El día anterior, el propio Marlow Craftsman en persona había despedido sin contemplaciones a Asunción, a Gaby, a Berta y a María y había cerrado la oficina de
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de un portazo seco que sonó igual que un disparo de escopeta. No hubo indemnización ni valor para exigirla. Las chicas, derrotadas, se llevaron lo poco que pudieron salvar de la quema: se repartieron algunos libros, se quedaron con las tazas de café como recuerdo, con los manteles de croché, que, al fin y al cabo, sólo servían para cubrir aquella fotocopiadora y que no hubieran podido utilizarse para ninguna otra mesa convencional, la mecedora de Berta, los tiestos de los rosales y otros objetos personales que colocaron en tristes cajas de cartón.
Asunción fue la encargada de bajar los plomos y cortar el gas. Llevó a cabo aquella misión con lágrimas en los ojos. Gaby desconectó los ordenadores, ya pasaría alguien a recogerlos y enviarlos a Inglaterra, los vació de datos, de recuerdos, de experiencias. María se ocupó de cla sificar las cajitas de zapatos llenas de facturas y los archivos inservibles, mentirosos, para que pasaran a formar parte del sumario de la investigación del fraude. Berta no tuvo corazón para soportar el desahucio, se limitó a llevarse de allí a los niños de María a primera hora, antes de que llegara su madre y se los encontrara cubiertos de mocos y de toses. Bajó por las escaleras con un gemelo en brazos, otro de la mano y la pequeña Lucía saltando por los escalones, cantándoles una nostálgica balada que hablaba de unos pastores que se iban para las montañas y no sabían cuándo regresarían a casa.
Iba cabizbaja, llorosa, arrastrada.
Manchego estuvo a punto de salir corriendo detrás de ella y mandarlo todo al carajo, pero al final le venció la sensatez y se limitó a permanecer en pie, quieto, en un rincón, durante las dos horas que pasaron las chicas deshaciendo la oficina, en su puesto, vigilando el proceso junto a su cliente, Marlow Craftsman, cumpliendo impasible con su deber de policía.
Después escoltó al caballero hasta su hotel, el Ritz, y se despidió de él hasta el día siguiente a primera hora de la mañana, cuando, tal y como habían previsto, saldrían rumbo a Granada en un coche alquilado, con Berta, para que hiciera de traductora, y María, para que hiciera de cebo.
—Exactamente, señora Craftsman —repitió Berta por enésima vez—, María es el cebo, sí, y tiene que venir con nosotros para atraer a Barbosa y poder pillarlo con las manos en la masa, ¿lo comprende? Ella es la única que puede testificar contra el ladrón y es de suponer que él tratará de encontrarla para callarle la boca.
—¿Callarle la boca? —se maravilló Moira.
—Hacerle daño, sí —reconoció Berta—. Amenazarla, darle una paliza o incluso matarla.
—Así que nos están poniendo a todos en peligro —apun tó indignada la inglesa—, trayendo a Granada, en este coche, al cebo. Muy inteligente, sí, señor.
Marlow Craftsman se revolvió en su asiento. Moira tenía cierta razón en su razonamiento. El hecho de llevar a María en su propio coche era un riesgo que él no había calculado. Nervioso, miró por el retrovisor. La carretera venía cargada de coches.
—César conduce una Harley Davidson —informó María, consciente de la repentina preocupación de Craftsman—. Es fácil de identificar. Suele llevar una cazadora de cuero con el logo en naranja y botas de punta metálica. No saben ustedes lo que duele una patada con esas botas. Parece que se te van a romper en trocitos todas las costillas a la vez.
—Qué hijoputa —dijo Manchego entre dientes.
Berta abrazó a María con más fuerza todavía. Moira abrió la ventana, sacó la cabeza y respiró el aire helado de diciembre. Por alguna extraña razón, en lugar de frío, ella sentía un calor agobiante. Los huevos Benedictine estaban revolviéndose en su estómago, adoptando la forma de una náusea monumental.
—No me encuentro muy bien —consiguió pronunciar antes de que se le llenara la boca de vómito.
Como tenía la ventana abierta, la vomitona fue a caer directamente sobre María y, por extensión, sobre Berta, que la tenía agarrada como una madre sobreprotectora.
Tuvieron que parar en medio del campo, el coche a un lado de la autopista, las ovejas pastando, un molino de viento en lo alto de una colina lejana, y mientras Moira, avergonzada, se disculpaba en inglés, abría su maleta, sacaba un pañuelo de seda, una botella de agua mineral, un par de camisas limpias —«no miren ahora, señores, por favor, tápense los ojos, que vamos a cambiarnos de ropa en la cuneta»—, por detrás del coche, a la velocidad del rayo, sin ser vista, pasó una Harley Davidson con un delincuente llamado Barbosa al volante, camino de Granada, donde pensaba culminar sus actos criminales agarrando a María de los pelos y llevándosela con él a una isla del Pacífico donde nadie, jamás, podría encontrarlos. Ya tenía los billetes. Ya tenía el dinero en una bolsa. «Despídete de tus hijos —pensaba decirle—, porque no volverás a verlos. O eso o la muerte. Tú decides». Y ella, seguro, tomaría la decisión acertada: la de escaparse con él, a pesar de saber que a partir de ese momento pasaría a ser propiedad de su verdugo, objeto de sus palizas, esclava de sus deseos. Cosa, animal, recipiente.
