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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

La esquina del infierno (46 page)

BOOK: La esquina del infierno
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Knox reflexionó al respecto.

—Además tiene otro problema.

—Necesita protección.

—Obviamente, pero no la va a conseguir de los hispanos. Ninguno se va a poner de su lado y menos contra un tipo como Montoya. Y los cachas estadounidenses lo más probable es que se mantengan alejados de ella. No les gusta mezclarse en intentos de asesinatos de presidentes. Las penas son muy duras y los federales que van a por ti demasiados. Podría ponerse en contacto con los de Europa del Este, a los rusos no les importa un pimiento quiénes contratan, o quizá con asiáticos de Extremo Oriente.

—Eso significa que tenemos que enterarnos si unos seis o más han entrado en el país en los últimos días. ¿Crees que lo puedes averiguar?

—Hasta en un mal día —‌repuso Knox. Hizo una pausa mirándose las manos‌—. Entonces, ¿cuál es el pronóstico de Alex?

—No muy bueno —‌admitió Stone.

—Es un gran agente y una gran persona.

—Sí —‌corroboró Stone‌—, sí que lo es.

—Nos salvó la vida.

—Lo que significa que tenemos que acabar esto bien. Por él.

Knox se levantó.

—Tendré algo en unas seis horas.

Cuando su amigo se marchó, Stone salió de su casa y paseó por los senderos entre las tumbas. Llegó hasta un banco situado bajo un roble frondoso y se sentó. Ya había perdido a un gran amigo. En cualquier momento podrían ser dos.

Observó una de las lápidas antiguas. Milton Farb yacía bajo tierra en un cementerio no muy lejos de allí. Pronto Alex Ford podría ocupar un lugar similar.

Sería Friedman o él. Ambos no iban a sobrevivir. No después de lo que había hecho la dama.

Sería él quien saldría de esta. O ella. No cabía ninguna otra posibilidad.

91

Habían registrado el despacho de la mujer y no habían encontrado nada. No fue una sorpresa, pues había sido oficialmente despedida y había dejado el lugar, pero cuando registraron su casa en Falls Church tampoco encontraron nada y era evidente que de allí no se había mudado. Lo que quedaba claro era que se había marchado apresuradamente, su plan sin duda trastocado por la rápida reacción del Servicio Secreto una vez avisado por Stone.

Stone y Chapman miraron una vez más por la casa adosada esquinera de tres plantas construida a principios de la década de los ochenta del siglo XX y situada en una esquina, en la que Marisa Friedman había vivido desde el año 2000.

—Ashburn me ha dado un inventario de lo que se llevaron de aquí, apenas nada —‌le dijo Stone a Chapman cuando esta última se sentó en una silla y contempló la habitación‌—. Pero no hay ni una sola fotografía personal ni un álbum de recortes ni anuarios viejos, nada que indique que tenía una familia. Lo ha dejado todo limpio.

—Es una espía, ya se sabe.

—Los espías también tienen una vida —‌repuso Stone con firmeza‌—. Puede que gran parte de su historia sea inventada, pero suelen tener algunos objetos personales.

—¿Qué sabemos de sus orígenes? —‌preguntó Chapman.

—Nació en San Francisco. Hija única. Padres fallecidos.

—¿Cómo?

—En el incendio de su casa.

—¿No pensarás?

—Solo tenía cuatro años, así que no, no creo que los asesinase. Sus padres eran ricos, pero los impuestos estatales se llevaron una buena parte del dinero y, al parecer, los familiares que la acogieron no fueron muy generosos. Aunque no pudieron negar que era lista. Hizo la carrera en Standford. Prosiguió sus estudios en la Facultad de Derecho de Harvard. Posteriormente la reclutó la CIA. Ha sido una de sus principales agentes de campo durante mucho tiempo. La empresa de grupos de presión fue una tapadera brillante. Le permitía ir por todo el mundo recogiendo información sin que nadie reparase en nada.

—Al parecer ninguno de los tuyos reparó en que se había cambiado de bando. Weaver parecía a punto de mearse en los pantalones.

Stone echó un vistazo a la casa adosada de dimensiones discretas.

—No es precisamente una mansión.

—Entonces, todo esto es por el dinero, ¿no? —‌preguntó Chapman con sorna‌—. Me cayó mal desde el primer momento en que la vi.

—Todo esto es por mucho dinero —‌repuso Stone‌—. Mil millones de dólares pueden hacer que cualquiera haga cualquier cosa y deje para más adelante lo de racionalizarlo.

—No puedo creer que la defiendas.

—Lo único que me pregunto es si cuando la encuentre podré aguantarme y no matarla.

—¿Lo dices en serio?

Stone se dio media vuelta.

—Aquí no hay nada que pueda ayudarnos.

—¿Entonces, dónde crees que está?

—Se han revisado todos los vídeos de seguridad de los aeropuertos. Se ha interrogado a todos los agentes de la Seguridad en el Transporte. Se han examinado todos los documentos necesarios en este país para volar. Lo que deja fuera el coche, el autocar o el tren. No tiene un coche a su nombre. Uno de alquiler es demasiado problemático por varias razones. El autocar lo mismo. Además, no veo a una multimillonaria viajando en Greyhound.

