Tenía que haber salido a toda prisa, porque los utensilios, que por lo general colocaba en orden dentro de sus cofrecitos, yacían sobre la mesa dispersos caóticamente como huesos arrojados por un augur en un ritual profético. Pincelitos de delicados pelos: los grandes, que servían para maquillarse el rostro; los pequeños, con los que se pintaba los labios, y los más pequeñitos de todos, para la alheña con la que se teñía las pestañas.
Lápices y pinturitas para las mejillas y las cejas. Pinzas y cucharillas de plata. Tarritos y botellitas de porcelana y cristal lechoso, que contenían como bien sabía elixires de ingredientes tan banales como hollín, grasa de ganso y zumo de zanahoria y tan amenazadoramente secretos como mandrágora, antimonio, belladona, cannabis, sangre de dragón y veneno concentrado de escorpiones gigantes. Y sobre todo ello, alrededor, en el ambiente: el olor a lilas y grosella, que era el perfume que siempre usaba.
Estaba en esos objetos. Estaba en ese perfume.
Pero no estaba ella misma.
Fue al piso de abajo, sintiendo cómo crecía su inquietud y cómo se le acumulaba la rabia. Contra todo.
Lo enfurecía la fría y tiesa tortilla que el posadero le sirvió como desayuno, despegándose sólo un instante de la muchacha a la que andaba manoseando. Le molestaba también que la muchacha tuviera como mucho doce años. Y lágrimas en los ojos.
El ambiente, cálido y primaveral, y la algarabía alegre que palpitaba en las calles no le puso de mejor humor. Todo seguía sin gustarle en Aedd Gynvael, ciudad que, le daba la impresión, era como una malvada parodia de todas las ciudades por él conocidas. Era como una caricatura, más ruidosa, más agobiante, enervante, sucia.
Seguía percibiendo un débil hedor a basurero en sus ropas y cabellos. Decidió ir a los baños.
En los baños le molestó el gesto del empleado, que miraba su medallón de brujo y la espada puesta a la orilla de la cuba. Le molestó el hecho de que el empleado no le ofreciera una puta. No tenía intenciones de usar de los servicios de una puta, pero en los baños se las ofrecían a todos, por eso le enfureció que hicieran una excepción con él.
Cuando salió, apestando fuertemente a jabón gris, su humor no había mejorado, y Aedd Gynvael no era ni una migaja más hermosa que antes. Seguía sin encontrar nada que le gustara. No le gustaban al brujo los montones de estiércol que cubrían las callejuelas. No le gustaban los mendigos que merodeaban junto a los muros del santuario. No le gustaba la desfigurada pintada en el muro que decía: «¡LOS ELFOS A LA RESERVA!».
No le permitieron entrar en el castillo, lo enviaron a buscar al estarosta a la bolsa de mercaderes. Esto le molestó. Le molestó también el que el maestro del gremio, un elfo, le mandara buscar al estarosta en la plaza del mercado, contemplándole con un desprecio y una soberbia extraños en alguien al que han de meter en una reserva dentro de poco.
En la plaza se arremolinaban las gentes; estaba llena de puestos, carros, caballos, bueyes y moscas. Sobre una plataforma había una picota con un delincuente al que el populacho le arrojaba tierra y estiércol. El delincuente, con sorprendente control de sí mismo, insultaba a sus atormentadores sin alzar de modo especial la voz.
Para Geralt, que estaba bien familiarizado con ello, el objetivo de la visita del estarosta a aquella batahola estaba bastante claro. Los mercaderes que venían con sus caravanas llevaban los sobornos calculados en el precio, y tenían, por ello, que hacer entrega de estos sobornos a alguien. El estarosta, que también conocía la costumbre, estaba presente para que los mercaderes no se tuvieran que fatigar.
El lugar donde ejercía su gobierno estaba marcado por un baldaquino de sucio color azul, desplegado sobre unos varales. Había allí una mesa rodeada por sus gesticulantes clientes. A la mesa estaba sentado el estarosta Herbolth, demostrando a todos y a todo su desprecio y su desdén que estaban pintados en un rostro descolorido.
