Todos se quedaron con la boca abierta.
—¡Habla! —resopló Boholt—. ¡Increíble!
—¡Y además con mucha ciencia! —dijo Yarpen Zigrin—. ¿Alguien sabe lo que es un arma confesional?
—Normal, que no es mágica —habló Yennefer arrugando las cejas—. A mí, sin embargo, me interesa otra cosa. No se puede hablar articuladamente con la lengua bífida. El bellaco usa telepatía. Tened cuidado, esto funciona en ambas direcciones. Puede leer vuestros pensamientos.
—¿Y qué, está grillado o qué? —se puso nervioso Kennet Cortapajas—. ¡Un duelo honorable? ¿Con un bicho estúpido? ¡Estaría bueno! ¡Vamos a por él, todos a una! ¡En la unión está la fuerza!
—No.
Miraron a su alrededor.
Eyck de Denesle, ya a caballo, con la armadura al completo, con la lanza apoyada en el estribo, aparecía mucho mejor que a pie. Desde detrás de la visera de su yelmo, que tenía levantada, ardían dos ojos febriles y destellaba su pálida faz.
—No, señor Kennet —repitió el caballero—. A no ser por encima de mi cadáver. No permitiré que se ofenda en mi presencia el honor de la caballería. Quien se atreva a quebrar las leyes del duelo honorable...
Eyck hablaba cada vez más alto; su voz exaltada se rompía y temblaba a causa del entusiasmo.
—... quien atenta contra el honor atenta contra mí, y su sangre o la mía regarán esta cansada tierra. ¿Quiere la bestia un duelo? ¡Bien, entonces! ¡Que el heraldo anuncie mi nombre! ¡Que decida el juicio de los dioses! De parte del dragón están la fuerza de sus garras y dientes, y la maldad del infierno, y de mi parte...
—Vaya un cretino —murmuró Yarpen Zigrin.
—...de mi parte la justicia, la fe, las lágrimas de las doncellas que este reptil...
—¡Termina, Eyck, o vomito! —gritó Boholt—. ¡Adelante, al campo! ¡Líate con el dragón, en vez de parlotear!
—Eh, Boholt, espera —dijo de pronto el enano, mesándose la barba—. ¿Te has olvidado del acuerdo? Si Eyck tumba al bicho, se lleva la mitad...
—Eyck no se llevará nada —sonrió Boholt—. Le conozco. Le basta con que Jaskier apañe una canción sobre él.
—¡Silencio! —anunció Gyllenstiern—. Que así sea. Contra el dragón va a salir a luchar el bravo caballero Eyck de Denesle, que lo hará con los colores de Caingorn como lanza y espada del rey Niedamir. ¡Ésta es la decisión real!
—Ahí tienes. —Yarpen Zigrin echaba espuma por la boca—. Lanza y espada de Niedamir. Nos la ha jugado el reyecito caingorniano. Y ahora ¿qué?
—Nada. —Boholt escupió—. No creo que quieras porfiar con Eyck ¿verdad, Yarpen? Hablará como un tonto, pero si se monta a caballo y se pone en marcha, lo mejor es quitarse de en medio. Que vaya, joder, y se cargue al dragón. Luego ya veremos.
—¿Quién va a ser el heraldo? —preguntó Jaskier—. El dragón quería un heraldo. ¿Puede que yo?
—No. No se trata de cantar cancioncillas, Jaskier. —Boholt frunció el ceño—. Que sea Yarpen Zigrin el heraldo. Tiene una voz como un toro.
—Vale, qué más da —dijo Yarpen—. Dadme un pendón con la Señal, para que todo sea como ha de ser.
—Pero hablad bien, señor enano. Y cortésmente —le recordó Gyllenstiern.
—No me enseñéis cómo tengo que hablar. —El enano metió orgulloso la tripa—. Yo ya era mensajero cuando vosotros todavía le decíais al pan «tan» y a las moscas «toscas».
El dragón seguía tranquilamente sentado sobre la colina, agitaba la cola con alegría. El enano trepó a la peña más grande, carraspeó y escupió.
