El Coyote
subió de nuevo al cuarto de Luis Vanegas. Éste tenía los ojos abiertos y al ver al
Coyote
preguntó:
—¿Ha muerto?
—Sí. ¿Lo oyó todo?
—Casi todo. ¡Es horrible!
—Lo es; pero conviene que Carmen no lo sepa nunca.
—Por mí no lo sabrá jamás. ¿Le mató usted?
—Tuve que hacerlo.
—¿Y la explosión?
—Ha matado a tres canallas que merecían la muerte. Los que renunciaron a la herencia se han salvado.
—Mi padre siempre dijo que la mujer de don Fernando sufrió mucho. Él estaba loco, pero de una manera muy especial. No era loco en los detalles, sino en el conjunto. Iba haciendo cosas que parecían normales; pero todas unidas, eran propias de un loco. No perdonó que mi padre influyera en su mujer para que le abandonase.
—Bien, ya ha terminado esta pesadilla. Me marcho, pues he de hacer muchas cosas que hasta ahora he tenido descuidadas.
—¿Cómo podré pagarle los favores que le debo? Me ha salvado varias veces la vida.
—Lo hice en favor de su novia. Está demasiado enamorada de usted. Cuando despierte dígale que Marcos ha muerto a causa de una explosión. Idee alguna mentira que parezca lógica y luego dedique su vida a hacer olvidar a su mujer estos malos momentos. Adiós.
El Coyote
alejóse por los solitarios pasillos de la enorme casa. No muy lejos tenía oculto su caballo. Una buena galopada le llevaría a Pinos Grandes.
Guadalupe habíase instalado en la posada del Alce, en Pinos Grandes. Durante las horas que mediaron entre su llegada y el anochecer estuvo arreglando las habitaciones que había alquilado. El dormitorio se componía de una amplia cama de dosel, unos sillones, un tocador, una mesa y un gran armario, en el cual cabían muchos más trajes de los que Guadalupe había llevado.
Cuando todo estuvo arreglado acercóse a la ventana y vio cómo el sol desaparecía en el mar. Luego las aguas del Pacífico reflejaron la plata de la luna llena. El aire estaba lleno de aromas de flores y Guadalupe estaba segura de que también olía a flores submarinas, de las que sólo pueden ver las sirenas y los tritones.
A las nueve le subieron una cena apetitosa y abundante. Apenas la probó. A las once ya había empezado a perder las ilusiones que forjara antes.
El Coyote
no acudiría a la cita que le había dado.
Ante el espejo soltó la mata de su cabellera y sustituyó el traje de viaje por el camisón de dormir y la bata. Luego volvió a la ventana. En la calma de la noche se oía el rumor del lejano oleaje. Era un susurro adormecedor.
De pronto, Guadalupe se dio cuenta de que el susurro no procedía del lejano mar, sino del viento que acariciaba las copas de los árboles, entre cuyas hojas se deslizaba para cantar una suave y embriagadora canción.
Varias veces tuvo la impresión de oír el lejano galope de un caballo, pero todo se resolvía en un agrio chillido de ave nocturna o en la caída de alguna piedra.
Súbitamente, un escalofrío corrió por las venas de Guadalupe. Sobre sus desnudos hombros, que la bata medio caída había dejado al descubierto, acababa de posarse una cálida mano.
—Lupe —murmuró una voz que tal vez fuese humana o acaso no era más que un nuevo susurro del viento entre las ramas de los abedules.
Sin embargo ella contestó, al hombre o al viento:
—César.
Le vio reflejado en el espejo. Con su traje mejicano. Sus revólveres. Su sombrero de anchas alas y alta copa. Su negro antifaz.
—Vida mía.
Las dos manos del hombre estaban sobre los hombros y habían hecho caer la bata.
Muy despacio, cual si deseara prolongar infinitamente aquel momento o temiera que un movimiento brusco quebrara la realidad y la convirtiese en humo o en pedacitos de una ilusión no lograda, Guadalupe se volvió hacia
El Coyote
. Sentía en todo su cuerpo el temblor de la sangre contra las paredes de sus venas.
—Don
Coyote
—musitó Lupe, y la luna se miró en sus blanquísimos dientes.
El aire nocturno sopló con más fuerza a través de las ramas y de las hojas, como si quisiera comunicarles su alegría o su nerviosismo.
JOSÉ MALLORQUÍ FIGUEROLA, Barcelona, 12 de febrero de 1913 – 7 de noviembre de 1972, escritor español de literatura popular y guionista, padre del también escritor César Mallorquí. El padre del futuro novelista abandonó a su madre, Eulalia Mallorquí Figuerola, poco antes de nacer. El niño fue criado por su abuela Ramona, después pasó a un internado de los Salesianos. Esta niñez le produjo su carácter tímido y soñador. Fue mal estudiante y a los 14 años abandonó el colegio y comenzó a buscarse la vida trabajando. Fue un gran lector de todo cuanto caía en sus manos. A los 18 años una herencia cuantiosa de su madre fallecida le proporcionó un periodo de bienestar y lujo y una vida diletante, practicando toda clase de deportes. En 1933, comienza a trabajar para la Editorial Molino. Aparte de dominar el francés, aprendió con un amigo inglés, lo que le permitió traducir y leer en ambas lenguas en idioma original. Mallorquí se anima a escribir aventuras como las que traduce y publica en «La Novela Deportiva», de Molino (que se publicó en Argentina a partir de 1937), larguísima colección íntegramente escrita por Mallorquí y que constó de 44 novelas, más otras doce en su segunda época, ya en España.
[1]
Véase
El Diablo en Los Ángeles
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[2]
Véase
El Diablo en Los Ángeles
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[3]
La princesa Irina es uno de los personajes principales de las novelas
Otra lucha. El final de la lucha, El secreto de la diligencia y El Diablo en Los Ángeles
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