—Tuvimos suerte de encontrar dos —replicó Dunk—. La sequía ha alcanzado también el Rejo. Oímos que las uvas se vuelven pasas en las parras, y que los Hombres de Hierro han estado saqueando…
—¿Ser? —le interrumpió Egg—. No hay agua.
Dunk había estado tan concentrado en Bennis que no se había dado cuenta. Bajo las combadas planchas de madera del puente solo quedaban piedras y arena. Qué extraño. El riachuelo estaba bajo cuando nos marchamos, pero corría.
Bennis rió. Tenía dos tipos de risa. En ocasiones cloqueaba como un pollo, y otras veces bramaba más alto que la mula de Egg. Esta era su risa de pollo.
—Se secó mientras estabais ausentes, supongo. Es lo que tiene una sequía.
Dunk estaba decepcionado. En fin, ahora no podré remojarme. Saltó hasta el suelo. ¿Qué va a ocurrir con los cultivos? La mitad de los pozos del Dominio se habían secado, y todos los ríos tenían poco caudal, incluso el Aguasnegras y el Mander.
—Un asunto desagradable, lo del agua —dijo Bennis—. Una vez bebí un poco, eché hasta la primera papilla. El vino es mejor.
—No para la avena. Ni para la cebada. Ni para las zanahorias, las cebollas, las coles… Hasta las uvas necesitan agua. —Dunk sacudió la cabeza—. ¿Cómo se ha secado tan rápido? Solo hemos estado fuera seis días.
—Para empezar, no había mucha agua ya, Dunk. Hace un momento, he meado un arroyo más caudaloso que éste.
—Dunk no —dijo Dunk—. Ya te lo había dicho. —Se preguntó por qué se molestaba. Bennis era un hombre malhablado, y le encantaba la burla—. Me llaman Ser Duncan el Alto.
—¿Quién? ¿Tu cachorro calvo? —Miró a Egg y se rió con su carcajada de pollo—. Eres más alto que cuando estabas en Pennytree, pero para mí sigues siendo Dunk.
Dunk se frotó la nuca y miró las rocas de debajo.
—¿Qué podemos hacer?
—Lleva a casa el vino, y dile a Ser Inútil que su arroyo se ha secado. El pozo de Tiesa aún funciona; no se morirá de sed.
—No le llames inútil. —Dunk le tenía aprecio al viejo caballero—. Duermes bajo su techo, muéstrale algo de respeto.
—Tú le respetas por nosotros dos, Dunk —dijo Bennis—. Le llamaré como quiera.
Los tablones de color gris plata crujieron pesadamente cuando Dunk salió del puente, mirando con el ceño fruncido las piedras y la arena de debajo. Entre las rocas brillaban algunos charcos marrones, pero ninguno más grande que su mano, según advirtió.
—Peces muertos, allí y allí, ¿los ves? —Su olor le recordó los cadáveres del cruce de caminos.
—Los veo, Ser —dijo Egg.
Dunk saltó al cauce, se acuclilló y le dio vuelta a una piedra. Seca y caliente por arriba, húmeda y barrosa por debajo.
—El agua no puede haberse ido hace mucho. —Se puso en pie y arrojó la piedra a la orilla, donde golpeó en un saliente que se desmenuzó en una nube de polvo seco parduzco—. El terreno está resquebrajado en las orillas, pero blando y húmedo en el centro. Esos peces estaban vivos ayer.
—Dunk el Tocho, recuerdo que solía llamarte Pennytree. —Ser Bennis escupió una hoja de hojamarga sobre las piedras. A la luz del sol, brilló rojo y viscoso—. Los tochos no deberían pensar, sus cabezas son demasiado gordas para ello.
Dunk el Tocho, la mollera tan dura como la muralla de un castillo. Mas las palabras de Ser Arlan eran afectuosas. Había sido un hombre amable, incluso en las reprimendas. En boca de Ser Bennis del Escudo Pardo sonaban diferentes.
