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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, policíaco

La estancia azul (43 page)

BOOK: La estancia azul
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Y Phate había desarrollado esa misma disciplina y, por eso, aquel día había improvisado.

Había decidido que había demasiadas posibilidades de que Gillette hubiera encontrado sus planes de ataque al hospital cuando se había colado en su ordenador. Así que había alterado un poco sus planes. En vez de matar a varios pacientes en uno de los quirófanos, tal como se había propuesto en un principio, haría una visita a la UCC.

Cabía, por supuesto, la posibilidad de que Gillette acompañara a los policías al hospital, así que le envió un mensaje encriptado que parecía provenir de Triple–X, para que se quedara a intentar decodificarlo.

Decidió que ésa era la solución perfecta. No sólo le suponía un reto entrar en la UCC (acción que valía veinticinco sólidos puntos) sino que, de tener éxito, le brindaría por fin la oportunidad de destruir al hombre que había buscado durante años.

Volvió a mirar a su alrededor, a la escucha. En todo ese espacio inmenso no había otra alma que la de Judas Valleyman. Y contaba con defensas mucho menos férreas de lo que se esperaba. Aun así, no se arrepentía de haberse molestado tanto en los detalles: el uniforme de la compañía del gas, la falsa orden de trabajo para arreglar unas cajas de circuitos, la identificación que tanto le había costado en su máquina de hacer carnés y el tiempo gastado en abrir la cerradura. Cuando uno juega a Access contra un verdadero
wizard
toda precaución es poca, sobre todo si ese
wizard
se refugia en las mazmorras del mismísimo Departamento de Policía.

Y ahora estaba a un paso de su adversario, del hombre cuya muerte Phate había soñado durante días, imaginándosela gratamente.

Pero, a diferencia del juego tradicional de Access, en el que uno extrae el corazón latiente del pecho de su víctima, Phate tenía otra cosa en mente para Gillette.

Ojo por ojo…

Primero golpearía a Gillette en la cabeza con la gran llave mecánica para atontarlo y luego trabajaría en su cabeza con ayuda de su cuchillo Ka–bar. Había robado la idea de Jamie Turner, su joven amigo Trapdoor en la Academia St. Francis. Pues el muchacho le había escrito a su hermano:

JamieTT
: Tío, ¿puedes imaginar algo más terrible que quedarte ciego si eres un hacker?

«No, Jamie, no puedo», respondía ahora Phate en silencio.

Se detuvo junto al cubículo, encogido, escuchando el flujo seguido de golpes sobre el teclado. Tomó aire y se metió deprisa, girando la llave hacia atrás para tener un buen efecto de palanca.

Capítulo 00100010 / Treinta y cuatro

Phate se quedó en medio del cubículo con la llave alzada sobre su cabeza.

—No —susurró.

El sonido de los golpes sobre las teclas no provenía de los dedos de Gillette sino de un altavoz conectado a la terminal del ordenador. El cubículo estaba vacío.

Pero mientras dejaba caer la llave y sacaba la pistola del sobretodo, Gillette salió de un cubículo contiguo y le puso en el cuello la pistola que había tomado del pobre agente Backle, mientras él se apoderaba de la suya.

—No te muevas, Jon —dijo Gillette, y advirtió que el hombre temblaba, no de miedo sino de rabia.

Gillette le revisó los bolsillos y extrajo un disco ZIP, un reproductor portátil de CD Sony con cascos, un juego de llaves de coche y una cartera. Luego encontró el cuchillo. Lo dejó todo sobre el escritorio.

—Eso ha estado bien —dijo Phate señalando el ordenador, cuyos altavoces retransmitían el sonido de un golpeteo frenético sobre un teclado. Gillette pulsó una tecla y el sonido se paró.

—Te has grabado en un archivo .wav, tecleando. ¿Para que yo creyera que estabas aquí?

—Eso mismo.

Phate sonrió con amargura y negó con la cabeza.