—¡Eh! ¿Adónde vas?
Geralt volvió lentamente la cabeza. Y al momento apagó su furia interna, controló su nerviosismo, se transformó en una dura y fría esquirla de hielo. Ya no podía permitirse las emociones. El hombre que le había salido al paso tenía los cabellos amarillentos como pluma de oropéndola y unas cejas del mismo color sobre unos ojos pálidos y vacíos. Unas manos anchas de largos dedos se apoyaban en un cinturón de masivas placas de latón cargado con una espada, una maza y dos estiletes.
—Ajá —dijo el hombre—. Te reconozco. ¿El brujo, no es cierto? ¿A ver a Herbolth?
Geralt asintió sin dejar de observar las manos del hombre. Sabía que era peligroso levantar la vista de las manos de aquel hombre.
—He oído hablar de ti, matamonstruos —dijo el rubio, observando con atención las manos de Geralt—. Aunque me parece que nunca nos hemos visto, seguramente has oído hablar de mí. Me llamo Ivo Mirce. Pero todos me llaman El Cigarra.
El brujo asintió en señal de que había oído hablar de él. Sabía también el precio que daban por la cabeza de El Cigarra en Wyzima, Caelf y Vattweir. Si le hubieran preguntado su opinión, habría dicho que era poco dinero. Pero no le habían preguntado.
—Vale —dijo El Cigarra—. El estarosta, por lo que sé, te está esperando. Puedes ir. Pero la espada, amigo, la dejas aquí. A mí, como verás, me pagan para que vigile la ceremonia esta. Nadie que vaya armado tiene derecho a acercarse a Herbolth. ¿Entendido?
Geralt encogió los hombros con indiferencia, se desabrochó el cinturón, envolviendo con él la vaina, le entregó la espada a El Cigarra. El Cigarra torció la comisura de la boca en una sonrisa.
—Mira tú —dijo—. Qué obediente, ni una palabra de protesta. Sabía que los rumores sobre ti eran exagerados. Me gustaría que me pidieras tú alguna vez la espada, ibas a ver entonces cuál era mi respuesta.
—¡Eh, Cigarra! —llamó de pronto el estarosta mientras se levantaba—. ¡Déjalo pasar! Venid acá presto, don Geralt, bienvenido, bienvenido. Retiraos, señores mercaderes, dejadnos a solas por un momento. Vuestros intereses deben ceder el paso a asuntos de mayor importancia para la ciudad. ¡Presentadle vuestras peticiones a mi secretario!
La fingida efusión de bienvenida no engañó a Geralt. Sabía que servía sólo como ocasión para el regateo. Los mercaderes recibían algo de tiempo para pensar si los sobornos eran lo suficientemente altos.
—Apuesto a que El Cigarra ha intentado provocarte. —Herbolth respondió alzando descuidadamente la mano al no menos descuidado saludo del brujo—. No te preocupes por ello. El Cigarra saca la espada sólo si se lo ordenan. Cierto es que no le gusta mucho, pero mientras yo le pague tendrá que hacer caso, si no, a tomar viento, de vuelta al camino. No te preocupes por él.
—¿Para qué diablos necesitáis vos a alguien como El Cigarra, estarosta? ¿Tan poco seguro se está aquí?
—Seguro, pero porque pago a El Cigarra. —Herbolth sonrió—. Su fama llega hasta bien lejos y de esto es de lo que se trata. ¿Sabes?, Aedd Gynvael y otras ciudades en el valle del Toina pertenecen a los señores de Rakverelin. Y en los últimos tiempos los señores cambian a cada rato. No está claro, en suma, por qué cambian, y es igual porque uno de cada dos es medio elfo o cuarterón de elfo, maldita sangre y maldita raza, todo lo que es malo viene de los elfos.
Geralt no añadió que también de los carreteros, porque el chiste, aunque conocido, no le resultaba gracioso a todo el mundo.
