La esposa de don César / La hacienda trágica (5 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: La esposa de don César / La hacienda trágica
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—Bien —dijo Mateos, al fin—. Guárdeme esta maleta mientras yo voy a hacer unas preguntas al dueño del Morgan. Luego enviaré a que retiren el cadáver.

Yesares cargó con la maleta y su contenido y acompañado por Mateos la condujo a su despacho, dejándola dentro de la caja de caudales.

Diez minutos más tarde, Yesares, encerrado en su despacho, explicaba al
Coyote
todo lo ocurrido.
El Coyote
le escuchaba con irónica sonrisa.

—Parece como si no te extrañase la muerte de MacAdoo —dijo Yesares.

El Coyote
anotó unos cuantos datos de las cartas que contenía la maleta y por fin replicó:

—La muerte de
Borax
MacAdoo es una de las más asombrosas noticias que han llegado hasta mí. Te lo aseguro —y sonrió ampliamente.

Pero Ricardo Yesares no pudo, por entonces, comprender el significado de aquella sonrisa.

Capítulo V: Las sorpresas de un cadáver

Borax
MacAdoo leyó lleno de asombro la noticia que publicaba el periódico
La Estrella
de Los Ángeles, y luego clavó su incrédula mirada en
El Coyote
.

—Pero… yo no he muerto —tartamudeó.

—El periódico dice que sí, y los periodistas que escriben la noticia de su muerte vieron su cadáver.

Borax
MacAdoo siguió leyendo. Cuando se hubo informado de una buena parte de la noticia, volvió a mirar al
Coyote
, declarando:

—No entiendo. ¿Qué puso usted en mi baúl?

—Yo no puse nada —dijo
El Coyote
—. Lo pusieron otras personas con el caritativo objeto de matarle a usted y convertir en viuda a su esposa.

—¿La esposa de quién? —preguntó MacAdoo.

—La suya. El periódico trae un dibujo, reproducción de una fotografía de ella y de su hijo.

—¿Del hijo de mi mujer?

—Y de usted.

—¡Pero si yo no tengo mujer ni hijo alguno! —gritó MacAdoo—. Ahora mismo iré a ver a ese jefe de Policía y le diré quién soy.

—Dudo mucho de que llegara vivo ante el jefe de Policía —sonrió
El Coyote
.

—¿Es que pretende que permanezca muerto? Ese equívoco debe resolverse.

—Mientras le crean muerto su vida no corre peligro. En cuanto sepan que está vivo, tratarán de acabar definitivamente con usted. Y lo harán como ya lo hubieran hecho si llega usted a abrir el baúl.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de MacAdoo al recordar lo muy cerca que había estado de hacer caso omiso del consejo que le diera
El Coyote
acerca de su equipaje.

—Pero yo no puedo pasarme la vida entera muerto —objetó.

—Desde luego; pero si sus enemigos creen haber logrado ya lo que se proponían, es casi seguro que ahora descubrirán su juego. En cuanto sepamos lo que se proponen y el motivo por el cual le han «matado», podremos hacer algo. Mientras tanto, esperaremos.

—¿A quién esperaremos?

—A su desconsolada esposa.

—Ya he dicho que yo soy soltero.

—Sin embargo, existe una esposa legal de Michael MacAdoo, que, además, es la heredera absoluta de sus bienes.

—¿Heredera? —MacAdoo se rascó la cabeza—. ¿Cree que me han matado para que mi presunta mujer herede?

—Eso sospecho.

—Entonces mi mujer… Quiero decir que esa mujer se presentará a hacerse cargo de mi herencia.

—Así es de suponer. Aunque se la ha avisado por telégrafo, no llegará a tiempo del entierro.

—¿Y quién es el que ha muerto en mi lugar?

—Un ladrón que quiso ver qué contenía el equipaje, y el averiguarlo le costó la vida. Una curiosidad pagada a un precio bastante caro.

—Pero ¿quién puede haber planeado un crimen tan horrible?

—¿Usted qué sospecha? —preguntó
El Coyote
.

—No sé… Don Jerónimo Salas ha sido el único que se ha interesado por mis tierras; pero si existe una esposa mía… ¡Oh! —
Borax
ocultó el rostro entre las manos—. No comprendo nada; pero… pero… ¡es horrible! ¿Qué debo hacer?

—Permanecer en esta casa. No salga de ella para nada. Evite que sepan que está vivo. Es la mejor manera de no convertirse en un muerto. Sin embargo, me gustaría saber unas cuantas cosas. ¿Está seguro de no haber perdido la memoria y estar realmente casado?

MacAdoo iba a responder, pero se contuvo y, por fin, replicó:

—Ya no estoy seguro de nada.

—Perfectamente. Es una buena respuesta. Quédese aquí y espere mis órdenes. La india que le atiende le traerá cuanto necesite. Adiós.