Gillette dio un paso atrás y los dos se estudiaron. Era la primera vez que se encontraban cara a cara. Habían compartido cientos de secretos y millones de palabras, pero nunca se habían comunicado en persona, sino en la milagrosa encarnación de electrones que viajaban por hilos de cobre o por cables de fibra óptica.

Gillette pensó que Phate parecía estar sano y en forma para ser un hacker. Estaba un poco moreno, pero Gillette sabía que ese color formaba parte de la ingeniería social y que provenía de un bote: ningún hacker del mundo renunciaría a su máquina por diez minutos de playa. El rostro del hombre parecía divertido, pero sus ojos eran duros como piedras.

—Buen sastre —dijo Gillette, aludiendo al uniforme de mantenimiento. Agarró el disco ZIP que Phate había traído y alzó una ceja interrogante.

—Mi versión del Escondite —dijo Phate. Este era un potente virus que codificaría todos los datos y los sistemas operativos de la UCC, con la salvedad de que no existía manera de decodificarlos posteriormente—. ¿Cómo has sabido que venía? —preguntó a Gillette.

—Pensé que de verdad ibas a matar a alguien en el hospital, pero luego que te preocuparía desconocer si yo había llegado a ver tus notas cuando me había metido en tu ordenador. Y que habrías cambiado de planes. Y que habías enviado a todo el mundo allá y venías por mí.

—Así ha sido, más o menos.

—Te cercioraste de que yo me quedaría al mandarnos ese e–mail de Triple–X. Eso me ha avisado de que vendrías. Él nunca nos hubiera enviado un mensaje, habría llamado por teléfono: estaba demasiado paranoico con Trapdoor, pensaba que podías encontrarlo.

—Bueno, lo he encontrado, ¿no? —dijo Phate, Y añadió—: Está muerto. Ya sabes, Triple–X.

—¿Qué?

—He hecho una paradita por el camino —miró el cuchillo—. Esa es su sangre. Su nombre era Peter C. Grodsky. Vivía en Sunnyvale y trabajaba como programador durante el día en una agencia de créditos. Hackeaba por las noches. Ha muerto cerca de su máquina. De algo le ha valido.

—¿Cómo lo supiste?

—¿Que andabais pasándoos información sobre mí? —Phate se mofaba—. ¿Tú crees que hay una sola cosa en el mundo que no pueda averiguar si me da la gana?

—Hijo de perra.

Gillette acercó el arma y esperó que Phate se acobardara, llorara o pidiera clemencia. No hizo nada de eso. Solamente miró a Gillette a los ojos sin sonreír y continuó hablando:

—En cualquier caso, Triple–X tenía que morir. Era el personaje traidor.

—¿El qué?

—En nuestro juego. Nuestro juego MUD. Triple–X era el chaquetero. Todos ellos tienen que morir: como Judas. O como Boromir en
El señor de los anillos
. El papel de tu personaje también está bastante claro. ¿Sabes cuál es?

Personajes…Gillette recordó el mensaje que acompañaba la foto de la moribunda Lara Gibson. «El mundo entero es un MUD, y la gente que lo puebla son meros personajes.»

—Dime.

—Tú eres el héroe con defectos. Defectos que lo meten en líos. Vaya, y al final harás algo heroico y los salvarás y el público llorará por ti. Pero en cualquier caso nunca llegarás al nivel último del juego.

—¿Cuál es mi defecto?

—¿No lo sabes? Tu curiosidad.

—¿Y cuál es tu personaje? —preguntó Gillette.

—Soy el antagonista, soy mejor y más fuerte que tú y no me frena ningún remordimiento de tipo moral. Pero las fuerzas del bien se alinean contra mí. Y eso lo vuelve todo más difícil…Veamos, ¿quién más? ¿Andy Anderson? Era el sabio que muere pero cuyo espíritu permanece. Obi Wan Kenobi…Frank Bishop es el soldado…

Gillette estaba pensando: «Tendríamos que haber puesto a algún policía protegiendo a Triple–X. Podríamos haber hecho algo».

