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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

La espada encantada (20 page)

BOOK: La espada encantada
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No es raro que empiecen a entrenar a los chicos antes de que se pongan pantalones largos.
Se preguntó, ante el clima terriblemente frío del planeta, si los chicos usarían alguna vez pantalones cortos, y descartó la idea con impaciencia. Fue a la habitación de huéspedes que le habían asignado y se acercó a la ventana, apartando la cortina para ver si aún alcanzaba a divisar a Damon y sus jinetes mientras desaparecían en la distancia. Pero como era de esperar, ya habían llegado al otro lado de la montaña.

Andrew se acostó, con las manos entrelazadas en la nuca. Suponía que tarde o temprano tendría que bajar y decir algunas palabras amables a su anfitrión. No le gustaba mucho Dom Esteban, el hombre había tratado de humillar a Damon; pero era un inválido y también era su anfitrión. Además, sentía que estaba obligado para con Ellemir. No sabía qué podía decirle a una muchacha atenazada por el miedo que sentía por Calista, por Damon, y la ansiedad por su padre. Pero si podía hacer algo, o decir algo, para hacerle saber que él compartía su ansiedad, su obligación era hacerlo.

Calista, Calista
, pensó,
a qué mundo me has traído.
No obstante, sentía una curiosa aceptación de todo lo que podía encontrar en este planeta.

La piedra estelar de Calista alrededor del cuello le proporcionaba una cálida sensación de seguridad, como de un ser vivo.
Es como tocar a la misma Calista
, pensó,
lo más próximo que he estado de tocarla alguna vez.
Incluso a través de la seda aislante, había cierta intimidad en aquel roce en el cuello. Se preguntó dónde estaría, si se encontraría bien o si estaría sollozando en la oscuridad.

Damon parecía creer que yo podría comunicarme con ella por medio de la piedra
, pensó Andrew, y la extrajo. La seda gris que la envolvía servía para protegerla de algún roce fortuito. Con cuidado, recordando la advertencia de Damon, la desenvolvió con infinita cautela y con una curiosa sensación de duda.
Es casi como si estuviera desnudando a Calista
, pensó con tierna incomodidad, y al mismo tiempo se sintió a punto de explotar en una risa histérica ante lo ridículo de la idea.

Mientras acunaba la piedra en la palma de la mano, la descubrió de repente junto a él. Yacía a su lado, con el adorable cabello enmarañado —podía verla bañada en una extraña luz azulada, muy diferente de la rojiza luz del sol que inundaba el cuarto— y con el rostro hinchado, como si hubiera estado llorando otra vez. Casi sin sorpresa, ella abrió los ojos y lo miró.

—Andrew, ¿eres tú? Me preguntaba por qué no venías —musitó suavemente, sonriendo.

—Damon va de camino a buscarte —dijo Andrew, y volvió a surgir en él el resentimiento por no ir con él, por no ser él quien la buscara. Trató de ocultárselo y advirtió demasiado tarde que no podría, que en esta clase de íntimo contacto entre las mentes no podía ocultarse nada.

—No debes estar celoso de Damon —explicó ella con ternura—. Ha sido como un hermano para mí desde que éramos niños.

Andrew se sintió avergonzado de sus propios celos.
De nada sirve pretender que no estoy celoso, simplemente tendré que superar esa clase de pensamientos.
Trató de recordar cuánto le agradaba Damon, cuan cerca se había sentido de él por un instante, cómo le estaba profundamente agradecido por hacer lo que él mismo no podía llevar a cabo, y vio que Calista le sonreía con ternura. De alguna manera sintió que había superado una de las principales barreras para lograr la aceptación como uno de ellos en una cultura telepática, que gracias a ello era para Calista alguien más próximo, menos extraño que antes.

—Ahora puedes venir a mí en el supramundo —dijo ella.

Él la miró sintiéndose impotente.

—No sé cómo lograrlo.

—Toma la piedra y mira en ella. Yo puedo verla, sabes. Puedo verla como una luz en la oscuridad. Pero no debes venir aquí donde está mi cuerpo. Si mis captores te vieran, podrían matarme para impedir que me rescataran. Yo iré a ti. —Abruptamente, sin transición, la muchacha que yacía a su lado en la oscura cueva estaba de pie ante él, a los pies de la cama—. Ahora —añadió—, sólo tienes que dejar atrás tu cuerpo sólido, sal de él.

Andrew se concentró en la piedra, luchando contra la leve náusea interior, contra el inconfundible acceso de terror. Calista le tendió una mano y, de repente, con una sensación extraña, como un cosquilleo, se encontró de pie (aunque creía no haberse movido en absoluto), y debajo de él contempló su cuerpo, vestido con las gruesas ropas poco familiares que le había proporcionado Damon, inmóvil en la cama, con la piedra en las manos.

Extendió la mano en el nivel del supramundo, y por primera vez tocó la de Calista. Era un contacto leve, etéreo, pero al fin y al cabo
era
un contacto,
podía
sentirlo. Por la expresión de Calista supo que también ella lo sentía.