—¡Eh, tú, allá! —gritó, con los brazos en jarras—. ¡Dragón de mierda! ¡Escucha lo que te dice el heraldo! ¡Es decir, yo! ¡Como primer honorable se va a enfrentar contigo el caballero mangante Eyck de Denesle! ¡Y te va meter la lanza en la tripa, según usos sagrados, para jodienda tuya y para alegría de pobres doncellas y del rey Niedamir! La lucha ha de ser honorable y según las reglas, escupir fuego no vale, y sólo confesionalmente se puede atizar el uno al otro, en tanto este otro no suelta el espíritu o no la espicha! ¡Cosa que te deseamos desde lo más hondo de nuestros corazones! ¿Lo has captado, dragón?
El dragón abrió la boca, agitó las alas y luego bajó al suelo; rápidamente descendió desde la colina a terreno llano.
—¡Te he entendido, honorable heraldo! —repuso—. ¡Que salga entonces al campo el noble Eyck de Denesle! ¡Yo estoy listo!
—Vaya un belén. —Boholt escupió, dirigió una funesta mirada a Eyck, que cabalgaba al paso a través de la barrera de rocas—. Vaya una comedia de mierda...
—Cierra la boca, Boholt —gritó Jaskier, frotándose las manos—. Mira. ¡Eyck va a la carga! ¡Ah, su perra madre, será un bonito romance!
—¡Hurra! ¡Viva Eyck! —gritó uno del grupo de arqueros de Niedamir.
—Pues yo —saltó sombrío Comecabras—, yo, no obstante, para estar seguros, le hubiera inflado de azufre.
Eyck, ya en el campo, saludó al dragón bajando la lanza, se cerró la visera del yelmo y pinchó al caballo con las espuelas.
—Vaya, vaya —dijo el enano—. Puede que sea tonto, pero en cuestión de cargas sabe lo que hace. ¡Miradlo!
Eyck, inclinado, apoyado en la silla, bajó la lanza a pleno galope. El dragón, en contra de lo que Geralt esperaba, no saltó, no se movió en círculo, sino que, aplastado contra la tierra, corrió directamente hacia el caballero que le atacaba.
—¡Mátalo! ¡Mátalo, Eyck! —aulló Yarpen.
Eyck, aunque empujado hada delante por el galope, no le golpeó directamente, a ciegas. En el último segundo cambió hábilmente la dirección y tiró con la lanza por encima de la cabeza del caballo. Mientras pasaba al lado del dragón, embistió con todas sus fuerzas, de pie sobre los estribos. Todos gritaron con una sola voz. Geralt no se unió al coro.
El dragón evitó la embestida con una finta delicada, hábil, llena de gracia y, revolviéndose como una banda de oro viva, introdujo la pata, rápida pero suavemente, casi como un gato, debajo de la barriga del caballo. El caballo relinchó, alzó las patas delanteras; el caballero se balanceó sobre la silla pero no soltó la lanza. En el momento en el que el animal casi había dado con los ollares en el suelo, el dragón tiró a Eyck de la silla con un violento empujón de la pata. Todos vieron el resplandor de la armadura que volaba hacia arriba girando, todos escucharon el tintineo y el estrépito con el que el caballero cayó en la tierra.
El dragón, tomando asiento, derrumbó al caballo con una pata, bajó la mandíbula llena de dientes. El caballo relinchó penetrantemente, se sacudió y se quedó callado.
En el silencio que cayó sobre el campo, se escuchó la profunda voz del dragón Villentretenmerth.
—Se puede retirar del campo al bravo Eyck de Denesle; está incapacitado para continuar la lucha. El siguiente, por favor.
—Oh, mierda —dijo Yarpen Zigrin en el silencio subsiguiente.
—Las dos —dijo Yennefer secándose las manos con una toallita de lino—. Y creo que algo en la columna. La armadura estaba clavada en la espalda como si le hubieran dado con un martinete. Y los pies, por la propia lanza. Va a tardar mucho en subirse a un caballo. Si acaso llegara a poder.
—Gajes del oficio —dijo Geralt.
La hechicera frunció el ceño.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir?
—¿Y qué más querrías escuchar, Yennefer?
