—Le haré preparar lo que usted quiera cenar —dijo la india.
Carolyn movió negativamente la cabeza.
—Creo que he perdido el apetito por muchos días —dijo—. Prefiero descansar. Ya es muy tarde.
—Es que
El Coyote
desea que usted le acompañe esta noche durante la cena. ¿Quiere seguirme?
—Está bien, ya que se trata de una orden del
Coyote
.
Carolyn fue guiada por varios estrechos y mal alumbrados corredores hasta una habitación en cuyo centro había una mesita redonda cubierta por un blanco mantel y en la que había un servicio de mesa para tres personas. Un hombre se paseaba cerca de la mesa. Carolyn lo miró llena de curiosidad. ¿Quién debía de ser? El rostro le era vagamente familiar, a pesar de que se hallaba cubierto por una barba de bastantes días. Al ver a Carolyn, el hombre se inclinó cortésmente. No era mal parecido. Representaba unos treinta y cinco años y, además de ser bastante alto, parecía muy musculoso.
—Buenas noches, señorita —saludó el desconocido.
—Buenas noches —respondió Carolyn.
—Creo que no tardaremos en cenar.
—No tengo el menor apetito —declaró la muchacha—. Han estado a punto de matarme.
El hombre sonrió y la joven pensó que nunca había visto una sonrisa tan atractiva. Sintióse, por un momento, muy atraída por el desconocido; pero las palabras que éste pronunció la hicieron variar por completo de opinión.
—¿Dice que han estado a punto de matarla? —preguntó. Y luego, con otra sonrisa, agregó—: A mí me mataron hace unos días.
Cuando el asombro de Carolyn se trocó en irritación y se disponía a replicar como se merecía aquel hombre, se abrió la puerta y
El Coyote
entró en el comedor.
—Buenas noches —saludó—. Me alegro de que haya llegado sana y salva, señora. Estuve temiendo por su seguridad personal. Pero ¡qué falta de cortesía tan grande! No he hecho las presentaciones. Señor MacAdoo, le presento a su desconsolada viuda. Señora de MacAdoo, le presento a su difunto esposo. Y como creo que tendrán mucho que contarse, me retiro. Volveré más tarde a saber si han llegado a algún acuerdo amistoso.
Con una leve inclinación,
El Coyote
se retiró, dejando frente a frente a aquel marido y a aquella mujer que se veían por vez primera.
Don César entró muy alegre en el comedor. Guadalupe estaba sentada en su sitio, frente al pequeño César, y al oír entrar a su marido todo su cuerpo quedó en violenta tensión.
—¡Hola, Lupita! —saludó don César, pasando suavemente una mano por la espalda de su mujer.
Guadalupe experimentó la misma sensación que si le hubieran pasado un trozo de hielo por la piel; pero, a la vez, también sintió calor en el corazón.
—Hoy me siento feliz —dijo don César, sentándose a la cabecera de la mesa y mirando a su mujer y a su hijo.
Guadalupe inclinó la mirada sobre el plato y no dijo nada. Fue servida la cena y don César siguió hablando:
—Quiero que te hagas ropa elegante, Lupita. Has vestido siempre con demasiada sencillez.
—He vestido como me corresponde —replicó Lupe.
Su respuesta fue como un jarro de agua fría para don César. Por un momento perdió el buen humor y el apetito. Pero no tardó en recobrar ambas cosas y las conservó durante toda la cena, aunque ya no volvió a hablar íntimamente con Lupe.
Al terminarse la cena, cogió a su hijo por los hombros y empujándole hacia la escalera que conducía a los pisos superiores, dijo:
—Ve a acostarte en seguida. Ya es muy tarde.
Lupe pensó que debía ponerse en pie y acompañar al niño; pero estaba segura de que su marido había buscado aquella oportunidad de quedarse a solas con ella, y como podía fingir que no advertía el plan de su esposo, nada la obligaba a marcharse.
Don César apagó algunas luces.
—Me molesta la excesiva luz —dijo—. Así, con un poco de penumbra, se está mejor.
—Si usted lo dice…
—No sigas con esa burla de llamarme de usted cuando estamos solos. ¿Por qué no te conviertes en un ser humano en vez de adoptar esas actitudes de mujer ofendida?
—No adopto ninguna actitud falsa, sino la que me corresponde.
—Eres mi mujer, Lupita. Lo eres ante Dios y ante los hombres.
—Ante los hombres, tal vez lo sea; pero no ante Dios, que conoce la verdad.
Ni ella misma sabía por qué contestaba así. Si se hubiese sabido analizar, se habría dado cuenta de que tenía miedo de rendirse a la menor palabra de él y de que trataba, por todos los medios, de demostrarle que era capaz de mantener su orgullo.
—¿Y no crees, Lupe, que ya ha llegado el momento de que esta burla termine?
Al hacer esta pregunta, don César de Echagüe se acercó más a Lupe y buscó, con su mirada, los ojos de ella. Los encontró tan fríos, tan duros y a la vez tan expresivos que, apartándose de la joven, refunfuñó:
—Es inútil. Hay demasiado hielo en tu carne. Me helaría antes de poder fundirlo.