—Ser Arlan lleva muerto dos años —dijo Dunk— y soy Ser Duncan el Alto.— Estuvo casi tentado de cruzar la cara marrón del caballero de un puñetazo, y reducir a astillas aquellos rojizos dientes podridos. Bennis del Escudo Pardo podría ser una pieza de cuidado, pero Dunk le sacaba casi medio metro y veinticinco kilos. Quizá fuese un tocho, pero era fuerte. A veces parecía como si hubiera aporreado con la cabeza la mitad de las puertas de Poniente, por no mencionar las vigas de todas las tabernas desde Dorne hasta El Cuello. Aemon, el hermano de Egg, le había medido en Antigua, y pasaba varios centímetros de los dos metros, pero eso fue hace dos años. Habría crecido desde entonces. Crecer era la única cosa que Dunk hacía realmente bien, como solía decir el anciano.
Volvió donde estaba Trueno y se montó de nuevo.
—Egg, regresa a Tiesa con el vino. Voy a ver qué ha pasado con el agua.
—Los arroyos se secan de cuando en cuando —dijo Bennis.
—Solo quiero echar un vistazo…
—¿Como cuando has mirado debajo de esa piedra? No deberías ir dando vuelta a las rocas, tocho. Nunca se sabe lo que puede reptar debajo. Tenemos unos preciosos jergones de paja en Tiesa. Hay huevos la mayoría de los días, y poco más que hacer que escuchar a Ser Inútil divagar acerca de lo fabuloso que solía ser. Déjalo estar, te digo. El arroyo se secó, eso es todo.
Si había algo que fuese Dunk, era testarudo.
—Ser Eustace está esperando ese vino —le dijo a Egg—. Dile a dónde he ido.
—Así lo haré, Ser. —Egg le dio un tirón a la brida de Maestra. La mula alzó las orejas, pero se puso otra vez en camino a la primera. Quiere librarse de los toneles de vino de su lomo. Dunk no podía culparle.
El arroyo fluía hacia el norte y el este cuando no estaba seco, así que guió a Trueno hacia el sur y el oeste. No había avanzado doce metros cuando Bennis lo alcanzó.
—Será mejor que vaya para cuidar que no te quedes tirado. —Se metió una hoja fresca de hojamarga en la boca—. Pasado ese grupo de sauces, la orilla derecha es terreno de arañas.
—Me quedaré en nuestro lado. —Dunk no quería problemas con la Señora de Fosafría. En Tiesa se oían cosas terribles sobre ella. La Viuda Escarlata, le llamaban por la cantidad de esposos que había enterrado. El viejo Sam Encorvado decía que era una bruja, una envenenadora, y cosas peores. Hace dos años había ordenado a sus caballeros que cruzaran el arroyo para ajusticiar a un campesino de Osgrey por robar ovejas.
—Cuando mi señor fue hasta Fosafría para pedir su liberación, le dijeron que le buscara en el fondo del foso —había dicho Sam—. Habían metido al pobre Dake en un saco de piedras y le habían hundido. Por eso después Ser Eustace tomó a su servicio a Ser Bennis, para mantener a las arañas fuera de sus tierras.
Trueno mantenía un lento trotecillo rítmico bajo el sol abrasador. El cielo era azul y estaba despejado, ni una señal de nubes se mirase donde se mirase. El curso del arroyo dibujaba meandros alrededor de rocosos oteros y sauces melancólicos, a través de desnudas colinas ocres y campos de grano seco, o en proceso. Una hora río arriba desde el puente, se encontraron cabalgando en el lindero del pequeño bosque de Osgrey llamado Bosque Cerradón. La fronda parecía invitarles desde lejos, y llenó la cabeza de Dunk con pensamientos de cañadas sombrías y arroyos cantarines, pero cuando alcanzaron los árboles vieron que estaban resecos y débiles, con las ramas caídas. Algunos de los grandes robles perdían hojas, y la mitad de los pinos se habían vuelto tan pardos como Ser Bennis, con círculos de agujas muertas alrededor de sus troncos. Cada vez peor, pensó Dunk. Una chispa, y todo eso arderá como la yesca.
