego porque te parece que la necesitas, piensas que... Geralt, estás con ella sólo porque ella lo quiere y vas a estar con ella tanto como ella quiera. Y lo que sientes es tan sólo la proyección de sus emociones, del interés que muestra en ti. Por todos los demonios del Hades, Geralt, no eres un niño, sabes quién eres. Eres un mutante. No me entiendas mal, no digo esto para denigrarte ni despreciarte. Afirmo un hecho. Eres un mutante, y una de las características estables de tu mutación es una completa insensibilidad ante las emociones. Así te hicieron, para que pudieras realizar tu profesión. ¿Entiendes? No puedes sentir nada. Todo lo que tomas por sentimientos no es más que la memoria de tus células, somática, si sabes lo que significa esta palabra.
—Imagínate que lo sé.
—Pues mejor. Escucha entonces. Te pido algo que le puedo pedir a un brujo y que no le podría pedir a un ser humano. Soy sincero con un brujo; con un ser humano no podría permitirme la sinceridad. Geralt, quiero dar a Yenna razón y estabilidad, sentimientos y felicidad. ¿Puedes, con el corazón en la mano, decir lo mismo? No, no puedes. Para ti son palabras privadas de significado. Correteas detrás de Yenna, alegre como un niño por la simpatía ocasional que te demuestra. Ronroneas como un gato asilvestrado al que todos tiran piedras, satisfecho porque por fin has hallado alguien que no tiene miedo de acariciarte el lomo. ¿Entiendes lo que quiero decir? Oh, sé que entiendes, no eres tonto, eso está claro. Tú mismo ves que no tienes derecho a rechazar mi amable propuesta.
—Tengo tanto derecho a rechazar —rezongó Geralt— como tú a pedir, y dado que estos nuestros derechos se sostienen el uno al otro, volvamos al punto de partida, y tal punto es éste: Yen, por lo visto sin importarle mis mutaciones y sus consecuencias, está ahora conmigo. Tú te has declarado, es tu derecho. ¿Dijo que lo iba a pensar? Su derecho. ¿Tienes la impresión de que yo le dificulto tomar una decisión? ¿Que duda? ¿Que yo soy la causa de esa duda? Esto es ya mi derecho. Si duda, entonces seguramente tenga razón para ello. Seguramente entonces le dé yo algo, aunque falten para ello palabras en el vocabulario de los brujos.
—Escucha...
—No. Escúchame tú a mí. ¿Estuvo contigo antes, dices? Quién sabe, puede que no fuera yo sino tú el que sirviera como enamoramiento fugaz, capricho, emoción incontrolada, tan típicas de ella. Istredd, no puedo ni siquiera excluir que no te tratara entonces tan sólo como a un instrumento. Esto, señor hechicero, no se puede excluir por una única conversación. En este caso, me parece, el instrumento suele ser más importante que la elocuencia.
Istredd no pestañeó siquiera, ni siquiera hizo un gesto. Geralt se asombró de su autocontrol. El prolongado silencio, sin embargo, mostraba que el golpe había sido acertado.
—Juegas con palabras —dijo, por fin, el hechicero—. Te embriagas con ellas. Con las palabras quieres sustituir los sentimientos normales, humanos, que no posees. Tus palabras no expresan sentimientos, son sólo sonidos, como los que produce este cráneo cuando lo golpeas. Porque estás tan vacío como este cráneo. No tienes derecho a...
—Basta —le cortó Geralt con acritud, quizá con demasiada acritud—. Deja de negarme constantemente todo derecho; estoy harto de esto, ¿me oyes? Te he dicho que nuestros derechos son los mismos. No, joder, los míos son mayores.
—¿De verdad? —El hechicero palideció ligeramente, produciéndole con ello a Geralt un regocijo inexpresable—. ¿Y por qué leyes?
El brujo lo pensó un instante y decidió acabar con él.
—Por aquella —estalló— de que ayer por la noche hizo el amor conmigo y no contigo.
Istredd tomó el cráneo y se lo acercó, lo acarició. La mano, para mortificación de Geralt, ni siquiera le temblaba.
