—¿Y qué dices tú de todo esto, Jaskier? ¿Qué piensas de todo esto?
—¿Y qué importa lo que yo piense? Soy un poeta, Geralt. ¿Acaso tiene alguna importancia mi opinión?
—La tiene.
—Pues entonces te la diré. Yo, Geralt, cuando veo un reptil, una culebra, pongamos por caso, o una salamanquesa, entonces las tripas se me revuelven, tanto asco me dan y tanto miedo estas asquerosidades. Pero este dragón...
—¿Sí?
—Él... él es hermoso, Geralt.
—Gracias, Jaskier.
—¿Por qué?
Geralt volvió la cabeza, con un lento movimiento se echó mano a la hebilla del talabarte que le cruzaba el pecho al bies, lo apretó dos agujeros más. Alzó la mano derecha, comprobando si el puño de la espada estaba en la posición correcta. El poeta le miró con los ojos muy abiertos.
—¡Geralt! Tú tienes intenciones de...
—Sí —dijo tranquilo el brujo—. Hay una frontera de lo posible. Estoy harto de todo esto. ¿Te vas con Niedamir o te quedas, Jaskier?
El trovador se agachó, colocó cuidadosa y cariñosamente el laúd bajo una piedra, se irguió.
—Me quedo. ¿Cómo has dicho? ¿La frontera de lo posible? Me reservo ese título para un romance.
—Puede que sea tu último romance.
—¿Geralt?
—¿Ajá?
—No mates... ¿Podrás?
—Una espada es una espada, Jaskier. Si se la desenvaina...
—Inténtalo.
—Lo intentaré.
Dorregaray rió, se dio la vuelta en dirección a Yennefer y los Sableras, señaló al cortejo real que se alejaba.
—Allá —dijo— parte el rey Niedamir. No da ya más órdenes por boca de Gyllenstiern. Parte mostrando buen juicio. Me alegro de que estés aquí, Jaskier. Te propongo que comiences a componer un romance.
—¿Sobre qué?
—Sobre cómo —el hechicero sacó de bajo la capa su varita— el maestro Dorregaray, nigromante, mandó a casa a los bellacos que querían matar al modo de los bellacos al último dragón dorado que quedaba en el mundo. ¡No te muevas, Boholt! ¡Yarpen, las manos lejos del hacha! ¡Ni pestañees, Yennefer! Adelante, bellacos, tras el rey, como el perro tras el amo. Vamos, a los caballos, a los carros. Os aviso, quien haga un movimiento incorrecto, de él no quedará más que un tufo y una mancha en la arena. No estoy bromeando.
—¡Dorregaray! —susurró Yennefer.
—¡Noble hechicero! —dijo Boholt, conciliador—. Entonces se debe...
—Calla, Boholt. Dije que no tocaréis a ese dragón; no se mata a una leyenda. Daos la vuelta y a tomar por saco.
La mano de Yennefer se disparó de pronto hacia delante, y la tierra alrededor de Dorregaray explotó en un fuego celeste, borbotó en una tormenta de arena y hierbas. El hechicero se sacudió, rodeado de llamas. Devastadón, de un salto, le golpeó en el rostro con el canto del puño. Dorregaray cayó, de su varita surgió un rayo rojo que se apagó sin causar daño sobre las rocas. Cortapajas, acercándose a toda prisa desde el otro lado, dio una patada al hechicero que seguía en el suelo, tomó impulso para repetir el golpe. Geralt se lanzó entre ellos, empujó a Cortapajas hacia atrás, tomó la espada, dio un golpe plano, apuntando al lugar que dividía la coraza y la espaldera. Se lo impidió Boholt, quien paró el golpe con la ancha hoja de su mandoble. Jaskier le echó la zancadilla a Devastadón, pero sin efecto. Devastadón se agarró al jubón coloreado del bardo y le golpeó con el puño entre los ojos. Yarpen Zigrin, apareciendo por detrás, levantó los pies a Jaskier dándole con el mango del hacha en el hueco de la rodilla.
