—Mama Remedios, despierte a Soleá, que esto es importante.
La Remedios salió corriendo disparada, convencida de que aquellos dos ingleses tan formales habían venido a pedir la mano de su nieta y, a falta de padre vivo que diera su aprobación, habría que llamar también a Tomás y a Manuela para que fueran testigos del acontecimiento.
—¡Soleá, Soleá, Manuela, Tomás! ¡Bajarse al patio todos!
—¿Qué es lo que pasa, abuela? —preguntaron varias voces roncas asomadas a las ventanas.
—¡Que ha venido el Tico para el apalabramiento!
Atticus escuchó aterrado aquel grito de la abuela. No era su intención demostrar públicamente su amor por Soleá: no era ése el motivo de su visita mañanera. La realidad —que ahora le parecía mezquina— era que, ante la negativa de su padre a sufragar los gastos de
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, se le había ocurrido la idea de contarle la historia de Hemingway.
Atticus había creído encontrar la solución a los problemas de la revista en aquel viejo secreto familiar, que podía ser aireado a los cuatro vientos, a los cinco continentes, dando crédito y renombre a
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: «Encontramos a la hija desconocida y nunca reconocida de Hemingway», diría el titular. «La anciana, Remedios, vive en una casa andaluza del Albaicín de Granada, rodeada por su numerosa familia, muchos de ellos nietos o biznietos del famoso escritor norteamericano».
La diferencia entre aquel plan miserable y el glorioso proyecto de arrodillarse ante Soleá y declararse delante de su propio padre y de toda la familia Heredia era tremenda. Pero cuando tuvo enfrente a la atónita Soleá del pelo revuelto y los ojos brillantes y detrás al resto de los miembros del clan, no le cupo la menor duda de que la abuela estaba en lo cierto: de que aquella visita no tenía otra razón de ser que la de quedarse con Soleá para siempre.
Atticus se desabrochó la camisa. Clavó la rodilla en tierra, agachó la cabeza, cogió la mano de Soleá entre las suyas y dijo en un español con acento londinense:
—Soleá, he venido a tu casa con mi padre de testigo. ¿Quieres ser mi novia?
—Así no se hace, Tico —dijo ella—. Es tu padre el que tiene que pedírselo a mi hermano.
El Tomás salió de detrás de un grupo de primos, con los brazos abiertos y la sonrisa muy ancha. Dado que Marlow Craftsman era incapaz de pronunciar una sola palabra en español, se decidió por unanimidad saltarse el trámite de las formalidades. Marlow recibió aquel abrazo con sorpresa, sin comprender muy bien a qué venía todo aquello.
Después, las hermanas de Soleá y sus primas comenzaron a dar palmas y a cantar una coplilla que decía: «¡
Ali ali oh! ¡Ali ali oh! Ali, ali, ali se la llevó
», y a bailar alrededor de los novios.
El Arcángel, que se percató de la palidez de Marlow, se le acercó por detrás y en un rudimentario inglés de comerciante avispado le sopló al oído: «
Mi prima woman, su hijo man
», para que el hombre, al menos, pudiera participar del jolgorio general con conocimiento de causa.
Marlow, con los ojos desorbitados, se sentó en un escalón, junto a una tinaja muy vieja. Sacó un pañuelo de seda del bolsillo para secar la frente del sudor que la cubría y se puso a pensar en cómo iba a contarle aquello a Moira sin matarla del susto.
Entonces fue cuando la abuela Remedios se sentó a su lado.
—Mire
usté
, míster
Crasman
—dijo la Remedios, a pesar de que sabía perfectamente que Marlow no la entendía—, mi Soleá no tiene dote ninguna. Lo único que hay para repartir entre todas las niñas es esta casa y lo poquillo que nos queda de lo que nos pagó mi Arcángel cuando le compró las tierras a mi Manuela. Pero a mí me da mucho coraje concedérsela así, con una mano detrás y otra delante, y se me ha ocurrido una idea.
Usté
es editor, le gustan los libros, y los escritores, y esas cosas, ¿no?, pues véngase conmigo para arriba que le voy a enseñar algo.
La abuela cogió a Marlow Craftsman de la mano y tiró de él con fuerza hasta que logró levantarlo. Luego lo llevó a tirones y a empujones adentro, atravesando la sala, remontando los tres tramos de escaleras estrechas, hasta la puerta del desván, la cual abrió con una llave que llevaba colgada al cuello.
El techo estaba inclinado y la luz entraba por un ventanuco abierto a la altura del suelo. Había muebles, colchones, lámparas, libros y telarañas. Se notaba que allí se subía a menudo, pero que no se limpiaba jamás.
Remedios se inclinó sobre un arcón de madera forrado de terciopelo y cerrado con otra llave que también llevaba al cuello, junto con una decena de medallas de una decena de vírgenes.
A esas alturas, Marlow Craftsman no sabía qué pensar. A través de las paredes se filtraba el griterío que se había formado en el patio, las palmas, los taconeos y las alegres canciones, y allí estaba él, a solas con aquella anciana solemne, que hacía girar la llave de lo que a todas luces parecía un sarcófago. Lo mismo podía contener un tesoro que el esqueleto de algún familiar insepulto. Una momia, sí, con pelos y dientes, y la ropa hecha jirones.