Otra vez con expresión divertida, Phate miró la pistola que sostenía Gillette:

—¿Te permiten tener un arma?

—La he tomado prestada —respondió Gillette—. De un tipo que se había quedado a hacer de canguro.

—¿Uno que está, pongamos por caso, fuera de juego? ¿Atado y amordazado?

—Algo así.

Phate asintió.

—Y que no te ha visto hacerlo, así que les dirás que fui yo.

—Algo así —respondió Gillette, asintiendo.

Phate rió con amargura.

—Me había olvidado que eras un táctico MUD de los mejores. En los
Knights of Access
tú eras el callado. Pero vaya por Dios, jugabas de muerte.

Gillette se sacó unas esposas del bolsillo. También las había tomado prestadas del agente Backle cuando fue golpeado en la cocina. No sentía los remordimientos que esperaba experimentar por todo ello. Le pasó las esposas a Phate y dio un paso atrás.

—Póntelas.

El hacker las tomó pero no se las colocó en las muñecas. Sólo miró a Gillette durante largo rato. Luego dijo:

—Déjame preguntarte algo: ¿por qué te fuiste al otro lado?

—Las esposas —murmuró Gillette, señalándolas—. Póntelas.

—Venga, hombre —dijo Phate, con pasión—. Tú eres un hacker. Naciste para vivir en tu Estancia Azul. ¿Qué haces trabajando para ellos?

—Estoy trabajando con ellos porque soy un hacker —le cortó Gillette—. Y tú no. Tú eres un asesino que además del cuchillo se sirve de las máquinas. Eso no es ser hacker, no se basa en eso.

—Un hacker vive para el acceso. Para adentrarse tan profundamente como le sea posible en la máquina de otro.

—Pero tú no te detienes en el disco C:, Jon. Tienes que seguir adelante, tienes que adentrarte en el cuerpo —señaló la pizarra blanca con enfado, donde colgaban las fotos de Lara Gibson y de Willem Boethe—. ¿Por qué? Estás asesinando gente. Ellos no son personajes. Ellos no son bytes. Son seres humanos.

—¿Y… No veo la diferencia entre un ser humano y un código de software. Ambos son creados, ambos sirven para un fin y luego mueren, reemplazados por una versión posterior. Dentro o fuera de la máquina, dentro o fuera del cuerpo, no hay diferencia entre una célula y un electrón.

—Claro que hay diferencias, Jon.

—¿Sí? —preguntó, sonriendo—. Piénsalo. ¿Cómo comenzó la vida? Con un rayo que encendió esa mezcla primordial de carbono, hidrógeno, nitrógeno, oxígeno, fosfato y sulfato. Toda criatura viviente posee esos elementos, toda criatura viviente funciona gracias a impulsos eléctricos. En cualquiera de esas funciones, de una forma u otra, encontrarás una máquina. Que funciona gracias a impulsos eléctricos.

Levantó las manos como si lo que estaba diciendo fuera obvio.

—Guárdate esa falsa filosofía para los chavales del chat, Jon. Las máquinas son juguetes maravillosos: han cambiado el mundo para siempre. Pero no están vivas. Y no razonan.

—¿Y desde cuándo razonar es un requisito para la existencia de vida? —se rió Phate—. La mitad de la gente del mundo es idiota, Wyatt. No razonan mejor que un perro amaestrado o que un delfín adiestrado.

—Por Dios, ¿qué pasa contigo? ¿Estás tan perdido en el Mundo de la Máquina que ya no ves la diferencia?

A Phate se le agrandaron los ojos con ira:

—¿Perdido en el Mundo de la Máquina? ¡No tengo otro mundo! ¿Y quién es el culpable?

—¿Qué quieres decir?