Al quedar solo, MacAdoo cogió el periódico que le había traído
El Coyote
y leyó todos los detalles que se publicaban acerca de su muerte. Cuando terminó la lectura su asombro no conocía límites. Al fin, decidió que tal vez todo era cierto: él estaba muerto y había dejado una viuda llamada Carolyn, cuyo retrato, sin saberlo, había llevado en su cartera. O lo había llevado el hombre llamado
Borax
, hecho pedazos por una explosión de dinamita en malas condiciones, que llevaba en el baúl. Sin embargo, él no había tenido jamás la ocurrencia de llevar dinamita en el baúl. Pero él no era
Borax
MacAdoo, y por lo tanto no podía saber lo que llevaba o no llevaba el verdadero
Borax
MacAdoo… ¡Qué tontería! Él sabía' quién era y sabía que estaba vivo. Todo lo demás debía ser… una monstruosidad que él no podía comprender.

¡Casado y con un hijo! ¡Y sin haberse enterado hasta entonces!

Capítulo VI:
El Coyote
hace dos visitas

Cuando don César volvió a su casa enfrentóse con una enfurecida esposa que parecía estar anhelando que él hiciera el menor intento de agresión para atacarle sin piedad.

—¡Le han asesinado! —gritó, agitando el periódico que debían de haberle traído de la ciudad.

—¿De veras? —preguntó fríamente don César.

—¡Y usted no hizo nada por él! —siguió Guadalupe.

—¿Por quién debía hacer algo? —preguntó don César.

—Por el hombre a quien no hubiesen asesinado si usted se hubiera preocupado un poco de él.

—¿Te refieres a ese minero de quien habla el periódico?

—Claro que me refiero a él. ¡Le han asesinado!

—Me parece que no has leído bien la noticia. Ese hombre fue víctima de su estupidez al llevar en su baúl un cartucho de dinamita que se había estropeado. La dinamita, Lupe, es un producto muy peligroso. En realidad es nitroglicerina mezclada con no sé qué polvos. Mientras la mezcla se conserva intacta, no ocurre nada; pero si la nitroglicerina se separa de los polvos, entonces el menor golpe la convierte en un explosivo terrible.

—Le han asesinado —replicó Lupe—. Él lo estaba temiendo. Por eso me pidió que le acompañara. Y le prometí ayuda. Ahora ha muerto y… y yo soy culpable de su muerte.

—No te apures por la muerte de un minero —dijo don César—. Suelen morir muchos y muy a menudo. ¿Qué importa uno más?

Lupe tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse.

«Se está burlando de ti —se dijo—. Quiere verte sufrir. Te odia. Sí, te odia. Por eso no quiso hacer nada por ese hombre. Por ese pobre hombre». Y en voz alta, siguió:

—Creí que era usted otra clase de hombre.

—Dicen que un hombre, al casarse, cambia por completo. Todos los grandes héroes eran solteros o viudos. Los casados se estropean.

—Ya sabe que nuestro matrimonio únicamente lo es de palabra —replicó Guadalupe—. Y que puede romperlo cuando se le antoje. ¿Por qué no lo hace?

—Sería muy incorrecto, Lupita —replicó don César—. Eso si alguien lo ha de hacer, debes ser tú.

—Ya lo estoy haciendo —respondió Lupe—. Pronto llegará la separación…

—Bien, bien. Te comunico que pienso marcharme unos días con César a visitar a un viejo conocido.

—¿A quién?

—Es un tal… Bueno, no creo que le conozcas.

Con voz más suave, Lupe preguntó:

—¿Verdad que hizo algo por salvar a ese pobre hombre?

—¿Al que murió a causa de la explosión? —preguntó don César.

—Sí.

—Lamento mucho decírtelo, Lupita, pero la pura verdad es que no hice absolutamente nada.

—¿Cómo puede usted ser así?

—Hay que aceptarme como soy. Y ahora te diré otra cosa: Me alegro de que ese hombre muriese hecho pedazos. Me alegro mucho.

Angustiada, Lupe susurró:

—No es posible que diga usted la verdad.

—Lo es, Lupita, lo es. Si sigues siendo por algún tiempo mi esposa, descubrirás muchos misterios de mi carácter. No soy lo que parezco. Nadie me conoce. Ni tú siquiera, que creías conocerme muy bien.

—Le conocía tan bien, que si no hubiera intervenido el imbécil del
Diablo
me hubiese casado con Gregorio Paz.

—Ya sé que don Goyo no ha desistido de que, al fin, seas la esposa de su hijo y la criada de él.

—Pues lo conseguirá —dijo duramente Lupe—. Nunca le he pedido nada. Jamás quise que expusiera su estúpida vida. Sólo una vez le pedí que
El Coyote
ayudase a un pobre hombre que corría el peligro de morir asesinado. ¡Y hoy el periódico me dice que aquel hombre murió!

—¡Qué indiscretos son los periódicos! —bostezó don César—. Le diré a Henry Hamilton que si continúa diciéndote cosas desagradables le retiraré mi apoyo, sin el cual
La Estrella
ya hubiera sido clausurado hace tiempo. Durante la guerra demostró un excesivo amor a la Confederación, con lo cual cometió una tontería. No se debe ser nunca partidario del que pierde. Porque entonces jamás se tiene razón. En cambio, cuando se coloca uno de parte del que gana siempre se tiene razón y todo el mundo lo dice.

