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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

La esquina del infierno (17 page)

BOOK: La esquina del infierno
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—Pero ¿cómo se detonó la bomba?

—Como he dicho, las bombas son peliagudas. Un tío gordo salta y aterriza encima de la misma o quizá le alcanzara una de las balas y detonó.

—Ya nos habíamos planteado esa posibilidad.

—¿O sea que estoy aquí perdiendo el tiempo?

—No, no se me había ocurrido lo de que sacrificaran el árbol. Esa te la debo a ti.

—Se me ha ocurrido esta noche.

—La ATF piensa que la bomba estaba en una pelota de baloncesto que colocaron en el interior del cepellón.

—Da igual. De todos modos podía haber estallado de forma accidental.

—Pero no tiene sentido. El único motivo por el que el tipo saltó al agujero y, según tu teoría, detonó la bomba antes de tiempo, fue porque huía de los disparos. ¿Por qué tomarse la molestia de introducir una bomba allí y luego cagarla disparando las metralletas?

—Tiene todo el sentido del mundo si lo analizas desde otro punto de vista.

Stone tardó unos segundos en caer en la cuenta.

—Te refieres a que los francotiradores y los de la bomba fueran de bandos distintos.

—Exacto. Si fuese así, los terroristas de la bomba están ahora mismo muy cabreados con quienquiera que disparase.

—¿El grupo yemení? —‌preguntó Stone.

—Esos tipos se atribuyen la autoría de un montón de atentados con los que no tienen nada que ver. Tal vez fueran los de las metralletas. Pero entonces estalla la bomba y dicen: «Joder, pues vamos a reivindicar eso también.» Potencia su imagen frente a otros terroristas. Más credibilidad en las calles implica más financiación. Así funciona la cosa. Se parece a las guerras por el territorio y el presupuesto en Washington D.C.

—Entonces eso significa que la bomba tenía que haber matado a otra persona en el parque a otra hora.

—Eso es. Pero ¿a quién?

33

Dos horas después de que Weaver y sus hombres se marcharan, Stone seguía sin poder conciliar el sueño. Weaver estaba confeccionando una lista de eventos que iban a celebrarse en Lafayette Park en meses venideros y le dijo a Stone que compartiría esa información con él. Por su parte, Stone contó a Weaver todo lo que había descubierto sobre el origen del hombre del chándal y el resto de la información procedente de las investigaciones de la ATF y el FBI. No le habló de Fuat Turkekul. Si se suponía que el jefe del NIC tenía que estar al corriente de la operación para apresar a Osama bin Laden, Stone no era la persona que debía informarle.

Stone yacía en el camastro pensando en todo esto mientras la noche dio paso al amanecer. Al final, se puso a pensar en el Camel Club. Hacía muchos años que Caleb y Reuben eran sus amigos. Habían estado literalmente en el infierno y habían sobrevivido a su lado. Alex Ford era una incorporación más reciente a las filas del club, pero le había salvado la vida a Stone en dos ocasiones y había puesto en peligro su carrera al menos cinco veces para ayudarles a él y a los demás. Annabelle había irrumpido como un huracán en sus vidas hacía poco tiempo, pero había demostrado su lealtad hacia Stone de inmediato. Y Harry Finn había estado luchando codo con codo con Stone en un tiroteo con un equipo de asesinos a sueldo a pesar de que Stone hubiera matado al padre de Finn hacía más de tres décadas.

«Y básicamente les he dicho que no confío en ellos. Que no necesitaba su ayuda. Pero esa no es toda la verdad.»

Solo había un puñado de personas que sabían que Stone había cogido su viejo rifle y matado a dos estadounidenses prominentes que habían destruido su vida, ya que habían matado a su esposa e hija. Stone había matado a muchas personas en nombre de su país. Había obedecido órdenes sin rechistar. Sin embargo, a aquellos dos hombres los había matado por iniciativa propia. Juez, jurado y verdugo. Sentía que sus actos estaban justificados. No había sentido remordimiento alguno al acabar con sus vidas.

De todos modos, tenía conciencia. No había conseguido quitarse de encima todos aquellos años de matanzas. Dado su elevado sentido de la justicia, Stone sabía que algún día tendría que pagar por ello. Era lo justo. Pero tampoco quería arrastrar a sus amigos por ello. No se lo merecían. La vida que le quedaba era un regalo, pero sus amigos no estaban en la misma situación. Era consciente de que el Camel Club estaba llegando al final de su trayecto. Por lo menos con él como líder de facto.

Se duchó, se vistió y salió justo cuando el sol empezaba a despuntar. Se paró en la puerta de entrada cuando vio a Chapman sentada en el capó del coche de alquiler al otro lado de la verja de hierro forjado dando sorbos a un café comprado en Starbucks.

Se subió la cremallera de la chaqueta para combatir el frío matutino y se acercó a ella. Vestía vaqueros, un suéter negro grueso y botas, lo que le otorgaba un aspecto poco propio de una agente del MI6. Llevaba el pelo recogido en una cola, lo cual dejaba al descubierto un pequeño lunar cerca de la sien. Bajó del capó, introdujo la mano por la ventanilla del asiento del conductor, sacó otro café y se lo ofreció.