—Jon Patrick Holloway tenía una vida real en el Mundo Real. Vivía en Cambridge, tenía amigos, salía a cenar, solía tener citas. Era tan real como la vida de cualquier otro. ¿Y sabes lo mejor de todo? ¡Me gustaba! Él iba a encontrar a alguien, él iba a formar una familia —su voz se quebró—. ¿Y qué pasó? Su Judas, Valleyman, lo vendió y lo destruyó. El único sitio que me quedaba era el Mundo de la Máquina.

—No —dijo Gillette, con enfado—. El verdadero «tú» robaba software y hardware y suspendía el número de teléfono de urgencias de la policía. La vida de Jon Holloway era totalmente falsa.

—¡Pero era ALGO! ¡Fue lo más cerca que estuve de tener vida privada! —Phate tragó saliva y, por un segundo, Gillette pensó que iba a echarse a llorar. Pero el asesino controló sus emociones deprisa y, con una sonrisa, señaló dos teclados rotos que estaban tirados en una esquina—. ¿Solamente has roto dos?

Se echó a reír. Gillette no pudo evitar una sonrisa.

—Sólo llevo aquí un día y medio. Dame un poco de tiempo.

—Recuerdo que decías que nunca podrías pulsar las teclas con suavidad.

—Hace unos cinco años estaba
hackeando
y me rompí el dedo meñique. No me enteré. Estuve tecleando dos horas más. Hasta que vi que la mano se me había puesto negra.

—¿Cuál es tu récord de permanencia? —le preguntó Phate.

—Una vez estuve treinta y nueve horas seguidas frente al ordenador —recordó Gillette.

—El mío es de treinta y siete —confesó Phate—. Podría haber estado más pero me quedé dormido. Cuando desperté no pude mover las manos durante dos horas. Tío, hicimos unas cuantas cosas potentes, ¿eh?

—¿Te acuerdas de aquel tipo —dijo Gillette—, el que era general de las fuerzas aéreas? Lo vimos en la CNN. Decía que la página web de reclutamiento era más segura que Fort Knox y que ningún golfete podría colarse en ella.

—Y nos metimos dentro de su WAX en, ¿cuánto tiempo?, ¿diez minutos?

Los jóvenes hackers habían colgado en la web anuncios de Kimberly Clark: reemplazaron con anuncios de cajas Kotex todas las excitantes fotos de bombarderos y de jets.

—Eso estuvo muy bien —dijo Phate.

—¿Y te acuerdas cuando convertimos la línea telefónica de la oficina de prensa de la Casa Blanca en un teléfono público?

Estuvieron un rato en silencio. Finalmente, Phate dijo:

—Vaya, tío, piensa en lo que podríamos haber hecho juntos. Tú eras mejor que yo, sólo que descarrilaste. Te casaste con aquella chica griega, ¿cómo se llamaba? Ellie Papandolos, ¿no? —miró a Gillette muy de cerca cuando pronunciaba ese nombre—. Os divorciasteis pero sigues enamorado de ella, ¿no? Lo puedo ver en tu cara.

Gillette no dijo nada.

—Tío, tú eres un hacker. No tienes nada que hacer con una mujer. Cuando las máquinas son tu vida no necesitas una amante. Sólo te retienen.

—¿Y qué pasa con Shawn? —contrarrestó Gillette.

Su cara se ensombreció.

—Eso es distinto. Shawn entiende perfectamente quién soy. No hay mucha gente que lo haga.

—¿Quién es él?

—Shawn no es problema tuyo —dijo Phate con agresividad y un segundo después volvía a sonreír—. Venga, Wyatt, trabajemos juntos. Sé que deseas que te cuente lo que pasa con Trapdoor. ¿No darías lo que fuera por saber cómo funciona?

—Sé cómo funciona. Husmea paquetes para desviar mensajes. Y luego te sirves de la esteneanografía para insertar un demonio en el paquete. El demonio se activa nada más entrar en el nuevo sistema y restablece los protocolos de comunicación. Se oculta en el programa del Solitario y se autodestruye cuando alguien se pone a buscarlo.

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