—¿Eso, según tú, te da algún derecho?
—Sólo uno. El derecho a sacar consecuencias.
—Aja —habló el hechicero con lentitud—. Bien. Como quieras. Conmigo ha hecho el amor hoy por la mañana. Saca tus consecuencias, tienes derecho. Yo ya las he sacado.
El silencio duró mucho. Geralt buscó desesperado alguna respuesta. No la encontró. Ninguna.
—Basta de parlotear —dijo al fin, levantándose, enojado consigo mismo, porque había sonado brusco y tonto—. Me voy.
—Vete al diablo —dijo Istredd con la misma brusquedad, sin mirarle.
Cuando ella entró, él estaba tumbado sobre la cama completamente vestido, con las manos por detrás de la nuca. Hizo como que miraba al techo. La miraba a ella.
Yennefer cerró despacito la puerta tras de sí. Era hermosa.
Qué hermosa es, pensó. Todo en ella es hermoso. Y peligroso. Esos colores suyos, ese contraste entre blanco y negro. Belleza y amenaza. Esos sus rizos de ala de cuervo, tan naturales. Sus pómulos, pronunciados, subrayados por una arruga que la sonrisa —si ella considera necesario sonreír— crea junto a los labios, maravillosamente anchos y pálidos por debajo de la pintura que los cubre. Sus cejas, maravillosamente irregulares cuando se quita el carboncillo que las hace resaltar durante el día. Su nariz, maravillosamente larga. Sus pequeñas manos, maravillosamente nerviosas, intranquilas y hábiles. El talle, fino y esbelto, marcado por un cinturón excesivamente apretado. Las largas piernas, que dan forma oval a su negra falda cuando anda. Hermosa.
Sin una palabra se sentó a la mesa, apoyó la barbilla en las manos entrelazadas.
—Bueno, venga, comencemos —dijo—. Este silencio tan
hago
y lleno de dramatismo es demasiado banal para mí. Vamos a arreglar esto. Levántate de la cama y no mires al techo con ese gesto de ofendido. La situación ya es bastante tonta y no hay por qué hacerla más tonta todavía. Levántate, te digo.
Se alzó, obediente, sin hacerse el remolón, se sentó a horcajadas sobre el escabel que estaba frente a ella. No desvió su mirada de él. Podría habérselo esperado.
—Como he dicho, vamos a arreglar esto, lo vamos a arreglar rápido. Para no ponerte en una situación delicada, responderé de inmediato a todas las preguntas, no tienes ni siquiera que plantearlas. Sí, es cierto, al venir contigo a Aedd Gynvael venía a ver a Istredd y sabía que, cuando lo encontrara, iría con él a la cama. No juzgaba que, como resultado, vendríais a fanfarronear el uno delante del otro. Sé cómo te sientes ahora y lo lamento. Pero no, no me siento culpable.
Él se mantenía en silencio.
Yennefer agitó la cabeza; sus rizos negros, resplandecientes, se deslizaron en cascada por sus hombros.
—Geralt, di algo.
—Él... —carraspeó—. Él te llama Yenna.
—Sí. —No bajó los ojos—. Y yo a él le llamo Val. Es su nombre. Istredd es un apodo. Lo conozco desde hace años, Geralt. Me es muy querido. No me mires así. Tú también me eres muy querido. Y ahí radica todo el problema.
—¿Estás pensando aceptar su propuesta?
—Para que lo sepas, lo estoy pensando. Ya te he dicho, nos conocemos desde hace años. Desde... muchos años. Me unen a él intereses, objetivos, ambiciones. Nos entendemos sin palabras. Puede servirme de apoyo y, quién sabe, puede que llegue el día en que necesite apoyo. Y sobre todo... Él... él me ama. Pienso.
—No voy a estorbarte, Yen.
Bajó la cabeza y sus ojos violeta brillaron con fuego lívido.