Geralt giró haciendo unas piruetas, para escapar de la espada de Boholt, dio un corto golpe a Cortapajas que saltaba hacia él, destrozándole el guantelete de acero. Cortapajas retrocedió, dio un traspié, cayó. Boholt jadeó mientras balanceaba la espada como si fuera una guadaña. Geralt avanzó hacia la silbante hoja, le atizó un golpetazo a Boholt en la coraza con la empuñadura de la espada, lo empujó, lanzó un tajo, apuntando a la mejilla. Boholt, como veía que no iba a ser capaz de parar tan pesada hoja, se tiró hacia atrás, cayó de espaldas. El brujo se acercó a él y en ese momento sintió cómo la tierra desaparecía bajo sus piernas paralizadas. Vio cómo el horizonte se convertía de transversal en perpendicular. En vano intentó colocar los dedos en una Señal de protección, se golpeó pesadamente de lado contra la tierra, dejando escapar la espada de sus manos inmovilizadas. Los oídos le retumbaban y le silbaban.
—Atadlos mientras actúa el hechizo —dijo Yennefer desde algún lugar alto y lejano—. A los tres.
Dorregaray y Geralt, anestesiados e inmóviles, se dejaron maniatar y sujetar al carro sin resistencia y sin decir palabra. Jaskier se revolvió y maldijo, así que todavía mientras lo maniataban le dieron unas buenas tortas.
—Para qué atarlos, traidores, hijos de perra —habló Comecabras al acercarse a ellos—. Apiolarlos y listos.
—Tú mismo eres hijo y no de perra —dijo Yarpen Zigrin—. No insultes aquí a los perros. Vete a la mierda, ponesuelas.
—Muy bravos sois —ladró Comecabras—. Veremos si tanta bravura tenéis cuando los míos lleguen de Holopole, en cuantito los veáis. Vere...
Yarpen, doblándose con una habilidad inesperada para su apostura, le atizó con el mango del hacha en la testa. Devastadón, que estaba al lado, le hizo unas correcciones a puntapiés. Comecabras voló unas cuantas brazas y hundió las narices en la hierba.
—¡Os acordaréis! —gritó a cuatro patas—. Todos vosotros...
—¡Muchachos! —aulló Yarpen Zigrin—. ¡A por el puto zapatero; metedle el cabo por el culo! ¡Píllalo, Devastadón!
Comecabras no esperó. Se levantó y se encaminó al trote en dirección al cañón oriental. Detrás de él, a hurtadillas, salieron corriendo los rastreadores holopolacos. Los enanos, riéndose, les tiraron piedras.
—De pronto parece como si el aire se hubiera puesto más fresquito —sonrió Yarpen—. Va, Boholt, pongámonos con el dragón.
—Despacio. —Yennefer alzó la mano—. Poner podéis, pero los pies. En polvorosa. Todos tal y como estáis aquí.
—¿Lo qué? —Boholt se incorporó y los ojos le relampagueaban con un brillo de rabia—. ¿Qué decís, noble y piadosa señora bruja?
—Largaos de aquí siguiendo las huellas del zapatero —repitió Yennefer—. Todos. Yo misma me las apañaré con el dragón. Con armas no convencionales. Y según os vayáis podéis darme las gracias. Si no hubiera sido por mí, habríais probado la espada del brujo. Venga ya, deprisa, Boholt, antes de que me ponga nerviosa. Os advierto, conozco un encantamiento con el cual puedo convertiros en sementales. Basta con que mueva una mano.
—Oh, no —rezongó Boholt—. Mi paciencia alcanzó los límites de lo posible. No me voy a dejar tomar por tonto. Cortapajas, arráncale el timón al carro. Que yo también voy a necesitar de armas no convencionales, me parece. Ahora aquí alguien se va a cargar con la cruz, señores míos. No quiero señalar con el dedo, pero ahora mismo cierta asquerosa hechicera se va a cargar con la cruz.
—Ni lo intentes, Boholt. Alégrame el día.
—Yennefer —dijo lleno de reproches el enano—. ¿Por qué?
—¿Y no puede ser que simplemente no me guste compartir, Yarpen?