Por el momento, no obstante, el enmarañado follaje que jalonaba el río Jaquel seguía espeso y lleno de zarzas, ortigas y tallos de espino blanco y sauces jóvenes. En lugar de atravesarlo, cruzaron el cauce seco hasta la orilla de Fosafría, donde habían talado los árboles para convertirla en pastizales. Entre los parches marrones de hierba y la moribunda maleza, pastaban unas cuantas ovejas de morro negro.
—Nunca conocí un animal más estúpido que la oveja —comentó Ser Bennis—. Seguro que son parientes tuyas, ¿eh, tocho? —Cuando Dunk no replicó, se rió de nuevo con la risa de pollo.
Dos kilómetros al sur después, llegaron a la presa.
No era tan grande como suelen ser tales ingenios, pero parecía sólido. Habían construido a través del río dos robustas barricadas de madera de orilla a orilla, fabricadas a partir de troncos de los árboles con la corteza sin pulir. El espacio entre ellos estaba lleno de rocas y tierra apisonada. Detrás del dique, la corriente rebosaba las orillas y se derramaba en una acequia que transcurría por los campos de lady Webber. Dunk se elevó sobre sus estribos para mirar mejor. El reflejo del sol en el agua traicionó una serie de canales menores que corrían en todas direcciones como una telaraña. Están robando nuestro arroyo. Aquella vista le llenó de indignación, en especial cuando entendió que los árboles habían sido talados con seguridad en el Cerradón.
—Mira la que has armado, tocho —dijo Bennis—. No podías dejar que el arroyo se secara, no. Todo esto empieza con agua, pero acabará con sangre. La tuya y la mía, probablemente. —El caballero pardo sacó su espada—. Bueno, ahora no hay forma de evitarlo. Allí están tus tres veces malditos excavadores. Será mejor que les metamos un poco de miedo. —Azuzó su montura con las espuelas y galopó por el campo.
Dunk no tuvo más opción que seguirlo. La espada larga de Ser Arlan colgaba de su cadera, un buen pedazo recto de acero. Si esos excavadores de canales tienen un mínimo de sentido común, echarán a correr. Las pezuñas de Trueno levantaban terrones del suelo.
Un hombre dejó caer la pala a la vista de los caballeros recién llegados, pero eso fue todo. Eran una veintena de obreros, bajos y altos, viejos y jóvenes, todos ellos tiznados por el sol. Formaron una fila irregular mientras Bennis aflojaba la marcha, y sostenían sus picas y palas.
—Estas son tierras de Fosafría —gritó uno.
—Y este es el arroyo de Osgrey. —Bennis apuntó con su espada larga—. ¿Quién ha levantado ese maldito dique?
—El maestre Cerrick —dijo uno de los jóvenes excavadores.
—No —le rebatió un hombre más viejo—. Ese cachorro cano apuntó aquí y dijo haced tal y cual, pero fuimos nosotros quienes lo hicimos.
—Entonces ya estáis deshaciéndolo de una condenada vez.
Los ojos de los excavadores eran hoscos y desafiantes. Uno se enjugó el sudor de la frente con el reverso de la mano. Nadie habló.
—Vosotros, grupo, no oís muy bien —dijo Bennis—. ¿Queréis que rebane una o dos orejas? ¿Quién va primero?
—Esto es territorio Webber. —El viejo excavador era un tipo escuálido, encorvado y terco—. No tenéis derecho a estar aquí. Rebana una sola oreja y mi señora te meterá en un saco.
Bennis se aproximó.
—No veo ninguna señora por aquí, sólo un campesino lenguaraz. —Apoyó la punta de su espada sobre el moreno pecho desnudo del excavador, lo suficiente para extraer una gota de sangre.
Está yendo demasiado lejos.
—Levanta la espada —le avisó Dunk—. Esto no es cosa de ellos. Ese maestre les asignó la tarea.
—Es para los cultivos, Ser —dijo un excavador con orejas de soplillo—. El trigo se muere, dijo el maestre. También los perales.
—Bueno, puede que mueran los perales, o puede que vosotros.
—Tu charla no nos asusta —dijo el anciano.