—Cada nuevo señor —continuó Herbolth con la lengua más suelta— empieza por expulsar a los corregidores y estarostas del antiguo régimen para sentar en sus escabeles a parientes y conocidos. Pero después de lo que El Cigarra le hizo una vez a los enviados de cierto señor, nadie se ha atrevido a echarme de mi puesto y soy el estarosta más antiguo del más antiguo régimen, incluso no me acuerdo ya de cuál. Va, pero nosotros aquí, charla que te charla, y la ropa por tender, como solía decir mi primera esposa, que en gloria esté. Vayamos al grano. ¿Qué bicho era el que se había colado en nuestro basurero?
—Un zeugel.
—En mi vida he oído hablar de algo así. Supongo que ya estará muerto.
—Ya está muerto.
—¿Cuánto le va a costar esto a la caja municipal? ¿Setenta?
—Cien.
—¡Vaya, vaya, señor brujo! ¡Me da que beleño habéis bebido! ¿Cien marcos por matar a un gusanillo que vivía en un montón de mierda?
—Gusano o no, estarosta, devoró a ocho personas, como vos mismo afirmasteis.
—¿Personas? ¡Válgame el cielo! El monstruillo, como me informaron, se comió al viejo Recorchos, famoso porque nunca había estado sobrio, a una vieja de los arrabales y a algunos hijos del almadiero Sulirad, lo que no se descubrió enseguida porque el propio Sulirad no sabe cuántos hijos tiene, los hace demasiado deprisa para poder contarlos. ¡Vaya unas personas! Ochenta.
—Si no hubiera matado al zeugel, dentro de poco se habría comido a alguien más importante. Al boticario, pongamos. Y ¿de dónde ibais a sacar entonces los ungüentos contra la gonorrea? Cien.
—Cien marcos es un montón de dinero. No sé si daría tanto por una hidra de nueve cabezas. Ochenta y cinco.
—Cien, señor Herbolth. Fijaos en que, aunque no era una hidra de nueve cabezas, ninguno de los aquí presentes, incluyendo al famoso Cigarra, ha sido capaz de apañárselas con el zeugel.
—Porque ninguno de los aquí presentes tiene por costumbre retozar entre basura y estiércol. Mi última palabra: noventa.
—Cien.
—¡Noventa y cinco, por todos los diablos y demonios!
—De acuerdo.
—Venga. —Herbolth mostró una amplia sonrisa—. Arreglado. ¿Siempre regateas tan bien, brujo?
—No. —Geralt no sonrió—. De hecho, pocas veces. Pero quería daros un gusto, estarosta.
—Y me lo has dado, así te lleve la peste —se carcajeó Herbolth—. ¡Eh, Preseta! ¡Ven acá! Saca el libro y el talego y cuéntame aquí noventa marcos en un pispás.
—Iban a ser noventa y cinco.
—¿Y los impuestos?
El brujo maldijo en voz baja. El estarosta puso en la factura una elaborada señal, luego se hurgó en el oído con la punta limpia de la pluma.
—Espero que ahora el vertedero se quede tranquilo. ¿Eh, brujo?
—Debiera. Sólo había un zeugel. Es cierto que podría haber alcanzado a multiplicarse. Los zeugeles son hermafroditas, como los caracoles.
—Pero ¿qué cuento me estás contando? —Herbolth le miró con los ojos entornados—. Para multiplicarse hacen falta dos, es decir, macho y hembra. Pero ¿qué, que los zeugeles ésos se crían como las pulgas o los ratones, de la paja que se pudre en los jergones? Todo gandumbas sabe que no hay ratones y ratonas, que todos son iguales y se crían de sí mismos y de las pajas podridas.
—Y los caracoles, con las hojas mojadas se juntan —terció el secretario Preseta, todavía enfrascado en colocar las monedas en montoncitos.
—Todos lo saben —se mostró Geralt conforme, sonriendo apaciguador—. No hay caracoles y caracolas. No hay más que hojas. Y quien diga lo contrario se equivoca.