—Sí, eres real, estás aquí —susurró ella—. Oh, Andrew, Andrew... —Por un instante ella se apoyó contra él. Era como abrazar una sombra, pero sin embargo, por un momento sintió la calidez y la fragancia de su cuerpo, el sedoso tacto de su cabello. Deseaba estrecharla con fuerza y cubrirla de besos, pero algo en ella (una leve sensación de titubeo, una retirada) le impidió seguir su impulso.

Se supone que ni siquiera debo pensar en una Celadora. Son sacrosantas. Intocables.

Ella alzó una mano para acariciarle la mejilla con suavidad.

—Más tarde, ya habrá tiempo para pensar en eso, cuando esté contigo... verdaderamente contigo, muy próxima.

—Calista. Tú sabes que te amo —murmuró él vacilante, y la boca de ella tembló.

—Lo sé, y me resulta extraño. Supongo que en otras circunstancias me habría asustado. Pero has venido a mí cuando estaba terriblemente sola y temiendo la muerte, el tormento o la violación. Ha habido hombres que me han deseado antes —continuó con sencillez—, y por supuesto me han enseñado, de maneras que ni siquiera puedo empezar a explicarte, a no responderles de ninguna manera, ni siquiera con la imaginación. En el caso de algunos hombres, me ha producido... asco, como si hubiera insectos arrastrándose dentro de mi cuerpo. Pero en otros casos he deseado, casi como ahora, saber cómo responder al deseo de ellos y, tal vez, saber cómo desearlos también yo. ¿Puedes comprender algo de todo esto?

—En realidad, no —confesó Andrew—, pero trataré de comprender tus sentimientos. No puedo evitar sentir lo que siento, Calista, pero trataré de no sentir nada que tú no deseas.

—Para una joven telépata, pensó, un pensamiento lascivo debía de ser en cierto modo una violación. ¿Por qué en este planeta se consideraba ofensivo mirar a una muchacha? ¿Sería para protegerla de los pensamientos desagradables?

—Pero quiero que lo hagas —protestó Calista con timidez—. No estoy segura de cómo será amar a alguien. Pero quiero que sigas pensando en mí. De alguna manera, eso me hace sentir menos sola. Sola en la oscuridad, me siento como si no fuera real, ni siquiera para mí misma.

Andrew sintió una ternura infinita. Pobre niña; con el cerebro en blanco y condicionada en contra de cualquier emoción, ¿en qué la habían convertido? Si tan sólo pudiera hacer algo, cualquier cosa que la consolara... Se sentía impotente hasta la rabia, a millas y millas de distancia de ella, sola en la oscuridad y asustada.

—Conserva el valor, querida —le susurró—. Muy pronto te sacaremos de ahí. —Y mientras pronunciaba estas palabras, se encontró de regreso dentro de su cuerpo, tendido en la cama, descompuesto y débil, y de alguna manera exhausto. Pero al menos sabía que Calista estaba viva, y se encontraba bien (tanto como era posible, se corrigió) y esperaba que Damon la sacara de su prisión.

Por un momento se quedó tendido, descansando. Sin duda el trabajo telepático era más agotador que la actividad física; se sentía casi como cuando se había abierto paso en medio de la tormenta.

Luchaba. Pero la verdadera lucha era la de Damon. En alguna parte, allá en el exterior, Damon estaba a cargo del verdadero trabajo, el de abrirse paso a través los hombres-gato, y por lo que había visto cuando el grupo de Dom Esteban había llegado al castillo, todos heridos, los hombres-gato eran unos antagonistas condenadamente formidables.

Damon le había dicho que su trabajo era conducirles hasta Calista, una vez que el grupo entrara a las cuevas. Suponía que estaba en sus manos hacerlo, ya que ahora podía salir de su cuerpo (lo que Calista había llamado su cuerpo «sólido») y acceder al supra-mundo. Entonces le invadió una duda sobrecogedora.

Calista se hallaba en un nivel del supramundo en el que no podía ponerse en contacto o ni siquiera ver a Damon, Ellemir o a cualquiera de sus amigos. Él, Carr, podía llegar a ella de algún modo, pero, ¿significaba esto que él se hallaba en esa parte del supramundo, la única que los hombres-gato habían dejado abierta a Calista? Si era así, ¡entonces tampoco él podría establecer contacto con Damon! Y en ese caso, ¿cómo diablos podría conducirlo a parte alguna?

Una vez había surgido la idea, ya no podía descartarla. ¿Podría establecer contacto con Damon? ¿O estaría como Calista, vagando como un espectro en el supramundo, incapaz de comunicarse con cualquier rostro familiar?

Tonterías. Damon sabía lo que hacía. Anoche habían estado en contacto a través de la piedra. (Una vez más le perturbó el recuerdo de ese momento de fusión tan íntimo.)

De todos modos... la duda persistía y se negaba a desaparecer. Al fin decidió que sólo había una manera de estar seguro, y de nuevo extrajo la piedra estelar de su envoltorio de seda. Esta vez no intentó desplazarse físicamente al supramundo, sino que se concentró con todas sus fuerzas en Damon, repitiendo su nombre.