—¿Avión privado?

—Lo hemos comprobado. Nada. En verdad, hay algunos huecos en ese terreno y no podemos estar totalmente seguros de que no ha viajado en un avión privado, pero no podemos hacer más.

—Entonces, ¿un tren a algún lugar del norte, a una gran ciudad? ¿De veras crees que ha hecho eso? Pero si piensas que envió a una persona que se parecía a ella en tren a Miami, entonces siempre preferirá mantenerse alejada de una estación de ferrocarril.

—Friedman piensa ocho jugadas por delante. Habrá contemplado el análisis que acabas de hacer, habrá imaginado lo que vamos a pensar y habrá hecho lo contrario.

—Derecha en lugar de izquierda —‌repuso Chapman.

—Lo que significa que llegar hasta ella no va a ser fácil. Y detenerla va a ser todavía más difícil.

Sonó el teléfono. Stone contestó. Joe Knox estaba al otro lado de la línea.

Stone escuchó varios minutos.

—Gracias, Joe, ahora si puedes poner señuelos en tarjetas de crédito, teléfonos móviles … ¿qué? Exacto, sabía que ya habrías pensado en ello. Y todo esto es entre tú y yo, ¿de acuerdo? Bien, gracias.

Miró a Chapman.

—Friedman es todavía mejor de lo que pensaba.

—¿Qué quieres decir? —‌preguntó Chapman nerviosa.

—Pensaba que habría contratado protección en Europa del Este o en Asia.

—Vale, ¿y qué ha hecho?

—Ha contratado a un grupo de Europa del Este y a otro de Asia. Seis y seis.

—¿Y para qué iba a contratar a dos grupos?

—Dos muros entre ella y nosotros. ¿Si uno de los grupos la delata por alguna razón o si Carlos Montoya lo soborna?

—Tiene otro grupo de reserva.

—Y si no me equivoco, mantendrá a cada grupo independiente del otro y quizás incluso no sepan nada el uno del otro.

—Muro interior y exterior. Posición defensiva clásica —‌añadió Chapman.

—Penetramos uno con bajas y todavía tenemos que cruzar otro. Y entonces quizá ni siquiera logremos atravesarlo.

—¿Y dónde están estos tipos ahora?

—En la gran ciudad del norte.

—¿Nueva York?

—Lo que significa que es ahí adonde me dirijo.

—Adonde nos dirigimos —‌corrigió Chapman.

—Mira, yo …

—Bueno, es totalmente imposible que no me lleves contigo.

—No es tu guerra.

—Mira, esa zorra también intentó matarme. Así que no eres el único que se pregunta si va a conseguir no apretar el gatillo.

92

Seis horas más tarde un tipo llamado Ming, uno de los miembros del grupo de guardaespaldas asiáticos de Friedman, se dejó ver. Se trataba de un mercenario muy bien pagado que a veces trabajaba como asesino a sueldo. Nunca se le había podido llevar a juicio, más que nada porque todos los testigos desaparecían. Ming había utilizado la tarjeta de crédito, casi seguro que contraviniendo órdenes, para pagarse el almuerzo en un
deli
del sur del Bronx.

Se trataba de una zona extensa, pero consiguieron delimitarla un poco. No pudieron localizar ningún coche de alquiler entre los guardaespaldas que Friedman podría haber contratado. En el Bronx no había tantos taxis como en Manhattan y no había constancia de que Ming hubiese estado antes en Nueva York, así que lo más probable es que no intentase averiguar cómo viajar en metro. De manera que basándose en todo esto, Joe Knox había asumido que lo más probable es que hubiese ido andando a buscar la comida.

—Imaginemos un radio de seis manzanas con el
deli
como punto central. Supone una gran extensión para cubrir, pero mucho menos que la que teníamos que comprobar antes —‌le explicó a Stone por teléfono.

—Buen trabajo, Joe.

—¿Y quién forma parte de tu partida de caza?

—Harry Finn, Mary Chapman, del MI6, y yo.

—Y yo.

—No, Joe, tú no.

—Alex Ford me salvó la vida. Se lo debo.

—Pensaba que te ibas a jubilar.

—Y me jubilaré, pero cuando esto acabe. ¿Cómo vamos a Nueva York?

—En coche particular. Por lo que sé, Friedman también sabe cómo poner señuelos en los sistemas electrónicos, así que los coches de alquiler están descartados.

—Podemos ir con mi Rover. ¿Cuándo quieres que salgamos?

—¿Estás seguro?

—No me lo preguntes más. ¿Y el resto del Camel Club?

—A Reuben le dispararon. No quiero que Annabelle tenga nada que ver con esto. Y Caleb, bueno …

—Ya me has dicho suficiente.