La cerradura cedió, la tapa se abrió con un lamento agudo y Remedios se apartó para que Marlow pudiera contemplar el contenido de su más preciado secreto.
—Estas cosillas eran de mi padre, el Hemingway —dijo—. Mi madre se las quedó de recuerdo. No fue un robo —le aclaró—, él se las dio para que las echara a lavar y luego, cuando ella fue a devolvérselas, le dijo que no las quería ver más, que le recordaban a la guerra, que las quemara. Pero ella no las quemó, porque estaba un poquillo
enamorá
. Y luego ya, cuando supo que estaba encinta y se fue de la casa, pues se las trajo para acá, las metió en este cajón y no le dijo nada a nadie.
Marlow se agachó junto a Remedios. A ella le rodaban dos lagrimones por las mejillas. Ceremoniosamente, la anciana le mostró la casaca de un uniforme de soldado de la Primera Guerra Mundial, que llevaba cosido en la solapa el nombre de Ernest Hemingway. Ante la cara de asombro de Craftsman, Remedios encontró las dos palabras que buscaba:
—
My father
—dijo.
Después continuó sacando el resto del uniforme: pantalón, calcetines, botas y hasta una pistola oxidada. Por último, le tendió una libreta muy vieja, con las tapas de cuero y la letra famosa del famoso escritor.
Marlow pasó las páginas una a una; más de cien.
Sobrecogido, comprendió que lo que tenía entre sus manos de editor ansioso no era otra cosa que el diario íntimo, secreto e inédito de Hemingway, con anotaciones, dibujos, pensamientos, poemas, relatos y hasta versos de amor. En la última página descubrió la clave del misterio en un nombre de mujer atravesando un corazón: Macarena.
—
My mother
—le aclaró Remedios.
En el fondo del arcón había una pequeña fotografía en blanco y negro de una mujer muy joven y muy bonita que tenía ojos de cierva, pelo moreno y sangre gitana. Iba vestida con una falda larga, una mantilla negra y un delantalillo blanco, y con mucha picardía se levantaba el refajo de la falda por encima del tobillo. «La tomó él —pensó Marlow—, la fotografió Hemingway en persona cuando estuvo en Granada por primera vez. Se refirió a ella en infinidad de relatos y nunca supimos en quién pensaba cuando describía a España con atributos de mujer».
—Me lo contó mi madre cuando tuve edad para comprenderla, cuando ya se murió mi padre, pobrecico, porque no quiso que lo mirara diferente si sabía la verdad, que no era hija suya de sangre, sino de este otro señor, Hemingway, al que no había visto en mi vida. Me dijo que lo quiso de veras, como se quiere al primer amor, ese que no se olvida por muchos años que pasen, y que muchas veces, sin que yo me diera cuenta, intentaba encontrar en mis rasgos algunos de él. La barbilla cuadrada, la mirada de fiera. Poco más. Al final, lo más gordo lo heredó mi Soleá, para sorpresa de su padre, Pedro Abad, que no se explicaba de dónde salían los ojos azules de la niña en medio de dos familias que no habían salido nunca del negro azabache. Así que tuve que contárselo a él también, y a mi Manuela. Le dije: «Niña, tú no eres nieta de tu abuelo, sino del Hemingway, pero no se lo digas a nadie por la gloria de mi madre». Luego, mi Soleá, un día que la castigaron
encerrá
en el desván, abrió el arcón la chiquilla, y se encontró con todo esto. No entendía nada la criatura. Me preguntaba: «¿De quién era el uniforme, mama?». Y yo le respondía: «De tu abuelo». «¿Quién escribió las poesías, mama?». Y yo le decía: «Yo». Y como ella era muy chica, que todavía no sabía leer ni escribir, pues se lo creía.
Marlow no comprendía ni una palabra de la perorata de Remedios. Lo que sí sabía era que aquél era un tesoro de interés descomunal, de precio incalculable y de consecuencias impredecibles.
La historia de los amoríos de Hemingway y Macarena debía ser contada. Alguien tendría que investigar aquello, que analizar una a una las palabras del escritor, el contexto y la situación en la que fueron escritas, los efectos de aquel amor apasionado en la posterior obra literaria y en el espíritu indómito del autor. Habría que revisar toda su obra desde una perspectiva diferente, con los nuevos datos aparecidos, y, por supuesto, habría que publicar aquel diario en facsímil, con anotaciones a pie de página, colaboraciones de biógrafos y eruditos. Habría que acordar con un museo importante la exhibición del hallazgo detrás de una vitrina, reeditar la obra completa del escritor, presentar a Remedios en sociedad, como hija ilegítima de uno de los grandes genios de la literatura universal, y, por extensión, a la familia entera, incluidos el Arcángel, el Potaje, la tía Consuelos y los diecisiete primos de Antequera. Habría que buscar a la familia de Granada en cuya casa se alojó el escritor y concibió a Remedios. Había tanto que hacer que probablemente se necesitaría un equipo completo de investigadores a tiempo completo durante varios meses o varios años.