—¿Estorbarme? ¿Es que no entiendes nada, idiota? Si me estorbaras, si simplemente me molestaras, me libraría del estorbo en un abrir y cerrar de ojos, te teleportaría al confín del cabo Bremervoor o te llevaría con una tromba de aire al país de Hanna. Con un poco de esfuerzo te podría meter en un pedazo de cuarzo y te colocaría en el jardín sobre un macizo de peonías. Podría también lavarte el cerebro hasta que olvidaras quién era o cómo me llamaba. Y todo esto sólo si me apeteciera. Porque podría decir simplemente: «Estuvo bien, adiós». Podría largarme a escondidas, como tú hiciste entonces, cuando huíste de mi casa de Vengerberg.
—No grites, Yen, no seas tan agresiva. Y no vuelvas a desenterrar esa historia de Vengerberg, prometimos no volver a ello otra vez. No me quejo de ti, Yen, no te acuso de nada. Sé que no se te puede medir con una medida común y corriente. Y el que me duela... El que me mate la conciencia de que te pierdo... Sólo se trata de la memoria de mis células. Restos atávicos de sentimientos en un mutante al que le han eliminado las emociones...
—¡No soporto cuando hablas así! —estalló—. No aguanto cuando usas la palabra mutante. Nunca más la uses en mi presencia. ¡Nunca!
—¿Eso cambia los hechos? Al fin y al cabo soy un mutante.
—No existe hecho alguno. No pronuncies esa palabra delante de mí.
La milana negra, apoyada en los cuernos del ciervo, agitó las alas, removió las garras. Geralt miró al pájaro, a sus ojos amarillos e inmóviles. Yennefer apoyó de nuevo su barbilla en las manos entrelazadas.
—Yen.
—Di, Geralt.
—Has prometido responder a mis preguntas. A preguntas que incluso no tengo ni que plantear. Falta una, la más importante. La que nunca te he planteado. La que tenía miedo de plantear. Respóndela.
—No puedo, Geralt —dijo con dureza.
—No te creo, Yen. Te conozco demasiado bien.
—No se puede conocer bien a una hechicera.
—Responde a mi pregunta, Yen.
—Te respondo: no sé. Pero ¿qué respuesta es ésa?
Callaron. El murmullo de gente hablando que llegaba de la calle se apagó, fue desapareciendo.
El sol que se dirigía a su ocaso bañó de fuego las rendijas de los postigos, atravesando la estancia con sesgadas estelas de luz.
—Aedd Gynvael —murmuró el brujo—. Esquirla de hielo... Lo sentía. Sabía que esta ciudad... era mi enemiga. Perjudicial.
—Aedd Gynvael —repitió ella despacio—. El trineo de la reina de los elfos. ¿Por qué? ¿Por qué, Geralt?
—Voy detrás de ti, Yen, porque me he enredado, los arreos de mi trineo se han enganchado a los patines del tuyo. Y a mi alrededor ruge la ventisca. Y la helada. El frío.
—El calor derretiría en ti la esquirla de hielo con que te acerté —susurró—. De ese modo desaparecería el hechizo, me verías tal y como soy en realidad.
—Azuza entonces tus caballos blancos, Yen, que vuelen hacia el norte, allá donde nunca alcanza el deshielo. Para que nunca se deshaga la esquirla. Quiero encontrarme lo más deprisa posible dentro de tu castillo de hielo.
—Ese castillo de hielo no existe. —Los labios de Yennefer temblaban, se torcían—. Es un símbolo. Y nuestros trincos persiguen un sueño inalcanzable. Porque yo, reina de los elfos, anhelo el calor. Justamente éste es mí secreto. Por eso cada año mi trineo me lleva entre remolinos de nieve a alguna ciudad y cada año alguien, herido por mis hechizos, enlaza los correajes de su trineo a los patines del mío. Cada año. Cada año alguien nuevo. Sin fin. Porque el calor que tanto anhelo destruye a la vez el hechizo, destruye la magia y el encanto. Mi elegido tocado por una estrella de hielo se convierte de pronto en un simple nadie. Y yo, a sus ojos deshelados, me convierto en alguien que no es mejor que otras... pequeñas mortales...
