La espada leal

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: La espada leal
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Tras los fabulosos sucesos del torneo de Vado Ceniza, Dunk se consolidó como caballero y Egg obtuvo permiso para ver mundo. Ahora la errancia ha llevado a la extraña pareja a Tiesa, un lugar empobrecido que sufre una grave sequía. Además, la violencia atenaza el territorio, pues hace años que su gobernante, Ser Eustace, está enemistado con la señora de la región vecina, Fosafría. Se trata de la bella y temible Lady Rohanne, a quien los lugareños atribuyen crímenes infames y llaman, entre susurros, la Viuda Escarlata. El pleito pondrá a prueba la lealtad de Dunk y Egg hasta extremos que jamás habrían sospechado.

George R. R. Martin

La espada leal

Cuentos de Dunk y Egg

ePUB v1.1

Demes
17.06.11

Título original:
La espada leal

George R. R. Martin, Junio de 2011.

Traducción: Raul Sastre Letona

Diseño/retoque portada: Lightniir

Editor original: Demes (v1.0)

Corrección de erratas: Lightniir

ePub base v2.0

E
n el interior de una jaula de hierro situada en un cruce de caminos, dos cadáveres se pudrían al sol del verano.

Egg se detuvo debajo para echarles un vistazo.

—¿Quienes pensáis que eran, Ser? —Su mula Maestra, agradecida por el respiro, comenzó a ramonear la seca hierba rastrera de las orillas del camino, ajena a las dos enormes cubas de vino de su lomo.

—Ladrones —dijo Dunk. Montado sobre Trueno, estaba mucho más cerca de los muertos—. Violadores. Asesinos. —Bajo ambos brazos, su vieja túnica verde presentaba manchas oscuras en forma de círculo. El cielo era azul y el sol resplandeciente y cálido, y había sudado litros desde que levantaran el campamento por la mañana.

Egg se quitó el flexible sombrero ancho de paja. Debajo, su cabeza era calva y reluciente.

Usó el sombrero para espantar a las moscas. Había cientos sobre los cadáveres, y más aún revoloteando perezosamente por el aire caliente e inmóvil.

—Debe haber sido algo malo, para que les dejaran morir dentro de una jaula.

En ocasiones, Egg podía ser tan sabio como cualquier maestre, pero otras veces seguía siendo un niño de diez años.

—Hay señores y señores —dijo Dunk—. Algunos no necesitan muchos motivos para dejar que un hombre muera.

La caja de hierro apenas tenía el tamaño suficiente para contener un hombre, pero dos habían sido forzados a entrar. Estaban cara a cara, con los brazos y las piernas enredados y las espaldas contra el caliente hierro negro de los barrotes. Uno había intentado comerse al otro, por los mordiscos en su cuello y hombros. Los cuervos sí que lo habían hecho, a los dos.

Cuando Dunk y Egg habían rodeado la colina, los pájaros habían levantado el vuelo como una nube oscura, tan espesa que Maestra se había asustado.

—Quien quiera que fuesen, parecen haber muerto de hambre —dijo Dunk. Esqueletos dentro de la piel, y la piel es verde y se está pudriendo—. Debe ser que robaron algo de pan, o cazaron un venado en el bosque de algún noble. —Con la sequía entrando en su segundo año, la mayoría de los señores se había vuelto menos tolerante con la caza furtiva, y para empezar ninguno lo había sido demasiado.

—Pudiera ser que estuvieran en alguna banda de forajidos. —En Dosk, habían oído a un arpista cantar «El día en que ahorcaron a Robin el Negro». Desde entonces, Egg veía gallardos forajidos detrás de cada arbusto.

Dunk se había encontrado con algún forajido mientras servía como escudero para el anciano. No tenía prisa por encontrarse con ninguno más. Ninguno de los que había conocido fue especialmente gallardo. Recordó a un bandido que Ser Arlan había ayudado a colgar, por robo de anillos. Cortaba los dedos de los hombres para conseguirlos, pero con las mujeres prefería morder. Que Dunk supiera, no había canciones en su honor. Bandidos o cazadores furtivos, no hay diferencia. Los muertos son una compañía muy pobre. Hizo caminar a Trueno alrededor de la jaula. Los ojos vacíos parecían seguirle. Uno de los cadáveres tenía la cabeza gacha y la boca abierta. No tenía lengua, observó Dunk. Supuso que los cuervos se la habrían comido. Los cuervos siempre picoteaban primero los ojos del cadáver, según había oído, pero quizá la lengua iba la segunda. O puede que un señor se la haya cortado, por algo que dijo.