El equipo debería estar formado por españoles, claro, por aquello del idioma y las dificultades que llevaba consigo el problema de que la familia Heredia era poco ducha en la lengua inglesa. Gente de total confianza, capaz de guardar a capa y espada un secreto de las dimensiones de éste, competente, con conocimientos de literatura, discreta y comprometida de manera personal con la editorial Craftsman hasta el punto de considerarse parte implicada en su éxito o en su fracaso.
Gente como Berta Quiñones, Asunción Contreras, Gabriela Fernández y Soleá Abad Heredia. Las chicas de
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.
Y también, claro está, un hombre fuerte de Craftsman&Co al frente del proyecto. Un joven con futuro, con ganas de demostrar su valía. Alguien que no podía seguir sentado esperando a que Bestman se jubilase para labrarse un porvenir en el mundo de los libros: su hijo Atticus, claro que sí; nombrado mentalmente, en ese mismo instante, jefe del nuevo equipo de operaciones especiales y secretas de Craftsman.
¿Quién mejor que él conocía al dedillo el alma de la familia Heredia y sabía acariciarla con suavidad y ternura? ¿Quién era capaz de llegar al corazón de Remedios? ¿Quién, en definitiva, iba a ser el padre de los tataranietos de Hemingway?
—Pues ésta es la dote de mi Soleá, ea —resolvió Remedios—. Puede hacer
usté
lo que le venga en gana con estas cosas. Como si quiere llevárselas a Inglaterra.
Marlow hubiera querido explicarle a la anciana que aquél era un tesoro literario cuyo valor excedía seguro sus expectativas. Que no había dinero en el mundo para corresponderla, que le haría llegar puntualmente los
royalties
por derechos intelectuales, que sería rica, que sería famosa, que la memoria de su madre sería ensalzada y el apellido Heredia pasaría a la historia unido para siempre al de Hemingway.
Pero, en lugar de todas aquellas palabras atropelladas que dichas en inglés hubieran resultado incomprensibles para la abuela, se decidió por el lenguaje universal de las lágrimas compartidas.
Marlow Craftsman y Remedios Heredia se fundieron en un abrazo sólido, capaz de traspasar fronteras, formalidades, culturas, distancias, explicaciones y convenciones. Así los encontraron Atticus y Soleá después de un rato de buscarlos por toda la casa: inexplicablemente abrazados en el suelo del desván.
Cuando Moira Craftsman logró recomponerse de los excesos de la sesión amatoria y devolver la dignidad a su aspecto inmaculado, recordó que aquella noche había vuelto a soñar con Atticus. Esta vez no se trataba de una olla de agua hirviendo, sino de una parihuela hecha con palos y cosida con cuerda de atar carne, en la que los indígenas arrastraban a su hijo fuera de la selva y él, enfermo, febril, con los ojos desorbitados y empapado en sudor, gritaba: «¡El amor, el amor!».
Sus dotes analíticas y la lectura compulsiva de
La interpretación de los sueños
de Freud la condujeron hacia la única conclusión posible: Atticus no pasaría este año las Navidades en la casa de Kent, sino en el corazón de las tinieblas granadino, adoptado por la exótica tribu de primos Heredia, sus zambombas, villancicos, procesiones y vigilias. No comería
roast beef
y
Christmas pudding
, sino potaje y mazapanes. No pasaría la mañana escuchando el concierto de la Filarmónica de Berlín, sino durmiendo la mona de la noche anterior, y no recibiría una nueva gabardina Burberry como regalo de Navidad, sino la discografía completa de Camarón de la Isla.
Encendió el teléfono, marcó un número. Esperó.
—¿Holden, cariño?
—¿Mamá?
—Te llamo porque por fin he podido conocer los planes de tu hermano para estas Navidades. No sabes cuánto siento haber tardado tanto —se excusó—. La cuestión es que finalmente puedes acomodar a tus suegros en la habitación de Atticus.
—¿Lo habéis encontrado?
—Sí.
—¿Está bien?
—Perfectamente —logró articular con voz temblorosa.
Y colgó rápido, no fuera a ser que Holden se empeñara en seguir haciendo preguntas incómodas.
En efecto, aquellas Navidades fueron diferentes para todos: Marlow y Moira Craftsman regresaron a Inglaterra en un avión de Iberia y probaron, por primera vez en su vida, el pulpo a la gallega con pimentón, plato que el resto de los pasajeros (españoles) devoraron entusiasmados y ellos masticaron con prevención antes de escupirlo en la servilleta.
Manchego invitó a Berta a Nieva de Cameros y se la presentó a sus padres en calidad de novia oficial, lo cual les rompió los esquemas: o aquella mujer tenía algún encanto oculto o el repentino amor de su hijo hacia una cincuentona más bien feílla era el resultado de algún hechizo de bruja. Mejor no pensar en cuáles eran los encantos ocultos. Mejor no pensar de qué tipo era la bruja.