Malhumorado, salió del comedor y subió a su habitación.
Guadalupe quedó sola. Oyó cómo se cerraba la puerta del cuarto de su marido. Recordó sus últimas palabras. ¿Había, realmente, demasiado hielo en su carne? Ella sabía, o creía saber, que eso no era cierto; pero tenía que reconocer que cuando su marido se le aproximaba, todo su ser se rebelaba ante la idea de que pudiera burlarse de ella. Y, sin embargo, aquella vez en que él la besó… Y cuando la rozaba con una mano… Mil descargas eléctricas conmovían su cuerpo.
Recordó lo que le había dicho Serena, la mujer de Yesares:
«Yo en tu lugar tendría mucho miedo. Don César está acostumbrado a que seas su criada. Si cedes demasiado pronto, él continuará creyéndote su ama de llaves. Tiene que hacer un gran esfuerzo para ganarte. Entonces, cuanto más le cuestes de conseguir, más te querrá».
Este consejo le había parecido muy bueno y lo había seguido hasta aquel momento; mas ¿era, realmente, un buen consejo? Ahora comenzaba a dudar de ello. Ha habido resistencias que han exasperado al sitiador y le han movido a prolongar el sitio hasta el fin; pero, en cambio, otras resistencias han cansado al sitiador, moviéndole a retirarse…, o, lo que ella temía mucho más, a buscar otra fortaleza menos tenaz, de más fácil conquista.
Dejando que los criados apagaran las restantes luces, Lupe subió a su cuarto. El hijo de don César le había hablado de lo que decían los servidores acerca de la cerrada puerta de su cuarto, de las dos habitaciones separadas… ¿Obraba ella bien? No. No obraba bien. Desde el momento en que aceptaba ser la esposa de don César, no tenía derecho a serlo sólo en las ventajas materiales.
Sentada ante el espejo de su tocador, su mirada encontró en el cristal la puerta cerrada. Dos veces había visto girar el tirador de la misma; pero no entonces, sino otras noches en que su estúpido orgullo le hizo permanecer ciega ante el significado de aquello. Luego, cuando ella dejó la puerta abierta, el tirador no volvió a girar. Era ella quien ahora debía dar el paso que por dos veces diera su marido. Pero… ¡No, ella nunca haría semejante cosa!
Don César había dicho que debía vestir con elegancia. No le faltaban trajes elegantes que Echagüe nunca había visto, a pesar de que, al hacérselos, Lupe sólo había pensado en él.
—Soy una loca —murmuró, mirándose en el espejo.
Si pudiera imaginar alguna solución. Ella no podía dar un paso que en su marido hubiera sido completamente lógico; pero… ¿no es cierto que la mujer siempre sabe encontrar la solución a los problemas más difíciles?
Miróse con más atención en el espejo. No era ya una niña como cuando estaba románticamente enamorada del heredero de los Echagüe. No obstante, era mucho más hermosa que entonces. Pero tan estúpida como cuando tenía quince años.
Levantándose, fue hasta un gran armario que ocupaba todo un lado de su dormitorio. Abrió una de las puertas. A su vista aparecieron los blancos y sencillos camisones de dormir. En un estante se encontraba uno de seda china junto con una bata maravillosamente bordada que le había comprado a un oriental, quien le aseguró que era una prenda dignare una princesa.
Desdobló el camisón de seda y encajes. Cuando se lo hubo puesto se miró en la gran luna central del armario. Ninguna mujer podía resultar fea con aquella prenda.
Sentada de nuevo ante el espejo del tocador, soltó su larga cabellera. ¡Sentíase muy joven! Le latían las sienes y notaba que el corazón se le iba haciendo muy pequeño y que respiraba con dificultad. El aire trajo olor a nardos de los que se cultivaban en el jardín. Y a madreselva de la que inundaba las tapias del rancho.
Años antes, César le había traído una botella de perfume francés. Era un frasco de grueso cristal tallado, con un pequeño retrato de la emperatriz Eugenia. Una mujer que hablaba español y que había llegado a ser emperatriz de Francia. Destapó el frasco y vertió unas gotas del suave perfume sobre sus desnudos hombros.
Al rozar con sus dedos la carne la notó fría; pero debajo de aquella débil capa de hielo, la sangre corría, ardiente como lava.
El olor a madreselva y a nardos se mezcló con el perfume de París. Guadalupe sintió un fuerte latido en las sienes, y en el cerebro una turbación parecida a la que una vez le produjo el beber champaña con exceso.
Como una sonámbula, cerrando los ojos y la conciencia a las realidades, Lupe se levantó. La blanca seda de la bata china se deslizó, acariciadora, por sus brazos cuando se la puso. Parecía una princesa; pero ¿qué le diría a él…? Aunque… ¿sería necesario decir nada? ¿No comprendería César la verdad? César era su marido. Su legítimo esposo.