—Me diste la impresión de ser madrugador —‌explicó mientras apuraba el café.

—Gracias —‌dijo él secamente.

—¿Una noche interesante? —‌preguntó ella.

—¿Por qué lo preguntas?

—Me lo he imaginado.

—¿Te lo has imaginado tanto como para vigilar mi casa por la noche?

—Podría ser. ¿Tuviste una visita a horas intempestivas?

—¿Me lo preguntas o lo confirmas?

—Te lo pregunto.

—Riley Weaver. NIC. Quería charlar conmigo. Tenía unas cuantas teorías interesantes.

—¿Me las cuentas?

—Vayamos al parque.

Chapman encendió el motor y se marcharon. Camino de la calle M Stone le contó lo que Weaver le había dicho.

—No está mal, la verdad —‌dijo ella‌—. Weaver parece dominar el juego.

—Si es capaz de determinar quién era el objetivo lo habrá demostrado con creces.

—No debería ser tan difícil. ¿Cuántos eventos se celebran en Lafayette Park?

—Más de los que te imaginas. Y no solo para personalidades del Gobierno como el presidente. Los grupos privados también pueden solicitarlo. Para un acontecimiento especial o para manifestarse. La lista puede llegar a ser larga.

—De todos modos deberíamos acotarla. Y por lo menos la amenaza ya no existe.

—No, no es así.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que todavía no sabemos cuál es la amenaza. Tenemos que dar por supuesto que lo volverán a intentar. Meter la bomba en el parque supuso mucho trabajo. El objetivo tiene que justificar tal esfuerzo. No van a quedarse de brazos cruzados.

Se acercaron a la zona y, tras pasar por varios controles de seguridad, llegaron al césped de Lafayette Park. Stone miró en derredor. Todavía era temprano y había pocas personas por allí, todas ellas autorizadas, por supuesto. El parque y sus aledaños seguían cerrados al público.

Stone se sentó en un banco y se acabó el café mientras Chapman rondaba delante de él.

—¿Es verdad que prácticamente viviste en el parque? —‌preguntó.

—Sí.

—¿Por qué?

—¿Por qué no?

—Vale, así no vamos a ninguna parte.

—Me manifestaba. En este país está permitido.

—¿Y contra qué protestabas?

—Básicamente contra todo.

—¿El qué, los impuestos y cosas así?

—No, nunca gané lo bastante como para pagar impuestos.

—¿Entonces qué?

Stone contempló la Casa Blanca.

—Cosas que no me parecían bien.

—¿Y ahora están bien?

—Lo dudo.

—Pero ¿dejaste de manifestarte?

—El hecho de que ya no esté en el parque a tiempo completo no significa que no siga protestando.

—¿Confías en Weaver? Por lo que has dicho, el hombre se ha sincerado contigo. Parecía verdaderamente preocupado.

—Le preocupa que alguien perpetre otro 11-S estando él al mando. Estoy convencido de que hará todo lo posible para evitar que ocurra tal cosa, intentará atribuirse todo el mérito y nos mantendrá al margen si puede.

—¿No existe el honor entre los ladrones ni los espías?

—Me parece que eso es buscarle tres pies al gato.

Chapman lanzó la taza de café vacía a una papelera y se sentó junto a Stone.

—O sea que estamos esperando que el FBI nos informe sobre el seguimiento del árbol y quién tuvo ocasión de poner una bomba en su interior. Y Weaver averiguará quién era el verdadero objetivo del parque. No nos deja mucho margen de maniobra.

—¿Por qué una pelota de baloncesto? —‌preguntó Stone de repente.

—¿Qué?

—Si la bomba está en el interior del cepellón, ¿por qué molestarse en ponerla en una pelota de baloncesto? Ocuparía más espacio y cualquier protuberancia que se notase en la tela de arpillera podría levantar sospechas. Así que ¿por qué no encajonar la bomba en el cepellón?

—Eso sí que lo sé, por la humedad.

Él la miró.

—Continúa.

—Es obvio que el árbol lo van a plantar en la tierra. Y que lo van a regar. Probablemente empaparon la tierra cuando lo acabaron de plantar para que arraigara. A no ser que fuera un mecanismo totalmente aislado ideado para uso subacuático, presumiblemente para fines militares, a los artefactos explosivos no les gusta mucho el agua. De hecho, si se filtra un poco de líquido es fácil que un interruptor se estropee o incluso que el material explosivo quede inutilizado. Si se coloca en el interior de un balón de baloncesto queda completamente hermético o, al menos, bastante hermético.

—Vale. Pero ¿una pelota de baloncesto es lo primero que se te ocurriría como contenedor hermético?

—Yo no juego, o sea que para mí no lo sería. —‌Se irguió más en el asiento‌—. ¿Piensas que el hecho de elegir lo de la pelota podría dar una pista acerca de la identidad del terrorista?