Había sido sencillo seguirle la pista a María. Bastó con darle un susto de muerte a la señora Susana en el descansillo oscuro de su casa de la calle del Alamillo para que le confesara que Berta le había dejado las llaves de su casa pidiéndole, por favor, que le regara las plantas, porque, según le contó, tenía que marcharse unos días a Granada con María y con otra gente, no sabía con quién, eso no se lo dijo, para resolver un asunto y tardaría unos días en volver.
—Manchego —le había advertido Berta al inspector en el coche, después de hablar por el móvil con la angustia de la señora Susana, que le contó atropelladamente la historia de su encuentro con Barbosa—. Barbosa viene de camino.
—Entiendo —había respondido él sin querer mirarla a los ojos.
A Soleá la llamó Berta por la noche y le contó con todo lujo de detalles lo que había ocurrido en las últimas horas. Que María había confesado, que Barbosa era el mayor hijo de puta de la historia, que míster Craftsman en persona había despedido a todo el mundo, que habían cerrado la oficina —«tus cosas las tiene Asunción, no te preocupes, que están en buenas manos»—, y, sobre todo, que al día siguiente, a primera hora de la mañana, saldrían para Granada María, Manchego, los Craftsman y servidora, dijo, con la intención de recuperar a Atticus y llevárselo de vuelta a Inglaterra.
La mezcla de emociones que se revolvieron en el alma de Soleá inexplicablemente se condensaron en una sola: el corazón partido. Igual que un médico toca a su paciente en diversos puntos de su cuerpo enfermo mientras le pregunta «¿le duele aquí?» hasta encontrar el foco de la infección, Soleá fue presionando las teclas de sus emociones: la traición de María, el trabajo perdido, el futuro incierto, y, asombrada, comprobó que el auténtico dolor, el epicentro de su angustia, donde de verdad escocía, palpitaba, se retorcía, gritaba y moría, residía precisamente en aquella diminuta partícula de su corazón que pertenecía a Atticus Craftsman. Notó cómo el resto de sus preocupaciones se diluían en el limbo de lo reparable mientras que la idea de existir sin Atticus se le hacía insoportable.
Pasó la noche en vela, empapada en sudor, dando vueltas sobre el colchón de muelles al que se había ido a echar sólo porque él había dormido allí, asomada a ratos a la ventana, tratando de escuchar a lo lejos las notas de su guitarra, su acento extranjero, su risa de niño, recordando el beso, la playa, el color del mar, el olor, el sabor, el color, la suavidad, la mano abierta sobre su vientre, el calor.
Se levantó empapada, bajó a desayunar y aún era de noche.
La abuela Remedios, que no dormía nunca, la estaba esperando despierta, apoyada en los cojines de su cama de moribunda, pero, al contrario de lo que venía siendo su estado físico últimamente —los quejidos, los llantos, los llévame Virgen del Carmen, llévame Niño Jesús, los ¡ay, qué dolor!, los desmayos y otros suplicios—, que Soleá hasta había rezado para que el Señor se llevara a su abuela pronto de este mundo, que no sufriera más, que descansara en paz, la Remedios estaba más tiesa que una estaca y lucía una sonrisa en la cara que le cruzaba de oreja a oreja.
—Soleá, ven
pa’acá
—la llamó en voz baja para evitar que se despertaran los hijos, nietos y sobrinos que aguardaban su muerte junto a la cama y que se turnaban para velarla por las noches.
La lumbre estaba encendida. Toda la casa estaba dormida y en silencio.
—Chiquilla, pareces un alma en pena —dijo en susurros cuando la nieta se tumbó a su lado—. Estás temblando, tienes los pies fríos y caminas encorvada. ¿Es que por fin te has dado cuenta?
—¿Cuenta de qué, mama Remedios?
—Pues de qué va a ser, Soleá, de que estás enamorada de Tico. Desde el día que lo conociste, desde que lo trajiste a esta casa, desde que cruzaste la primera risa con él, desde que bebisteis los dos del té de la Candela, desde que saltaste por la ventana para no encontrártelo de frente, chiquilla, si eso no es amor que venga Dios y lo vea.
Soleá bajó la vista. La sábana blanca era rosa por efecto del fuego; las manos de la abuela, caminos profundos; sus ojos, dos espejos que habían visto tanto; sus palabras, verdades que se clavaban como cuchillos.