—En fin —sonrió Yarpen Zigrin—. Profundamente humano. Tan humano, que casi es de enanos. Es agradable ver tus propios rasgos de carácter en una hechicera. Porque a mí tampoco me gusta compartir, Yennefer.
Se dobló en un relampagueante y corto disparo. Una bola de acero, no se sabe de dónde ni cuándo la había sacado, aulló en el aire y golpeó a Yennefer en el centro de la frente. Antes de que la hechicera se diera cuenta, colgaba ya en el aire, sus manos sujetas por Cortapajas y Devastadón mientras Yarpen le ataba los dedos con una soga. Yennefer gritó con rabia pero uno de los muchachos de Yarpen, que estaba de pie a su lado, le echó unas riendas en la cabeza, apretó con fuerza, colocando la correa sobre la boca abierta, apagó el grito.
—Bueno, y qué, Yennefer —dijo Boholt, acercándose—. ¿Cómo quieres hacer de mí un semental? ¿Si no puedes ni menear una mano?
Boholt le rasgó el cuello de su jubón, rompió la camisa y se la arrancó. El chillido de Yennefer fue ahogado por las correas.
—Tiempo no tengo ahora —dijo Boholt, mientras la toqueteaba impúdicamente entre las carcajadas de los enanos—, pero espera un poco, hechicera. En cuanto nos carguemos al dragón, nos vamos a montar una fiesta. Atádmela bien a las ruedas, muchachos. Las dos patas a los aros, de modo que ni un dedo menear pueda. Y ahora, su puta madre, que no la toque nadie, señores míos. El orden lo estableceremos según cada uno se porte en el combate contra el dragón.
—Boholt —habló Geralt, en voz baja, sereno y enojado—. Ten cuidado. Te encontraré hasta en el fin del mundo.
—Me asombras —respondió el Sablero, también sereno—. Yo en tu lugar me estaría calladito. Te conozco y he de tratar en serio tu amenaza. No tendré salida. Puede que no sobrevivas, brujo. Volveremos aún a este negocio. Devastadón, Cortapajas, a los caballos.
—Y ya la tenemos liada —gimió Jaskier—. ¿Por qué diablos me habré mezclado en esto?
Dorregaray, con la cabeza agachada, contemplaba las densas gotas de sangre que le fluían lentamente desde la nariz hasta la barriga.
—¡Podrías dejar de mirarme! —le gritó a Geralt la hechicera, retorciéndose como una serpiente en sus ligaduras, intentando en vano cubrir sus desnudas bellezas.
El brujo volvió obediente la cabeza. Jaskier no.
—Para esto que estoy viendo —se rió el bardo— habrás usado por lo menos un barril entero de elixir de mandrágora, Yennefer. Una piel como una quinceañera, que me ahorquen.
—¡Cierra el pico, hideputa! —gritó la hechicera.
—¿Cuántos años tienes de verdad? —Jaskier persistía—. ¿Unos doscientos? Bueno, pongamos ciento cincuenta. Y te comportaste como...
Yennefer estiró el cuello y le escupió, aunque sin acertarle.
—Yen —habló lleno de reproche el brujo, mientras se limpiaba la oreja sucia contra el hombro.
—¡Que deje de mirarme!
—De eso nada —dijo Jaskier sin quitar ojo de la alegre vista que representaba la despechugada hechicera—. Es por su culpa que nos vemos así. Y nos pueden rebanar la garganta. Y a ella como mucho la van a violar, lo que a su edad...
—Cállate, Jaskier —le interrumpió el brujo.
—De eso nada. Justo ahora tengo intenciones de componer un romance sobre dos tetas. Por favor, no me molestéis.
—Jaskier. —Dorregaray sorbió la sangre de la nariz—. Compórtate con seriedad.
—Me estoy comportando con seriedad, joder.
Boholt, al que sujetaban los enanos, se encaramó con esfuerzo sobre la silla, pesado y rígido a causa de la armadura y de los cueros protectores colocados sobre ella. Devastadón y Cortapajas estaban ya montados en los caballos, con un enorme mandoble colocado de través sobre la silla.
—Vale —gruñó Boholt—. Vamos a por él.