—Sin duda se trata de una posibilidad. Y dado que en este caso ha sido particularmente difícil encontrar pistas, no podemos permitirnos el lujo de no tenerlo en cuenta.

—¿Entonces te has creído la teoría de Weaver de que los disparos y la bomba fueron obra de dos organizaciones distintas? ¿Los disparos posiblemente por el grupo yemení y la bomba por una persona o personas desconocidas?

—No me atrevería a decir que estoy de acuerdo con él, pero resulta lo bastante intrigante como para investigar esa posibilidad.

—¿Entonces por qué dispararon todos esos tiros y no le dieron a nada?

—Ojalá supiera la respuesta. En mi opinión es crucial.

—El baloncesto no es muy popular en Inglaterra.

—Cierto, aunque no me imagino a un puñado de jugadores millonarios de la NBA aliándose para cargarse a alguien en Lafayette Park.

—Pero los terroristas quizá tengan alguna otra relación con ese deporte.

Stone sacó el teléfono e hizo una llamada.

—Agente Gross, Stone al habla. Estoy en el parque y tengo información para ti y una pregunta. —‌Le contó a Gross lo de su reunión con Weaver y la teoría del jefe del NIC sobre el caso. Luego le comentó lo de la idea del baloncesto.

—De acuerdo —‌respondió Gross‌—. Os recogeré dentro de veinte minutos e iremos a hablar con los tipos de donde salió el árbol.

Stone colgó y miró a Chapman.

—Vendrá a recogernos. Iremos a inspeccionar el sitio de donde salió el árbol.

—Vale. Estoy aburrida de no hacer nada.

Stone se levantó y miró a su alrededor. Empezó a medir a pasos el parque en distintas direcciones mientras Chapman le observaba con curiosidad. Parte de los destrozos de la explosión habían sido retirados. Los pequeños indicadores con forma de tienda seguían allí, lo cual producía el efecto de que había caído nieve blanca y naranja en el parque. Seguramente seguirían encontrando cosas durante semanas. Incluso años. Se imaginó a un turista topándose con un trozo de oreja. Bonito recuerdo de su visita a la capital.

Acabó en el cráter. Chapman se reunió con él en el borde.

—¿Qué está tramando esa cabecita? —‌preguntó.

—Hay algo con lo que no doy. Algo obvio, pero no sé qué.

34

—No sabía que tú y Riley Weaver fuerais íntimos —‌dijo Gross mientras el agente del FBI manejaba con destreza el volante de su viejo Crown Vic para salir de Washington D.C.

Stone estaba sentado a su lado; Chapman iba en el asiento trasero.

—Solo le he visto dos veces en mi vida, y nunca de manera voluntaria. Que yo sepa, eso no nos convierte en «íntimos».

Gross lo fulminó con la mirada.

—¿Y por qué acudió a ti? ¿Y no a mí?

—Tú eres la competencia. Yo no soy más que un intermediario.

Gross hizo una mueca.

—Tenemos que olvidarnos de hacernos la competencia como gilipollas si de verdad queremos proteger este país.

—Estoy de acuerdo —‌intervino Chapman‌—. Al fin y al cabo estáis en el mismo bando.

—Es un poco más complicado que eso, agente Chapman —‌dijo Gross mientras le lanzaba una mirada por el retrovisor.

—El hecho de que digas que es complicado no lo convierte en complicado —‌replicó ella.

—De todos modos, si el NIC cooperara con nosotros nos facilitaría mucho el trabajo.

—¿Y no crees que todas las agencias opinan lo mismo del FBI? —‌planteó Stone.

Gross soltó una risa de resignación.

—Supongo que sí.

—Weaver todavía está aprendiendo a manejarse —‌dijo Stone‌—. No quiere que el golpe se produzca mientras él esté al mando. Probablemente esté trabajando sin tomarse ni un respiro y empleando todos los métodos habidos y por haber. Yo no he sido más que uno de ellos.

—¿Y adónde vamos? —‌preguntó Chapman tras unos segundos de silencio mientras recorrían a toda velocidad las calles prácticamente desiertas de Washington D.C.

—Pensilvania —‌respondió Gross‌—. De ahí procedía el arce, de un vivero de árboles cerca de Gettysburg.

—¿Saben que vamos? —‌preguntó Stone.

—No.

—Mejor.

—¿No habría que rodear el sitio de agentes? —‌preguntó Chapman.

—Quienquiera que esté implicado en esto no estará por ahí. Si entramos con la poli los que se han quedado atrás quizá no abran la boca. Quiero unas cuantas respuestas y un poco de finura nunca está de más.

Al cabo de muchos kilómetros traspasaron la verja de la Keystone Tree Farm. La carretera asfaltada conducía a un edificio de una sola planta pintado de blanco con un tejado metálico de color verde. Al fondo se veían varios anexos tanto pequeños como grandes, algunos de los cuales tenían la envergadura suficiente para albergar árboles de quince metros de alto. En el aparcamiento había varias camionetas polvorientas, un utilitario y un todoterreno Escalade negro. Los tres se apearon del Vic y se dirigieron a una puerta en la que rezaba «Oficina».

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