—Pero yo no…
—Tú no lo sabías, por supuesto. A veces, la interesada es la última en darse cuenta. En cambio, él, el Tico, ése lo sabe desde el primer minuto. No se habría venido a Granada detrás de ti si no lo supiera, no se habría pasado días enteros en esta casa, pelando las habichuelas, no habría aprendido a tocar la guitarra, no habría subido a pie desde la playa, que estuvo caminando tres días y dos noches, que me lo contó, sólo para estar a tu vera. Ése sí lo sabe, Soleá, pero es inglés, hija, y no entiende que aquí las cosas se hacen distinto. Que uno puede llegar una noche a la casa del padre y raptar a la novia, y llevársela al pajar, y hacerle un hijo, que es lo que me hizo a mí tu abuelo, y romperse la camisa, y darse golpes de pecho, y luchar por ella, a puñaladas, si no le dejan a uno casarse por ser tratante y no tener fortuna, y llevársela del pueblo, en volandas, echarse al monte, amarla con furia, con ternura, con deseo. El Tico es de otra pasta. Parece que no quiere ensuciarse la ropa, Soleá, pero en realidad está deseando devorarte. Se lo veo en los ojos cada vez que bajas por esa escalera y pasas de largo. Cómo se le enciende todo el cuerpo al verte llegar y cómo se le apaga cuando te vas.
Soleá recibió esta ducha caliente de verdades como puños en silencio, los ojos concentrados en contarle las arrugas a las manos de la abuela, y supo que la Remedios, que era una experta en las emociones humanas, tenía más razón que un santo.
—¿Y qué hago ahora? ¿Cómo le digo que estoy enamorada de él después de lo malísimamente que me he portado con él?
—Tú no tienes que decirle nada, niña. Tú calladita, calladita, que el hombre es el que ataca y la mujer la que se rinde. A ninguno le gusta pensar que lo atraparon. Tú déjamelo a mí. Dile que me estoy muriendo, que venga a verme, que de esta noche no paso.
—¡Ay, mama Remedios, no me asustes!
—Pero si es mentira, Soleá, chiquilla, que pareces boba. ¿Tú no te has dado cuenta de que llevo tres meses metida en esta cama, más sana que una guayaba, esperando a ver si te decidías a conquistar al Tico?
Soleá no podía creer lo que estaba oyendo. La Remedios tenía una sonrisa beatífica en la cara, como si fuera lícito darles a todos el susto de muerte de su muerte. Que habían venido los primos de Antequera, que dormían a trompicones, que no se separaban de su vera, no fuera a ser que el Señor fuera a buscarla de noche, sin avisar.
La abuela salió de debajo de las sábanas, arrugada y chiquita como era, los pelos revueltos, el camisón desgastado de tantas vueltas en la cama. Dijo: «¡Qué alivio, Soleá, me iba a dar algo ahí metida, qué mal cocina tu madre, chiquilla, menos mal que vuelvo a dirigir los fogones, que nos iba a matar a todos de hambre mi Manuela!».
Alguno de los primos que dormitaba en el salón se agitó en su sueño. El fuego crepitaba en la chimenea y la Remedios hacía estiramientos, como una auténtica maestra de yoga.
—No me mires así, que te has quedado alelada —le dijo a la nieta—. Vete a buscar al Tico y dile que me estoy muriendo, anda. Y que antes de diñarla le tengo que contar una cosa muy importante. Un secreto muy gordo que no quiero llevarme conmigo a la tumba.
La Remedios, después de los estiramientos, regresó a su hueco en el colchón, se tapó con las sábanas hasta la nariz, puso ojos de enferma, gritó: «¡Virgen del Carmen, llévame pronto!», y una prima lejana se despertó por fin de su sueño profundo, se acercó al lecho de muerte, le tocó la frente, pensó que fiebre no tenía, y le preguntó si tenía ganas de desayunar alguna cosa.
—Unas migas con torreznos y huevo frito —respondió la Remedios, que, eso sí, podía estarse muriendo, pero no había perdido ni una pizca de su extraordinario apetito.
Soleá, de memoria, sólo se sabía el padrenuestro y el avemaría. El resto se lo inventaba según lo requería la ocasión: «Virgen del Carmen, patrona de los marineros, sálvame de este naufragio», o «Sagrado Corazón de Jesús, ten corazón», oraciones muy poco litúrgicas pero muy sinceras, eso sí, porque ella no era de las que sólo se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena, no, Soleá daba gracias a Dios todos los días por todo lo bueno: su madre, su abuela, sus hermanos, los cincuenta miembros de su familia extendida, sus compañeras de
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, su trabajo, su piso de Madrid y hasta las papas aliñás que hacían en el bar de la esquina. Y de un tiempo a esta parte, también los ojos verdes de Atticus Craftsman cuando se le clavaban por la espalda.
Según avanzaba por la callecita empinada que terminaba en la cueva de la Dolores iba rezando en voz baja, sin percatarse de que una lluvia fina, llanto de ángeles, le estaba empapando el pelo y rizándoselo, y mojándole el dobladillo de la falda larga, y los tobillos. Le pedía a la Virgen María —porque tú eres mujer y me vas a entender mejor que los otros— que le echara una mano en el callejón sin salida de su amor por Atticus Craftsman, inglés, descolorido, torpe y nadita religioso, cosa que el pobre no había podido evitar, naciendo donde había nacido, hazte cargo, Virgen María, una familia de protestantes agnósticos, a pesar de que la abuela Remedios le tenía ya medio convencido de la existencia del cielo, porque le había dicho que era lo mismo que pasar la eternidad tomando el té con Soleá.