—Este dragón es increíblemente rápido. Demasiado rápido para que pueda luchar con él un ser humano.
—Entiendo. No, Yen. Yo no.
—¿Por principios? —sonrió ella venenosamente—. ¿O el miedo normal, común y corriente? ¿Es el único sentimiento humano que no te arrancaron?
—Lo uno y lo otro —aceptó con indiferencia el brujo—. ¿Qué diferencia hay?
—Precisamente. —Yennefer se acercó—. Ninguna. Los principios se pueden romper, el miedo se puede vencer. Mata ese dragón, Geralt. Para mí.
—¿Para ti?
—Para mí. Quiero ese dragón. Entero. Quiero tenerlo sólo para mí.
—Utiliza tus hechizos y mátalo.
—No. Mátalo tú. Y con mis hechizos detendré a los Sableros y a los otros, para que no molesten.
—Habrá muertos.
—¿Desde cuándo te molesta eso? Tú ocúpate del dragón y yo de los humanos.
—Yennefer —dijo con voz fría el brujo—. No puedo entenderlo. ¿Para qué necesitas ese dragón? ¿Hasta ese punto te ciega el color dorado de sus escamas? Pues si tú no eres pobre, tienes incontables fuentes de ingreso, eres famosa. Entonces, ¿de qué se trata? Y no me digas que de la vocación, por favor.
Yennefer guardó silencio, por fin, con el ceño fruncido; dio una patada con mucha fuerza a una piedra que yacía sobre la hierba.
—Hay alguien que me puede ayudar. Al parecer eso... sabes de lo que hablo... Al parecer eso no es incurable. Hay una posibilidad. Podré por fin tener... ¿Entiendes?
—Entiendo.
—Es una operación complicada, costosa. Pero a cambio de un dragón dorado... ¿Geralt?
El brujo callaba.
—Cuando estábamos colgados del puente —dijo la hechicera—, me pediste algo. Cumpliré tu deseo. Pese a todo.
El brujo sonrió triste, rozó con el índice la estrella de obsidiana en el cuello de Yennefer.
—Demasiado tarde, Yen. Ya no estamos colgados. Ya he dejado de necesitarlo. Pese a todo.
Se esperaba lo peor, una cascada de fuego, una bofetada repentina en el rostro, insultos, maldiciones. Se asombró cuando vio solamente un contenido temblor de los labios. Yennefer se volvió lentamente. Geralt lamentó sus palabras. Lamentó el sentimiento que ella le producía. El límite de lo posible, traspasado, estalló como la cuerda de un laúd. Miró a Jaskier, vio cómo el trovador volvía la cabeza con rapidez, cómo evitaba sus ojos.
—Bueno, pues ya nos hemos quitao de la cabeza el asunto del honor caballeresco, señores míos —gritó Boholt, ya armado, delante de Niedamir, quien seguía sentado en la piedra con una invariable expresión de aburrimiento en el rostro—. El honor caballeresco está allá tendido y gime despacito. Mala era esta estrategia, noble Gyllenstiern, la de dejar salir a Eyck como vuestro caballero y vasallo. No pienso señalar con el dedo, eh, pero sabemos a quién debe Eyck las patas rotas. Sí, así de un golpe se han resuelto dos problemas. El de un loco que en su locura quería revivir las leyendas del atrevido caballero que vence en combate mano a mano a un dragón. Y el de un cretino que quería ganar dinero a su costa. Sabéis de quién hablo, Gyllenstiern, ¿no? Estupendo. Y ahora, nosotros movemos ficha. Ahora el dragón es nuestro. Ahora nosotros, los Sableros, vamos a dar cuenta del dragón. Pero a nuestro beneficio.
—¿Y el acuerdo, Boholt? —dijo el canciller entre dientes—. ¿Qué pasa con el acuerdo?
—El culo me limpio con el acuerdo este.
—¡Esto es inédito! ¡Esto es un insulto a su majestad! —pataleó Gyllenstiern—. El rey Niedamir...