—¿No? —Bennis hizo volar su espada, abriendo la mejilla del viejo desde la oreja hasta la mandíbula—. He dicho que o los perales o vosotros. —La sangre del campesino corría escarlata por un lado de su rostro.
No debería haber hecho eso. Dunk tuvo que tragarse su rabia. Bennis estaba de su parte en aquello.
—Marchaos de aquí —le gritó a los excavadores—. Volved al castillo de vuestra señora.
—Corred —les urgió Ser Bennis.
Tres de ellos dejaron caer sus aperos e hicieron justamente eso, correr por los campos. Pero otro hombre, fornido y quemado por el sol, levantó un pico y dijo:
—Solo son dos.
—Palas contra espadas es una lucha de tontos, Jorgen —dijo el anciano sujetándose la cara. La sangre rezumaba entre sus dedos—. Esto no va a quedar así. No creáis lo contrario.
—Una palabra más, y yo seré tu fin.
—No queríamos hacer daño a nadie —dijo Dunk, ante el rostro ensangrentado del viejo—. Todo lo que queremos es nuestra agua. Decidle eso a vuestra señora.
—Oh, se lo diremos, Ser —prometió el hombre musculoso, aún aferrado al pico—. Eso haremos.
En el camino hacia casa atajaron a través del corazón del Bosque Cerradón, agradecidos por la escasa sombra que les daban los árboles. A pesar de todo, se estaban asando. Se suponía que había ciervos en el bosque, pero los únicos seres vivientes que vieron fueron las moscas. Zumbaban sobre la cara de Dunk mientras cabalgaban, y andaban alrededor de los ojos de Trueno, irritando hasta su límite al gran caballo de guerra. El aire estaba parado y era sofocante. Al menos en Dorne los días eran secos, y por la noche hacía tanto frío que temblaba dentro de mi capa. En el Dominio las noches apenas eran más frías que los días, incluso tan al norte.
Cuando se agachaban bajo una rama, Dunk arrancó una hoja y la arrugó entre los dedos. Se deshizo en su mano como un pergamino de mil años.
—No había necesidad de herir a aquel hombre —le dijo a Bennis.
—No fue más que una caricia en la mejilla, para enseñarle a dominar su lengua. Debería haberle rebanado el maldito pescuezo, solo así el resto hubiera corrido como conejos, y hubiéramos tenido que cazarlos.
—¿Matarías a veinte hombres? —dijo Dunk, incrédulo.
—Veintidós. Dos más que todos los dedos de tus pies y manos, tocho. Tienes que matarlos a todos, o irán contando historias. —Rodearon un risco—. Le hubiéramos dicho a Ser Inútil que la sequía evaporó su arroyo de orina.
—Ser Eustace. Le hubieras mentido.
—Sí, ¿y por qué no? ¿Quién va a contarle una historia diferente? ¿Las moscas? —Bennis sonrió con una mueca roja y húmeda—. Ser Inútil nunca deja la torre, excepto para ver a los muchachos abajo en las moreras.
—Una espada leal le debe a su señor la verdad.
—Hay verdades y verdades, tocho. Algunas no sirven. —Escupió— Los dioses crean las sequías. Un hombre no puede hacer ni una maldita cosa contra los dioses. La Viuda Escarlata, en cambio… Si le decimos a Inútil que esa perra se llevó su agua, se sentirá obligado por honor a recuperarla. Espera y verás. Pensará que tiene que hacer algo.
—Debería. Nuestro pueblo necesita el agua para sus cultivos.
—¿Nuestro pueblo? —Ser Bennis soltó su risa rebuzno—. ¿Estaba yo echando una cagada cuando Ser Inútil te nombró su heredero? ¿Cuántos campesinos crees que posees? ¿Diez? Eso contando al imbécil del hijo de Bizco Jeyne, que no sabe qué extremo del hacha coger. Ve y nómbralos caballeros a todos, y tendremos la mitad de los que tiene la Viuda, sin contar sus escuderos, sus arqueros y el resto. Necesitarías ambas manos y ambos pies para contarlos a todos, y también los de tu chico calvo.