—Basta —cortó el estarosta, mirándolo con desconfianza—. Basta de bichos. He preguntado si se nos puede poner a correr algo por el basurero otra vez, y ten la bondad de responder corto y con claridad.
—En un mes más o menos habría que recorrer la escombrera, lo mejor, con perros. Los zeugeles pequeños no son poco peligrosos.
—¿Y no podrías hacer eso tú, brujo? En cuanto al precio, podemos ponernos de acuerdo.
—No. —Geralt tomó el dinero de las manos de Preseta—. No tengo intenciones de andar por vuestra encantadora ciudad ni siquiera una semana, cuanto más un mes.
—Interesante perorata. —Herbolth sonrió torcidamente, mirándolo a los ojos—. De hecho, muy interesante. Porque yo pienso que vas a quedarte aquí más largo.
—Mal pensáis, estarosta.
—¿De verdad? Viniste aquí con esa pitonisa morena, cómo se llama, lo he olvidado... Ginebra, creo. Te has quedado con ella en El Esturión. Dicen que en la misma estancia.
—¿Y qué?
—Pues que ella, siempre que visita Aedd Gynvael, no se va tan pronto. Y hay que ver cuántas veces ha estado ya aquí.
Preseta formó una sonrisa amplia, desdentada y significativa. Herbolth todavía miraba a los ojos a Geralt, sin sonreír. Geralt sonrió también, de la forma más amenazadora que pudo.
—Yo, al fin y al cabo, no sé nada. —El estarosta desvió la vista y escarbó con el tacón en la tierra—. Y no me importa una mierda. Pero el hechicero Istredd, para que lo sepas, es aquí una persona importante. Insustituible en esta villa, sin precio, diría. Es respetado por toda la gente, los de aquí y los forasteros también. Nosotros no metemos la nariz en sus hechicerías ni curioseamos en el resto de sus asuntos.
—Quizá con razón —accedió el brujo—. ¿Y dónde vive, si se puede preguntar?
—¿No lo sabes? Pues es justo aquí, ¿ves esa casa? Esa casa blanca, alta, que está metida entre el almacén y el arsenal como una vela en el culo, dicho sea sin ofender. Pero ahora no lo vas a encontrar allí. Istredd desenterró hace poco algo que estaba junto a la muralla del sur y cava ahora a su alrededor como un topo. Y el pueblo me obligó a ir a las excavaciones aquellas. Así que voy, le pregunto cortésmente, por qué, maestro, hacéis agujeritos como un crío, el pueblo empieza a reírse ya. ¿Qué hay en esta tierra? Y él me mira como a un pobre diablo cualquiera y dice: «Historia». Qué es esto de una historia, le digo. Y él: «La historia de la humanidad. La respuesta a las preguntas. A la pregunta de qué hubo y a la pregunta de qué habrá». Una mierda es lo que había aquí, le digo, antes de que construyeran la ciudad, baldíos, matojos y lobisomes. Y lo que vendrá depende de a quién nombren señor en Rakverelin, a qué nuevo medioelfo asqueroso. Y en la tierra no hay historia ninguna, allí no hay ná, a no ser lombrices, si alguien las quiere para pescar. ¿Piensas que me hizo caso? Tú verás. Sigue cavando. Si quieres verlo, vete a la muralla del sur.
—Eh, señor estarosta —resopló Preseta—. Ahora está en casa. De qué va andar él entre zanjas, ahora, cuando...
Herbolth le miró amenazadoramente. Preseta se encorvó y tosió, apoyándose en un pie y luego en el otro. El brujo, todavía con una sonrisa siniestra, cruzó los brazos sobre el pecho.
—Sí, ejem, ejem. —El estarosta carraspeó—. Quién sabe, puede que de hecho Istredd esté ahora en casa. Lo que a mí, al fin y al cabo...
—Que los dioses os den salud, estarosta —dijo Geralt sin forzarse siquiera a una parodia de inclinación—. Que tengáis un buen día.