Guadalupe se alejó lentamente. ¿Por qué le hablaba don César de aquella manera? ¿Por qué mataba todas sus ilusiones apenas nacían?

No comprendía nada. No podía comprender al hombre que había tratado, por todos los medios a su alcance, de disuadirla de que se casara con Gregorio Paz; que luego no había hecho nada por ayudarla, y que ahora debía estarse riendo de ella.

Lupe no comprendía. Había visto en don César sus dos personalidades. La desagradable de don César de Echagüe, el escéptico que parecía estar de vuelta de todos los romanticismos e idealismos, y la del
Coyote
, caballero andante siempre dispuesto a romper una lanza en defensa del prójimo. ¿A cuál de los dos amaba? ¿A don César? ¿Al
Coyote
?

Ella amaba al
Coyote
; pero era la esposa de don César.

* * *

Don César se estaba vistiendo para la comida cuando se abrió la puerta de su cuarto y su hijo entró en él.

—¡Hola! —sonrió don César—. Creí que estabas estudiando.

—Hoy no estudio —respondió el niño.

—¿No? ¿Y por qué no estudias, si se puede saber? Supongo que no será porque ya lo hayas aprendido todo.

—No; es que Lupe me perdonó la lección de hoy.

—¿Lo hizo por su propia voluntad o porque tú se lo pediste?

—Se lo pedí yo, papá.

—Bien. ¿Y cómo fue que ella te lo concedió?

El pequeño César empezó a sentirse acorralado. Su padre tenía una forma muy desagradable de ir llegando con sus preguntas hasta un punto en que uno sentía deseos de que se lo tragara la tierra antes que contestar a la pregunta final. Por ello decidió defenderse contraatacando.

—Oye, papá: ¿por qué haces llorar a Lupe?

Don César dejó de arreglarse la estrecha corbata y miró a su hijo.

—¿Has visto llorar a Lupe? —preguntó.

—Sí; ayer lloraba. Cuando tú te marchaste.

—Lupe hace mal en llorar delante de ti y de los criados. ¿No te parece?

—Claro —asintió el niño—. Y más cuando no tiene motivos…

—¿Te dijo ella que no tenía motivos? —preguntó don César, volviendo su atención al arreglo de la negra corbata.

—Sí. Dijo que lloraba por no reír. O algo así. Pero yo creo…

—¿Qué es lo que tú crees?

—Que llora por ti. Tú no eres bueno con ella.

—¿Por qué no soy bueno?

—Dicen los peones que no está bien eso de que ella tenga una habitación, como antes, y que tu tengas otra. Dicen que no debieras guardar tanta fidelidad a mamá. ¿Por qué el dormir en cuartos distintos quiere decir que guardas fidelidad a mamá? ¿Qué fidelidad es ésa?

—Los matrimonios suelen dormir en la misma habitación —sonrió don César—; pero Lupe y yo no somos un matrimonio como los demás. Somos algo especiales. No somos seres vulgares. Y en adelante no hables de mí con los peones. Ni dejes que ellos te hablen de Lupe.

—¿Por qué?

—Porque no es correcto. Tú eres un Echagüe de Acevedo, o sea el heredero de dos de los más ilustres apellidos de California. Cuando seas hombre, el ser lo que eres y el descender de quien desciendes tendrá más valor que ahora. Y para tus hijos tendrá mucho más. Y cuando tengas hijos y estés casado, verás cómo no te gusta que nadie se meta en tus asuntos matrimoniales. Ni aunque los entrometidos sean tus propios hijos.

—Eso es como si me riñeses, ¿verdad?

—Casi es como si te riñese —sonrió don César—. No me gusta que los demás hablen de mí. Si alguien te dice algo acerca de nosotros, no debes permitírselo.

—Debes de estar muy enfadado conmigo, ¿no?

—Sólo un poquitín. Mañana veremos a un importante caballero que se encuentra en Los Ángeles; pero no digas nada a Lupe. Ella no nos acompañará.

—¿Por qué?

—Porque ella es una mujer y, además, correremos cierto peligro. Tú más que yo.

—¿Qué deberé hacer?

—Llegar a un sitio al cual yo no podría acercarme. Y ahora dime qué opinas de Lupe.

—No sé…

—¿Crees que me quiere?

—Me parece que sí.

—¡Ojalá no te engañes!

* * *

La guardia nocturna en la cárcel era una de las tareas que más desagradaban a Cecilio Castro. Y, detalle curioso, le desagradaba mucho más cuando menos presos había. En aquellos momentos la cárcel estaba desocupada. Cecilio Castro vigilaba una serie de celdas vacías que se le antojaban otras tantas bocas abiertas y ansiosas de cerrarse sobre él.

Cecilio no podía borrar de su memoria el recuerdo de
Borax
MacAdoo. Se estaban cumpliendo veinticuatro horas de su muerte. Él tenía alguna culpa en aquella muerte. Debía haber protegido a
Borax
, que se había portado muy noblemente con él…

Una llamada sonó en la puerta de la cárcel. ¿Quién podía llamar a aquellas horas? Cecilio fue a abrir sin ningún recelo. No podía temer ningún intento de rescate de presos, porque la cárcel estaba vacía.

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