Dunk se pasó los dedos por su coleta de pelo con mechas rubias. Los muertos estaban más allá de su ayuda, y tenían unas cubas de vino que llevar a Tiesa.

—¿Por dónde vinimos? —preguntó, pasando la mirada de una carretera a otra—. Me he despistado.

—Tiesa está por ahí, Ser —señaló Egg.

—Por ahí nos vamos, pues. Podríamos estar de regreso para el ocaso, pero no si nos sentamos aquí todo el día a contar las moscas. —Tocó a Trueno con los talones y condujo al gran corcel hacia el ramal de la izquierda. Egg volvió a ponerse el sombrero y tiró con fuerza de las bridas de Maestra. La mula dejó de mordisquear la hierba y, por una vez, siguió adelante sin discutir. También tiene calor, pensó Dunk, y esas barricas de vino deben de ser pesadas.

El sol veraniego había vuelto el camino tan duro como el ladrillo. Los surcos eran lo bastante profundos para romper la pata de un caballo, así que Dunk puso cuidado en llevar a Trueno por el terreno más elevado entre ellos. Se había torcido su propio tobillo el día que dejaron Dosk, caminando en la noche cerrada cuando más frío hacía. Un caballero tenía que aprender a vivir con achaques y dolores, solía decir el anciano. Sí muchacho, y con huesos rotos y cicatrices. Son tan parte de la caballería como tus espadas y escudos. Sin embargo, si Trueno se rompiera una pata… bueno, un caballero sin caballo ya no era un caballero.

Egg le seguía a unos cinco metros, con Maestra y los toneles de vino. El chico caminaba con un pie desnudo dentro de un surco y el otro fuera, por lo que subía y bajaba a cada paso.

Su daga descansaba en su cadera, sus botas colgaban por encima de su bolsa y su raída túnica marrón estaba enrollada y atada a su cintura. Bajo el ancho sombrero de paja, tenía el rostro manchado y sucio, y los ojos grandes y oscuros. Tenía diez años, y apenas pasaba del metro y medio de altura. Últimamente había crecido con rapidez, aunque le quedaba mucho que estirar para alcanzar a Dunk. Se parecía exactamente al mozo de cuadra que no era, y en absoluto a quien era en realidad.

Los dos hombres muertos pronto desaparecieron tras de sí, pero Dunk siguió pensando en ellos todo el rato. En aquellos tiempos, el reino estaba lleno de fueras de la ley. La sequía no tenía aspecto de finalizar, y el pueblo llano se había echado a los caminos a miles, en busca de algún lugar donde aún cayera la lluvia. Lord Cuervo de Sangre les había ordenado que regresaran a sus propias tierras y señores, pero pocos obedecieron. Muchos culpaban a Cuervo de Sangre y al rey Aerys de la sequía. Castigo de los dioses, decían, el regicida está maldito.

No obstante, si eran listos, no lo decían en voz alta. ¿Cuántos ojos tiene lord Cuervo de Sangre?, decía el acertijo que había oído en Antigua. Un millar, y uno.

Hace seis años en el Desembarco del Rey, Dunk le había visto con sus dos ojos, montado en un caballo blanco por la Calle del Acero con cincuenta Picos de Cuervo detrás. Eso fue antes de que el rey Aerys hubiera ascendido al trono de Hierro y la Mano fuese suya, pero aún así tenía una silueta impresionante, ataviado de gris y escarlata y con Hermana Oscura a un costado. Su pálida piel y sus cabellos blancos como el hueso le hacían parecer un cadáver viviente. A lo largo de su mejilla y mentón se extendía una marca de nacimiento que se supone recordaba a un cuervo rojo, aunque Dunk solo vio una mancha de piel descolorida con forma rara. Se le quedó mirando tanto que Cuervo de Sangre lo notó. El hechicero del rey ya se había dado la vuelta para estudiarle cuando él se marchó. Tenía solo un ojo, y era rojo. El otro era una cuenca vacía, el regalo que Bittersteel le había hecho en Campo de Hierbarroja.

No obstante, a Dunk le había parecido que ambos ojos le habían atravesado la piel y mirado su misma alma.