La piedra se nubló. Otra vez esa curiosa náusea (¿Alguna vez superaría esa etapa? ¿Alguna vez se libraría de eso?), y luchó por recobrar el control, tratando de concentrar los pensamientos en Damon. En las profundidades de la piedra azul, tal como había visto el rostro de Calista en la Ciudad Comercial, tanto tiempo atrás, distinguió figuras diminutas, como jinetes, y supo que era el grupo de Damon, con su ondulante capa verde y oro, los colores de la familia Ridenow, y los otros dos altos jinetes a cada lado. Por encima de ellos, como una amenaza, se cernía una nube oscura, una penumbra. Una voz que no era la suya susurró en los pensamientos de Andrew:
La frontera de las tierras oscuras.
Después hubo un curioso resplandor y un contacto, y Andrew sintió que se fundía con otra mente...
era
Damon.

El cuerpo de Damon montaba a caballo de forma automática; nadie que no lo conociera bien se hubiera dado cuenta de que su cuerpo carecía de conciencia, de que el mismo Damon cabalgaba en algún lugar
por encima
, mientras su mente registraba la tierra frente a él, explorando.

La sombra se alzó frente a él, una oscuridad tan densa para la mente como lo era para los ojos, y una vez más recordó el miedo, la aprensión que había sentido al conducir a sus hombres hasta la emboscada, desprevenidos...
¿Este miedo es nuevo, o es el recuerdo del pasado?
Al caer una vez más dentro de su cuerpo, sintió que la espada de Esteban, que esgrimía en la mano derecha, se estremecía un poco, y supo que debía controlarse y reaccionar solamente ante los peligros reales. Llevaba la espada de Dom Esteban, no la propia, porque, tal como lo había dicho él mismo: «La he llevado en cien batallas. Ninguna otra espada me resultaría tan cómoda. Conoce mis hábitos y mi voluntad». Damon había acatado los deseos del anciano, recordando que el broche plateado en forma de mariposa de Calista tenía la marca de su personalidad. Por lo tanto, tanto más debía llevar la marca de Dom Esteban esa espada que había acompañado al anciano durante más de cincuenta años de combates, disputas y guerras.

En la empuñadura de la espada, Damon había engastado una de las pequeñas matrices de primer nivel que había descartado al principio, considerando que sólo servirían como botones; a pesar de su pequeño tamaño, resonaría en armonía con su propia piedra estelar, y le permitiría a Dom Esteban establecer contacto con los músculos y los centros nerviosos de Damon, y también con la empuñadura de su propia espada.

Espada encantada
, pensó, casi con desprecio. Pero la historia de Darkover estaba cuajada de armas similares. Había la legendaria Espada de Aldones, en la capilla de Hali, un arma tan antigua (y tan temida) que ningún ser vivo sabía blandiría. También la Espada de Hastur, en el castillo de Hastur, de la que se rumoreaba que si un hombre la empuñaba en una misión que no fuera en defensa del honor de los Hastur estallaría en sus manos como si fuera de fuego. Y eso a su vez le recordó a la dama Mirella, cuyo cuerpo había quedado renegrido y como quemado por el fuego...

La mano le tembló ligeramente sobre la empuñadura de la espada de Dom Esteban. Bueno, estaba tan bien preparado para esa lucha como cualquier hombre podría estarlo; con el entrenamiento de la Torre, era tan fuerte que Leonie le había comentado que de haber nacido mujer habría sido Celadora. Y en cuanto al resto... bien, iba en defensa de su pariente, tomando sobre sí la obligación de su padre político, y por lo tanto protegía el honor de la familia de su futura esposa.

En cuanto a la virginidad
, pensó Damon con ironía,
hace tiempo que la perdí, pero soy tan casto como puede serlo un varón adulto de mi edad. Ni siquiera me acosté con Ellemir, aunque Evanda y su justicia saben que me hubiera gustado.
Recitó para sus adentros el Credo de Castidad que le enseñaron de niño en el monasterio de Nevarsin, en donde lo habían educado como a tantos otros hijos de los Siete Dominios. Los hombres que trabajaban en los círculos de las Torres se adherían a ese credo: nunca tocar a una mujer que no lo deseara, nunca mirar con ojos lascivos a los niños o a las mujeres que han hecho voto, nunca comprometerse con las que pertenecen a la comunidad.

Bien, lo aprendí tan profundamente en la Torre que nunca lo he olvidado, y eso me da más seguridad para actuar como Celadora... bien, mejor para mí y peor para los hombres-gato. ¡Que Zandru se los lleve a su infierno más frío!

Volvió a su cuerpo, abrió los ojos y observó el terreno que se extendía ante ellos. Entonces, con cuidado y lentamente, volvió a elevar su conciencia, dejando que su habituado cuerpo siguiera el movimiento del caballo. Usó los ojos, abiertos y vigilantes, para lanzarse sobre el paisaje físico, bajo la oscura niebla.

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