La estancia azul (24 page)

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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, policíaco

BOOK: La estancia azul
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—Recuerdo que respondió esto: «No, no me cuesta en absoluto. Actúo a diario».

* * *

Media hora más tarde, a las nueve y media, Frank Bishop se estiraba y paseaba su vista por el corral de dinosaurios.

Los miembros de la UCC andaban a medio gas. Linda Sánchez hablaba por teléfono con su hija, quien aún no había roto aguas. Stephen Miller estaba sentado a solas, y repasaba malhumorado notas y apuntes, quizá arrepentido por el error que había cometido con el anonimatizador, y que había supuesto que Triple–X escapara. Gillette estaba en el laboratorio de análisis, repasando lo que había en el ordenador de Jamie Turner. Patricia Nolan estaba en un cubículo contiguo haciendo llamadas de teléfono. Frank Bishop no estaba seguro del paradero de Bob Shelton.

Sonó el teléfono de Bishop y atendió la llamada. Era un patrullero.

Le informaba de que había encontrado el Jaguar de Phate en Oakland.

No había pruebas determinantes que señalaran que el coche era el del hacker pero tenía que serlo, pues la única razón existente para rociar un coche de veinte mil dólares con gasolina y prenderle fuego es la ocultación de pruebas.

Algo de lo que el fuego se había encargado con extraordinaria eficacia, según lo señalado por la unidad de Escena del Crimen: no había pruebas que pudieran interesar al equipo.

Bishop siguió ojeando el informe preliminar de la escena del crimen de la Academia St. Francis. Huerto Ramírez lo había reunido en un tiempo récord pero no había nada que fuera de mucha ayuda. El arma homicida había vuelto a ser un cuchillo Ka–bar. La cinta adhesiva utilizada para amordazar a Jamie Turner era tan común como el agua del grifo y el Tabasco y el amoniaco usados para cegar sus ojos se podían encontrar en cualquier tienda. Habían hallado muchas huellas pertenecientes a Holloway, pero no les servían de mucho habida cuenta que ya conocían su identidad.

Bishop fue hasta la pizarra blanca e hizo un gesto a Miller pidiéndole el rotulador, y éste se lo pasó. El detective comenzó a escribir estos detalles en la pizarra pero cuando empezó a garabatear «huellas» se detuvo.

Las huellas de Phate…

El Jaguar ardiendo…

Esos hechos le causaban resquemor por algún motivo. Se preguntó el porqué, mientras se frotaba los nudillos en las patillas.

Haz algo con eso

Chasqueó los dedos.

—¿Qué? —preguntó Linda Sánchez. Mott, Miller y Nolan lo miraron.

—Esta vez Phate no ha usado guantes.

Phate había anudado una servilleta a su botellín en el Vesta's de Cupertino para ocultar sus huellas. Y en St. Francis no se había molestado en hacerlo.

—Eso significa que sabe que conocemos su verdadera identidad —y luego añadió—: Y está su coche. La única razón que tenía para destruirlo era que supiera que sabíamos que conducía un Jaguar. ¿Cómo lo habrá adivinado?

La prensa no había publicado ni su nombre ni el hecho de que el asesino condujera un Jaguar. Esos datos tampoco habían aparecido en Internet. Todo se había dicho de forma verbal: por el teléfono. ¿Cómo se había adueñado Phate de semejante información?

—¿Crees que hay un espía entre nosotros? —preguntó Linda Sánchez.

Los ojos de Bishop volvieron a la pizarra, donde advirtieron la referencia a Shawn, el misterioso compañero de Phate. Dio un golpecito sobre el nombre y preguntó:

—¿Cuál es el propósito de su juego? Encontrar una forma oculta de obtener acceso a la vida de sus víctimas. Así es como piensa Phate: así es como juega una partida.

—¿Estás pensando que Shawn es un infiltrado, un espía?

Tony Mott se encogió de hombros.

—¿Será un operador de la Central? ¿Un agente?

—¿O alguien en el Departamento de Datos del Estado de California? —sugirió Stephen Miller.

—O quizá —anunció una voz de hombre—, Gillette es Shawn.

Bishop se dio la vuelta y vio a Bob Shelton frente al cubículo del fondo de la sala.

—¿De qué hablas? —preguntó Patricia Nolan.

—Venid —dijo, señalando al interior del cubículo.

Dentro, un texto brillaba en la pantalla de ordenador. Shelton se sentó y comenzó a teclear mientras los miembros del equipo se posicionaban a su alrededor.

Linda Sánchez miró la pantalla. Dijo, con cierta preocupación:

—Estás en ISLEnet. Gillette dijo que no nos conectáramos desde aquí.

—Por supuesto que sí —replicó Shelton con mal humor—. ¿Sabes por qué? Porque tenía miedo de que diéramos con esto —tecleó un poco más y señaló la pantalla—. Es un viejo informe que he encontrado en el Departamento de Justicia en los archivos del condado de Contra Costa de Oakland. Phate borró la copia que había en Washington pero se olvidó de ésta —Shelton dio un golpecito a la pantalla—. Gillette era Valleyman. Holloway y él comandaban la banda de los
Knights of Access
. Ellos la fundaron.