—Y debajo de ese blanco inmaculado aparece la primavera —dijo él—. Aparece Aedd Gynvael, fea ciudad de hermoso nombre. Aedd Gynvael y su basurero, un enorme y apestoso montón de basura en el que tengo que entrar porque me pagan para ello, porque me hicieron para eso, para entrar en la inmundicia que a otros colma de asco y repugnancia. Me han privado de la capacidad de sentir para que no sea capaz de sentir cuan monstruosamente asquerosa es esa inmundicia, para que no retroceda, no huya ante ella, lleno de pavor. Pero no del todo. El que lo hizo, Yen, hizo una chapuza.
Se callaron. La milana negra hizo crujir las plumas, desplegando y cerrando las alas.
—Geralt...
—Di.
—Ahora tú responderás a mi pregunta. A esa pregunta que nunca te he planteado. Ésa, de la que tenía miedo... Ahora tampoco te la hago, pero contéstame. Porque... porque me gustaría mucho oír tu respuesta. Es una, la única palabra que nunca me has dicho. Dila, Geralt. Te ruego.
—No puedo.
—¿Cuál es la causa?
—¿No lo sabes? —sonrió triste—. Mi respuesta sería tan sólo palabras. Palabras que no expresan sentimientos, no expresan emociones, porque me las han eliminado. Palabras que sólo serían sonidos como los que emite cuando sé lo golpea un cráneo vacío y frío.
Lo miró en silencio. Sus ojos, muy abiertos, tomaron un color violeta profundo.
—No, Geralt —dijo—, no es verdad. O puede que sea verdad, pero no del todo. No te han eliminado los sentimientos. Ahora lo veo. Ahora sé que...
Calló.
—Termina, Yen. Ya te has decidido. No mientas. Te conozco. Lo veo en tus ojos.
No bajó la vista. Lo sabía.
—Yen —susurró.
—Dame la mano —dijo.
Introdujo su mano entre las suyas, al momento sintió un hormigueo y el pulso de la sangre en las venas del antebrazo. Yennefer susurró un encantamiento, con voz tranquila, mesurada, pero él veía las gotas de sudor con que el esfuerzo perlaba su frente empalidecida, veía sus pupilas abiertas por el dolor.
Soltando su brazo, alzó las manos, las movió, con un gesto cuidadoso acarició alguna forma invisible, lentamente, de arriba abajo. Entre sus dedos el aire comenzó a hacerse denso y a enturbiarse, a inflarse y a temblar como el humo.
Miró fascinado. La magia de creación, considerada como la cumbre de las realizaciones de los hechiceros, siempre le fascinaba, mucho más que las ilusiones o la magia de transformación. Sí, Istredd tenía razón, pensó; en comparación con esa magia mis Señales parecen simplemente ridículas.
Entre las manos temblorosas por el esfuerzo de Yennefer se fue materializando despacio la forma de un pájaro negro como el carbón. Los dedos de la hechicera acariciaron delicadamente las plumas erizadas, la cabeza plana, el pico curvado. Un movimiento más, hipnotizadoramente fluido, cuidadoso, y la milana negra, doblando la cabeza, graznó sonora. Su gemela, todavía sentada inmóvil sobre los cuernos, le respondió con otro graznido.
—Dos milanas —dijo Geralt en voz baja—. Dos milanas negras, creadas con ayuda de la magia. Como me imagino, ambas te son necesarias.
—Imaginas bien —dijo con esfuerzo—. Ambas me son necesarias. Me equivoqué al juzgar que bastaba con una. Cuánto me he equivocado, Geralt... A qué errores me ha conducido el orgullo de la reina del invierno, la creencia de mi poder absoluto. Y hay cosas... que no hay forma de conseguir ni siquiera a través de la magia. Y hay dones que no se deben tomar si no se está en situación de dar a cambio... algo que sea del mismo valor. En caso contrario el don se desliza por entre los dedos, se deshace como una esquirla de hielo que se aprieta con el puño. Y sólo queda pena, un sentimiento de pérdida, una herida...