Saliendo al pasillo, Lupe se dirigió hacia la habitación de su marido. Todo su ser era como una vibrante sinfonía. Tenía la impresión de ir andando sobre nubes. No quería pensar en el próximo momento, no quería pensar en nada porque toda ella era un sólo pensamiento. César. El hombre con quien estaba casada.
Sin vacilar, sin detenerse para una última reflexión, hizo girar el tirador de la puerta del cuarto de su esposo. Empujó y la habitación se ofreció ante sus ojos. La habitación que ella conocía como servidora de don César; por haberla arreglado durante más de veinte años; pero, en la cual, nunca entró como dueña y señora.
La sinfonía quedó rota, como si fuese un bello y frágil jarrón oriental caído a sus pequeños pies. Los ecos se perdieron velozmente en la lejanía. Apagóse el olor a madreselva, a nardos, al perfume de la emperatriz de los franceses. Ahora Lupe sentía que su piel era fuego y su sangre hielo.
¡La habitación estaba vacía!
Quedó tan sin fuerzas, que el fino pañuelo que sostenía con una mano le resbaló entre los dedos y cayó al suelo sin que ella lo advirtiera.
¡César no estaba allí!
Guadalupe sintióse en un terrible ridículo. Seguía siendo una loca. ¿Y si alguien la hubiera visto? La elección de las prendas de seda, el perfume, los pensamientos que la habían ayudado a llegar hasta allí transformabanse, de pronto, en una cosa risible. ¡Era una imbécil!
De súbito la esperanza renació. Tal vez… Sí, era posible…
Cerrando la habitación, corrió hacia el sótano, por la escalera secreta. Abrió las puertas que iban saliendo a su paso y llegó al aposento subterráneo. Fue hacia una vieja arca de roble y levantó la tapa.
De nuevo la alegría murió en el alma de Guadalupe. Frente a ella, estaba, cuidadosamente colocado en el fondo del arca, el traje de
Coyote
, su sombrero, su antifaz y sus revólveres.
Lentamente, como si cerrara el ataúd en que reposase toda su esperanza, Guadalupe bajó la tapa del arcón y desanduvo lo andado. No era
El Coyote
el que había abandonado el rancho de San Antonio en pos de alguna aventura heroica. El que se había marchado en plena noche era don César, el hombre con quien estaba casada, y que, tal vez, cansado de aquella situación, habría buscado, precisamente en aquella noche, una fortaleza más débil o más propicia a la rendición.
La sangre afluyó a las mejillas de Guadalupe y permaneció, abrasadora, en ellas. Nunca más podría mirar a don César. Porque estaba segura de él, a pesar de no haberle visto, comprendería lo ocurrido aquella noche.
¡No, no, no! Nunca se lo imaginaría, porque en adelante, ella sería más fría, más orgullosa, más dura que nunca. Todo antes de que él se echara a reír pensando en que se había vestido como una princesa china para ir en busca de sus brazos.
Rabiosa, se frotó, hasta casi herirlos, los labios. Quería borrar de ellos el recuerdo de aquel beso que le diera don César. Sentíase manchada, culpable, indigna.
Al llegar a su cuarto, se tiró encima de la cama y empezó a llorar. Sentíase vieja, ridícula. ¡Vestirse con sedas orientales para ir a una habitación vacía! ¡Sólo a una estúpida como ella se le podía ocurrir semejante cosa!
—¿Usted es mi mujer? —preguntó
Borax
MacAdoo, mirando, asombrado, a Carolyn Wister.
—Pero… usted ha muerto —tartamudeó Carolyn.
—No, puesto que estoy vivo —replicó
Borax
MacAdoo—. Claro que faltó muy poco para que me matasen.
—¿Le salvó
El Coyote
?
—Sí. De no seguir sus consejos, a estas horas no me tendría usted delante y sería, efectivamente, mi viuda.
Carolyn sonrió levemente.
—De no ser por
El Coyote
creo que a estas horas me encontraría con un cuchillo clavado en el corazón.
—¿Usted? Pero… ¿por qué?
—No lo sé; pero es así.
—Comprendo que quisieran matarme a mí; pero… a usted… No hay motivo.
—A veces en la vida cometemos errores que luego pagamos muy caros.
—¿Qué errores cometió usted? —preguntó MacAdoo. Y en seguida agregó—. Si le apura el contármelos, no lo haga. En realidad, eso a mí no debe de importarme mucho, aunque siendo su marido…
—No me lo recuerde —pidió Carolyn—. Yo le imaginaba un minero rudo, salvaje, casi un asesino. Así me lo pintaron. Por eso acepté…
Como Carolyn no siguiera, MacAdoo aconsejó.
—Tal vez fuese mejor que me contara lo ocurrido. Aunque hemos seguido caminos que nos parecían distintos, lo cierto es que al fin nos hemos encontrado. Tal vez nuestros caminos no eran tan distintos como creíamos.
—Tal vez no. De todas formas, creo que a usted le debo una explicación. Al fin y al cabo se ha encontrado con la desagradable situación de ser mi marido sin haber hecho nada para ello. Aunque nuestra familia procede del Maine, nos hemos criado en San Francisco.