—El rey ¿qué? —gritó Boholt apoyándose en un enorme mandoble—. ¿Quizás el rey tiene ganas de ir a por el dragón él solo? ¿Y puede que vos, su fiel canciller, os arremetáis en la armadura vuestra tripula y salgáis al campo? Por qué no, vamos, nosotros esperamos aquí, señores míos. Vuestra oportunidad tuvisteis, Gyllenstiern; si Eyck se hubiere cargado al dragón, vos lo hubierais tenido para vos solo, no nos hubiera tocado nada, ni una escama de oro de sus lomos. Pero ya es demasiado tarde. Echad un vistazo. No hay nadie ya para luchar por los colores de Caingorn. No encontraréis otro tan tonto como Eyck.
—¡No es verdad! —El zapatero se echó a los pies del rey, todavía absorto en la observación de un punto en el horizonte sólo conocido de él—. ¡Señor rey! ¡Esperar sólo un poquino, que los nuestros de Holopole nos agarren, y ya verán éstos! ¡Escupir a los listillos de la nobleza, echarlos de acá! ¡Veréis quién es bravo de veras, quién en el puño es fuerte y no en la lengua!
—Cierra el pico —dijo Boholt con tranquilidad mientras limpiaba una mancha de óxido de la coraza—. Cierra el pico, cabronazo, porque si no te lo voy a cerrar yo de tal modo que te vas a tragar los dientes.
Comecabras, viendo cómo se acercaban Kennet y Devastadón, retrocedió deprisa y se escondió detrás de los rastreadores de Holopole.
—¡Rey! —gritó Gyllenstiern—. Rey, ¿qué ordenas?
La expresión de hastío desapareció de pronto del rostro de Niedamir. El niño monarca arrugó una nariz orgullosa y se levantó.
—¿Que qué ordeno? —dijo con voz aguda—. Por fin preguntas por ello, Gyllenstiern, en vez de decidir por mí y hablar por mí y en mi nombre. Me alegro mucho. Y que así continúe, Gyllenstiern. Desde este momento vas a callar y obedecer órdenes. Ésta es la primera de ellas. Reúne a la gente, manda colocar en el carro a Eyck de Denesle. Volvemos a Caingorn.
—Señor...
—Ni una palabra, Gyllenstiern. Doña Yennefer, nobles señores, me despido. He perdido algo de tiempo en este asunto pero he ganado muchas cosas. Mucho he aprendido. Os agradezco vuestras palabras, doña Yennefer, don Dorregaray, don Boholt. Y gracias por vuestro silencio, don Geralt.
—Rey —habló Gyllenstiern—. ¿Cómo es eso? El dragón está aquí, aquí mismo. Sólo hay que alargar la mano. Rey, vuestro sueño...
—Mi sueño —repitió, ensimismado, Niedamir—. Todavía no lo tengo. Y si me quedo aquí.. Puede que entonces no lo vaya a tener nunca.
—¿Y Malleore? ¿Y la mano de la princesa? —El canciller no se resignó, agitaba las manos—. ¿Y el trono? Rey, aquel pueblo os reconocerá...
—Me limpio el culo con aquel pueblo, como dice don Boholt —sonrió Niedamir—. El trono de Malleore es mío en cualquier caso, porque tengo en Caingorn trescientos coraceros y mil quinientos soldados de infantería contra mil de sus despreciables escuderos. Y reconocerme me van a reconocer en cualquier caso. Voy a mandar colgar, descabezar y descuartizar durante tanto tiempo como sea necesario hasta que me reconozcan. Y su princesilla es un ternerillo gordo y me cago en su mano; sólo necesito su chocho, que me dé un heredero y luego ya la envenenaré. Con el método del maestro Comecabras. Basta de hablar, Gyllenstiern. Procede a ejecutar las órdenes recibidas.
—Ciertamente —susurró Jaskier a Geralt—. El rey mucho ha aprendido.
—Mucho —confirmó Geralt mirando a la colina, en la que el dragón dorado, con la cabeza triangular bien baja, lamía con su lengua bífida y escarlata algo que se encontraba en la hierba, junto a él—. Pero no quisiera ser su súbdito, Jaskier.
—Y ¿qué pasará ahora, qué piensas?
El brujo miró sereno al pequeño ser verdegrís, que agitaba unas alitas de murciélago junto a las garras doradas del dragón.