A pesar del calor, el recuerdo le hizo estremecerse.

—¿Ser? —le llamó Egg—. ¿Os encontráis indispuesto?

—No —dijo Dunk—. Tengo tanto calor y sed como ellos. —Apuntó a los campos que había más allá del camino, donde las filas de melones se marchitaban en sus parras. A lo largo de las orillas, había matojos de hierba que seguían aferrándose a la vida, pero los cultivos no llegaban a tanto. Dunk sabía cómo se sentían los melones. Ser Arlan solía decir que ningún caballero errante pasaba sed. «No mientras tenga un yelmo para atrapar la lluvia. El agua de lluvia es la mejor bebida que hay, muchacho». El viejo nunca vio un verano como éste, empero. Dunk había dejado su yelmo en Tiesa. Hacía demasiado calor y pesaba, y había poca lluvia que meter en él. ¿Qué es lo que hace un caballero errante cuando los arbustos están marrones, resecos y muertos?

Quizá cuando llegaran al arroyo echarían un trago. Sonrió al pensar en lo bien que sentaría saltar directamente en él, y resurgir empapado hasta los huesos y sonriendo, con el agua bajándole por las mejillas, por el pelo enmarañado, por la túnica pegada a la piel. Egg también querría echar un trago, aunque el chico parecía fresco y seco, más polvoriento que sudoroso.

Nunca sudaba mucho. Le gustaba el calor. En Dorne iba con el pecho casi descubierto, y se bronceó como un dorniano. Es su sangre dragón, se dijo Dunk. ¿Quién ha oído hablar alguna vez de un dragón sudoroso? Con gusto se hubiera quitado su propia túnica, pero no sería apropiado. Un caballero errante podía cabalgar desnudo si se le antojaba; no tenía a nadie a quien avergonzar más que a sí mismo. Era distinto cuando habías jurado tu espada. «Cuando aceptas la carne y el aguamiel de un señor, todo lo que haces se refleja en él», solía decir Ser Arlan. «Haz siempre más de lo que espera de ti, nunca menos. Nunca te inmutes ante cualquier tarea o dificultad. Y por encima de todo, nunca avergüences al señor al que sirves». En Tiesa, «carne y aguamiel» significa pollo y cerveza, pero el propio Ser Eustace comía lo mismo.

Dunk se dejó puesta la túnica, y siguió tostándose.

Ser Bennis del Escudo Pardo estaba esperando en el viejo puente de madera.

—Por fin volvéis —les llamó—. Tardasteis tanto que pensé que habíais huido con la plata del viejo. —Bennis estaba sentado sobre su peluda montura mascando hojamarga, lo que le hacía parecer como si tuviera la boca llena de sangre.

—Tuvimos que hacer todo el camino hasta Dosk para encontrar vino —le dijo Dunk—. Los kraken arrasaron Pequeña Dosk. Se llevaron las riquezas y las mujeres y quemaron la mitad de lo que dejaron.

—Ese Dagon Greyjoy está buscando que lo cuelguen —dijo Bennis—. Sí, ¿pero quién va a hacerlo? ¿Visteis al viejo Pellizco Pate?

—Nos dijeron que estaba muerto. Los Hombres del Hierro le mataron cuando trató de evitar que se llevaran a su hija.

—Malditos sean siete veces. —Bennis giró la cabeza y escupió—. Una vez vi a su hija. No merecía la pena morir por ella, si me lo preguntas. Ese tonto de Pate me debía media moneda de plata. —El caballero pardo estaba igual que cuando lo dejaron; aún peor, seguía oliendo igual. Llevaba puesto el mismo atuendo todos los días: calzones marrones, una túnica basta sin forma, botas de piel de caballo. Cuando se armaba se ataviaba con un peto marrón holgado sobre una cota de malla roñosa. El cinturón de su espada era un cordón de cuero endurecido, y su rostro lleno de cicatrices podría muy bien estar hecho del mismo material. Su cabeza parece uno de aquellos melones arrugados que pasamos. Incluso sus dientes eran marrones, bajo las manchas rojizas de la hojamarga que tanto le gustaba masticar. Sus ojos destacaban en medio de todo aquel tono pardo: eran verde claro, pequeños y bizcos, muy juntos, y brillaban con malicia—. Solo dos barricas —observó—. Ser Inútil quería cuatro.

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