—No —dijo una voz profunda que sonaba como una trompa de latón—. ¡Soy yo el que viene a por vosotros!
Desde detrás del anillo de rocas surgió un largo morro, refulgente y dorado, un esbelto cuello armado con una fila de placas triangulares y dentadas, unas patas con garras. Unos ojos malvados, de reptil, con una pupila perpendicular, miraban bajo unos párpados córneos.
—No podía aguantar más esperando en el campo —dijo el dragón Villentretenmerth mirando a su alrededor—, así que he venido yo. Por lo que veo, cada vez hay menos gente con ganas de pelea.
Boholt tomó las riendas con la boca y el mandoble con ambos puños.
—Bahta yah —dijo confusamente, mientras sujetaba los correajes con los dientes—. ¡Ponhte en juahdia, bisho!
—Lo estoy —dijo el dragón doblando el lomo en arco y levantando injuriosamente la cola.
Boholt miró a los lados. Devastadón y Cortapajas, despacio, aparentemente tranquilos, rodearon al dragón desde ambos lados. Por detrás esperaban Yarpen Zigrin y sus muchachos con hachas en las manos.
—¡Aaaaargh! —gritó Boholt; azuzó al caballo con los talones y alzó la espada.
El dragón se hizo un ovillo, se tiró al suelo y por arriba, por encima de su propio lomo, como un escorpión, golpeó con la cola, apuntando no a Boholt, sino a Devastadón, que atacaba por un lado. Devastadón se derrumbó junto con el caballo, entre tintineos, crujidos y relinchos. Boholt, entrando en galope, lanzó un terrible tajo, pero el dragón esquivó hábilmente la ancha hoja. El ímpetu de su galope le llevó a Boholt al lado. El dragón se retorció, se puso sobre las patas traseras y le metió un trompazo a Cortapajas con las garras, rasgando de una vez la tripa del caballo y el muslo del jinete. Boholt, muy inclinado sobre la silla, acertó a sujetar al cabalio tirando fuertemente de las riendas con los dientes, atacó de nuevo.
El dragón barrió con la cola a los enanos que se arrastraban hacia él, los derrumbó a todos, después de lo cual se lanzó sobre Boholt, aplastando por el camino como de paso a Cortapajas, que estaba intentando levantarse. Boholt agitó la cabeza de acá para allá, intentando controlar a su desbocado caballo, pero el dragón era incomparablemente más rápido y hábil. Saliéndole astutamente a Boholt por la izquierda para dificultarle el tajo, lo golpeó con su pata poblada de garras. El caballo se encabritó y se echó hacia un lado, Boholt voló de la silla, perdiendo espada y yelmo, cayó hacia atrás, sobre la tierra, golpeándose la cabeza con las rocas.
—¡Largo, muchachos! ¡Al monte! —aulló Yarpen Zigrin, tapando con sus gritos los quejidos de Devastadón, que estaba atrapado debajo del caballo.
Con las barbas al viento, los enanos se apresuraron hacia los riscos con una rapidez sorprendente para sus cortas piernas. El dragón no los persiguió. Se sentó tranquilo y miró alrededor. Devastadón se retorcía y gritaba bajo el caballo. Boholt estaba tendido, inmóvil. Cortapajas se arrastraba en dirección a los riscos, de lado, como un gigantesco cangrejo de acero.
—Increíble —susurró Dorregaray—. Increíble...
—¡Hey! —Jaskier se movió en sus ligaduras de tal modo que el carro entero se estremeció—. ¿Qué es eso? ¡Allí! ¡Mirad!
Hacia la garganta más oriental se divisaba una enorme nube de humo; rápidamente les llegaron también gritos, estrépito y trápala. El dragón estiró el cuello, miró.
A la planicie entraron tres grandes carros llenos de gente armada. Separándose, comenzaron a rodear al dragón.
—Son... ¡Su puta madre!, ¡son la milicia y los gremios de Holopole! —gritó Jaskier—. ¡Subieron por las fuentes del Braa! ¡Sí, son ellos! ¡Mirad, es Comecabras, allí, al frente!