Partieron a las cuatro de la mañana. Knox conducía. Stone iba de copiloto. Finn y Chapman en el asiento trasero. Stone les había explicado el plan la noche anterior. Excepto Knox, todos iban disfrazados por si Friedman había enviado a alguien a hacer lo mismo que estaban haciendo ellos. Puede que ella hubiese visto a Finn cuando había seguido a Turkekul y Stone no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.

Todos tenían una foto de Ming y Knox también tenía una de Friedman, aunque era poco probable que tuviese el aspecto de antes.

—Un radio de seis manzanas —‌les repitió Stone cuando llegaron a la Gran Manzana, ya completamente despierta, con millones de personas que se dirigían al trabajo. Knox iba a dedicarse a dar vueltas en el coche en cuanto dejase a los otros tres en diferentes puntos del sur del Bronx. La zona en la que estaban no era precisamente Park Avenue, pero todos iban armados y eran muy capaces de cuidarse solos.

Stone hizo su recorrido a pie hasta el
deli
. No necesitaba mirar de nuevo la foto de Ming. Había memorizado cada uno de sus rasgos característicos, el más llamativo, un par de ojos inexpresivos. Stone sabía que si Ming no hubiese sido un asesino a sueldo sería un psicópata y habría hecho lo mismo gratis, pero incluso los psicópatas cometían errores. El de Ming había sido pagar con la tarjeta de crédito un bocadillo de
pastrami
, una lata de cerveza Sapporo y una ración de patatas fritas.

Aunque en el sur del Bronx había muchas zonas aburguesadas de vecindarios florecientes y calles comerciales, también tenía la mitad de los complejos de viviendas de protección oficial del municipio. Y a pesar del nuevo estadio de los Yankees, que había costado mil millones de dólares, un cincuenta por ciento de la población vivía por debajo del umbral de la pobreza. La delincuencia suponía un grave problema y había zonas que era mejor evitar. Stone y compañía se encontraban precisamente en una de ellas.

No obstante, Stone estaba menos preocupado por los delincuentes nacionales que por el grupo de asesinos importados. No dejaba de mirar, pero cuando el sol estaba alto en el cielo y las gotas de sudor le empezaron a caer por el cuello, se dio perfecta cuenta de que para encontrarlos iba a necesitar un pequeño milagro.

Se hallaba a tan solo unas horas de conseguir uno.

Chapman informó de que lo había localizado. Dio la dirección de donde estaba.

—Se dirige hacia el oeste, está cruzando la calle.

Los demás se dirigieron al lugar mientras ella los mantenía informados mediante mensajes de texto.

Envió un último mensaje y después llamó a Stone.

—Acaba de entrar en lo que parece una tienda de maquinaria en … espera un momento. Eh, la calle Ciento cuarenta y nueve Este, eso es lo que pone en el rótulo.

—¿Qué calle la cruza? —‌preguntó Stone.

Chapman les contestó.

—Ahora, ponte a cubierto. Puede que vigilen la calle —‌dijo él.

Ella cruzó la calle y entró en un callejón. Miró hacia atrás, al edificio de ladrillo visto de cuatro plantas.

—Parece que está abandonado —‌dijo por el móvil.

—No te muevas y vigila —‌añadió Stone‌—. Llegaré en diez minutos.

En nueve minutos Stone se reunió con ella en el callejón.

—Knox y Finn vienen hacia aquí desde el otro lado —‌le dijo él. Observó el edificio—‌. ¿Has visto algo más?

—Una silueta en una ventana del tercer piso. No parecía Ming, pero no estoy segura.

Stone examinó la zona y se preguntó por qué Friedman había escogido ese lugar para esconderse. Era evidente que en algunas zonas del sur del Bronx había muchos edificios que nadie utilizaba. De todas formas era una elección extraña, pensó Stone. Pero empezaba a darse cuenta de que Marisa Friedman era mucho más compleja de lo que en un principio había pensado. Y eso que entonces ya pensaba que tenía mucho talento.

Miró al sudeste hacia el East River donde a lo largo de los años se habían arrojado unos cuantos cadáveres. Hacia el oeste se encontraba el río Harlem, más allá el Alto Manhattan y después el río Hudson, donde la Interestatal 95 conectaba la ciudad con Nueva Jersey hacia el sur y Nueva Inglaterra hacia el norte.

—¿Cuál es el plan? —‌preguntó Chapman.

—Nos quedamos aquí sentados y observamos.

—¿Cuánto tiempo?

—El tiempo que tardemos en calcular lo que tienen, quién hay y cómo detenerlos con el mínimo riesgo para nosotros.

—¿Y si avisamos a la policía de Nueva York o al FBI?

Stone la miró.

—Cuando insististe en venir asumí que ibas a hacer lo que yo dijese.

—Y lo voy a hacer, pero hasta cierto punto. Tenemos que hacer todo lo que esté en nuestras manos para capturar viva a Friedman y llevarla a juicio.

—Tú dijiste que te iba a ser difícil no apretar el gatillo.

—Solo lo dije para hacerte sentir mejor. Yo no tengo problema con eso. No merece la pena joderme la vida por ella, pero la cuestión es si tú eres capaz de contenerte y no apretar el gatillo.

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