—Mierda —murmuró Miller.

—No —dijo Bishop—. No puede ser.

—También nos ha aplicado a nosotros la puta ingeniería social —les espetó Shelton.

Bishop cerró los ojos, sentía un intenso estremecimiento por la traición.

—Gillette y Holloway se conocen desde hace muchos años —prosiguió Shelton—. Shawn puede ser uno de los nombres de pantalla de Gillette. Recuerda que el alcaide nos dijo que lo pillaron enchufado a la red. Lo más seguro es que estuviera poniéndose en contacto con Phate. Quizá todo esto no ha sido sino un plan para sacar a Gillette de la cárcel. Qué puto hijo de perra.

—Pero Gillette también programó su bot para que buscara a Valleyman —apuntó Nolan.

—Falso —Shelton pasó un impreso a Bishop—. Esto es lo que programó.

Búsqueda
: IRC. Undernet, Dalnet, WAIS, gopher, Usenet, BBSs, WWW, FTP, ARCHIVES.

Buscar
: (Phate o Holloway o «Jon Patrick Holloway» o «Jon Holloway» o Trapdoor) PERO NO Valleyman NI Gillette.

Bishop sacudió la cabeza.

—No lo entiendo.

—Escribió esa petición —aclaró Nolan— de tal forma que su bot recobraría cualquier referencia a Phate, a Holloway o a Trapdoor siempre y cuando no aludiera también a Gillette o a Valleyman. En ese caso ignoraría dichas referencias.

—Él ha sido quien ha estado informando a Phate —continuó Shelton—. Así es como tuvo tiempo de escapar de St. Francis. Y luego Gillette le dijo que sabíamos qué tipo de coche conducía y lo quemó.

—Y recordad que estaba desesperado por permanecer entre nosotros y quedarse —añadió Miller.

—Claro que lo estaba —dijo Shelton—. De otro modo, habría perdido su oportunidad para…

Los dos detectives se miraron.

—…escapar —susurró Bishop.

Corrieron por el pasillo que conducía hacia el laboratorio de análisis. Bishop vio que Shelton había sacado el arma.

La puerta del laboratorio estaba cerrada con llave. Bishop la golpeó pero no obtuvo respuesta.

—¡Llaves! —gritó a Miller.

—¡A la mierda las llaves! —gruñó Shelton y pegó una patada a la puerta, adentrándose en la sala con el arma levantada.

El laboratorio estaba vacío.

Bishop siguió por el pasillo y entró en un almacén en la parte trasera del edificio.

Vio la puerta de incendios que conducía al aparcamiento. Estaba abierta de par en par. La alarma de humos de la barra de la puerta había sido desmantelada tal y como había hecho Jamie Turner para escapar de St. Francis.

Bishop cerró los ojos y se apoyó en la pared húmeda. Sentía la traición dentro de su corazón, tan aguda como el horrible cuchillo de Phate.

Cuanto más te trato, menos te veo como el típico hacker.

Quién sabe, quizá no lo sea…/em>

Luego el detective dio media vuelta y se apresuró a regresar a la parte central de la UCC. Llamó a la oficina de Coordinación de Detenciones y Rectificaciones del edificio del condado de Santa Clara. El detective se identificó y dijo:

—Tenemos un fugado que viste una tobillera de localización. Solicitamos una búsqueda de emergencia. Voy a darle el número de su unidad —consultó su cuadernillo—. Es el…

—Teniente, ¿podría llamar más tarde? —le dijo una voz cansina.

—¿Más tarde? Señor, me temo que no lo entiende. Hemos tenido una fuga. En los últimos treinta minutos. Y necesitamos rastrearlo.

—Bueno, no vamos a poder efectuar ningún rastreo. Todo el sistema se ha venido abajo. Como el Hindenberg. Nuestros técnicos no se pueden explicar las causas.

Bishop sintió un estremecimiento recorriéndole el cuerpo.

—Dígales que ha sido un hacker. Ésa es la causa.

La voz al otro lado del teléfono se rió, condescendiente.

—Señor, me temo que ha visto demasiadas películas. Nadie puede entrar en nuestros sistemas. Llame otra vez pasadas tres o cuatro horas. Nuestra gente dice que para entonces ya podremos volver a operar.

3.Ingeniería social

«[L]o único que abolirá la próxima oleada informática es el anonimato

Newyweek.

Capítulo 00010010 / Dieciocho

Él desmonta cosas.

Wyatt Gillette avanzaba al trote por una acera de Santa Clara bajo la fría llovizna vespertina, sin resuello, con el pecho a punto de estallar. Eran las 8.30 y ya casi había puesto tres kilómetros de por medio entre él y la sede de la UCC.

Conocía el barrio (de hecho, de niño había vivido en una de las casas de los alrededores) y por eso no le pilló por sorpresa ponerse a pensar en el tiempo en que su madre le dijo a un amigo, quien acababa de preguntar al joven Wyatt si prefería el baloncesto o el fútbol: «Bueno, no le gustan los deportes. Él desmonta cosas. Eso es todo lo que le gusta hacer».

Se acercó un coche patrulla y Gillette cambió el ritmo hasta adaptarlo a un paso rápido, mientras procuraba ocultar la cabeza bajo el paraguas que había encontrado en el laboratorio de análisis de la UCC.

El coche se alejó sin reducir su velocidad. Wyatt volvió a acelerar la suya. El sistema de rastreo estatal estaría dos horas cortado pero no podía permitirse perder el tiempo.

Él desmonta cosas

La naturaleza había condenado a Wyatt Gillette a sufrir de una curiosidad galopante que parecía crecer exponencialmente cada año, pero ese don perverso se veía contrarrestado por la frecuente capacidad de satisfacer su obsesión a menudo.

Vivía para comprender cómo funcionaban las cosas y sólo había una forma de saberlo: desmontarlas.

En la casa de Gillette nada estaba a salvo del chaval y de su caja de herramientas.

Su madre llegaba a casa del trabajo y se encontraba al joven Gillette enfrente de su procesador de alimentos, feliz de poder examinar uno por uno sus cuarenta y ocho elementos.

—¿Sabes cuánto cuesta? —le preguntaba indignada.

Ni lo sabía ni le importaba.

Pero diez minutos más tarde había vuelto a armar el aparato y éste funcionaba bien, ni mejor ni peor que como lo hacía antes de su desmembramiento.

Y a cirugía del Cuisinart había tenido lugar cuando él contaba sólo cinco años.

Poco tiempo después, ya había desmontado y vuelto a montar todos los aparatos mecánicos que había en casa. Entendía de poleas, ruedas, piñones y motores. Luego le tocó el turno a la electrónica y durante un año sus víctimas fueron los tocadiscos, estéreos y pletinas.

Los desmontaba y los volvía a montar.

No pasó mucho tiempo antes de que el chico desentrañara los misterios de los tubos de vacío y de las placas de circuitos, y entonces su curiosidad comenzó a acechar como un tigre con hambre renovada.

Y fue ahí cuando descubrió los ordenadores.

En ese momento pensó en su padre, un hombre alto y de pose perfecta, cuyo legado tras tantos años de servir en las fuerzas aéreas era un rapado corte de pelo. Él había llevado al muchacho un día a Radio Shack, cuando Wyatt contaba ocho años de edad, y le dijo que escogiera algo. «Puedes elegir lo que te dé la gana.»

—¿Lo que quiera? —preguntó el chico, que veía cientos de cosas en las estanterías.

Lo que te dé la gana

Escogió un ordenador.

Era la elección perfecta para un chaval que desmonta cosas: pues el pequeño ordenador Trash–80 suponía un portal para la Estancia Azul, que era infinitamente más profunda y compleja y estaba compuesta de capas y capas de pequeñas partículas tan diminutas como moléculas e inmensas como universos en expansión. Era el lugar donde su curiosidad podía vagar sin descanso.

Los colegios, no obstante, tienden a preferir a estudiantes cuya personalidad sea primero acomodaticia y después algo o nada curiosa, y a medida que el joven Wyatt Gillette pasaba de curso empezó a zozobrar más y más. (Por supuesto, era mucho mejor quedarse en casa satisfaciendo su curiosidad
hackeando
o escribiendo programas que pasarse el día en un aula calurosa donde se discutía algún libro que no servía para nada o se aprendía una lengua que nunca iba a utilizar.)

Sin embargo, antes de que tocara fondo, un orientador escolar avispado examinó su caso, lo sacó de ese berenjenal y lo envió al colegio Magnet Número Tres de Santa Clara.

Se suponía que el colegio era un «refugio para estudiantes dotados pero con problemas que residan en Silicon Valley», una expresión que, por supuesto, sólo podía traducirse de una única forma: un cielo hacker. Un día corriente para un estudiante corriente de Magnet significaba pasar de las clases de educación física y de lengua, tolerar las de historia, ser el adalid de las de matemáticas y física, y todo ello mientras uno se concentraba en la única materia que valía la pena: hablar sin parar sobre ordenadores con los compañeros.

Ahora, mientras caminaba por una acera mojada a pocos metros de aquel colegio, le venían muchos recuerdos de aquellos primeros días en la Estancia Azul.

Gillette recordaba con claridad cómo se sentaba en el patio del Magnet Número Tres, donde ensayaba su silbido hora tras hora. Si uno era capaz de silbar en un teléfono fortaleza con tono exacto, podía hacer creer a los conmutadores que él era otro conmutador y recibir como regalo el anillo de oro del acceso. (Todos sabían del Capitán Crunch, nombre de usuario del legendario hacker que descubrió que el silbido producido con ayuda del cereal del desayuno del mismo nombre generaba un tono de 2.600 megahercios, la frecuencia exacta que permitía entrar en las líneas de larga distancia de las compañías telefónicas y hacer llamadas gratuitas.)

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