Hasta ese momento había hecho todo lo posible por no abrirle las puertas de su alma. Las tenía apuntaladas, rodeadas por un foso infestado de cocodrilos hambrientos, defendidas por un ejército de prejuicios y convenciones que difícilmente iba a ser capaz de derribar ahora después de haberlos alimentado con tanto fervor. Y, sin embargo, con cada paso que daba en la lluvia iba cayendo una torre, una almena, y se iba descolgando el puente levadizo, tendiéndole a él un pasadizo por el que cruzar al interior del castillo, al corazón de las tinieblas, donde ella lo esperaba dormida, o más bien inconsciente, incapaz de comprender que no había más salvación que su beso, más redención que su amor, más cielo que su compañía.
La cueva estaba cerrada a cal y canto. Las paredes de cal, el camino de canto. Atticus Craftsman dormía junto a la única ventana, al lado de la puerta. Soleá llamó dos veces, tres, esperó y volvió a llamar.
Por fin se escuchó ruido de cacharros, que torpe era el hombre, ¡ay!, y el cerrojo, que se abrió dejando salir una oscuridad cálida acompañada por el olor del tabaco de los turistas, el vino derramado, los estragos de la noche anterior.
—Soleá —dijo Atticus, sorprendido, el pelo revuelto, la camiseta de tirantes y el bóxer de Ralph Lauren.
—Que mi mama Remedios se me está muriendo —le arrojó ella a la cara—. Que ha
preguntao
por
usté
, que dice que vaya, que no se quiere morir sin decirle un secreto.
La reacción de Atticus Craftsman ante semejante noticia distó mucho de ser la fría respuesta que se esperaba Soleá; de repente, el joven se abrazó a ella como si fuera su tabla de salvación, llorando como un niño sin consuelo, su cuerpo sacudiéndose de dolor, las lágrimas empapándole el pelo a ella. La nieta. La que debería estar hecha polvo y, sin embargo, se mantenía serena, maravillada al encontrarse entre los brazos del hombre al que amaba en secreto, sin saber muy bien qué hacer o qué decir ante semejante demostración de sensibilidad.
—Tiene
usté
las manos
helaítas
, míster —logró articular en un susurro—. Póngase algo encima, no se vaya a enfriar.
Pero como él persistiera en su abrazo de oso pardo, ella, sin saber muy bien qué hacer con los brazos que le colgaban a los lados del cuerpo, decidió abrazarlo también a él, pero más como se abraza a un niño chico que a un novio; con un poco de pena y de compasión. Suavemente, a ver si lo consolaba, y salían ya los dos camino del carmen de las Heredia, donde les esperaba la Remedios más sana que una manzana, deseando poner en práctica el sortilegio con el que pensaba arreglar el asunto de los amoríos de su nieta.
En realidad, no era necesaria la intervención de la abuela, ni de nadie, en esta historia de engaños y desengaños. Hubiera bastado con que allí, en lo alto de la cuesta, bajo el dintel de la puerta abierta de la cueva, Soleá le hubiera confesado a Atticus Craftsman que estaba loca por él, a pesar del miedo que le tenía a su educación británica, a su adicción al Earl Grey de Twinings, a su manía de no probar la carne, a la ligera cojera que lo acompañaba desde que se rompió el tendón de la rodilla remando en una trainera sobre el río Támesis, a su padre tan severo y a su madre tan estirada, a su mentalidad de aristócrata inglés, trasnochado y flemático, y a esos dedos tan fríos con los que aquel día en la playa le recorrió la espalda, la cintura y el ombligo con la intención de hacer noche en el cuenco de su vientre.
—Ande, míster
Crasman
, que mi Remedios lo está esperando como agua de mayo.
Atticus se secó la cara con los pelillos rubios de su antebrazo. Se sorbió los mocos, agachó la cabeza y entró en la cueva. Un par de minutos después salió vestido de negro. El pantalón negro, la camisa negra abierta sobre el pecho, el cinturón negro y un paraguas negro, con el que protegió a Soleá de la lluvia que continuaba cayendo sobre su pelo mojado.
Si no fuera por el color de trigo de su cabeza de inglés y por el blanco de la piel del cuello y las manos, cualquiera lo hubiera tomado por un gitano legítimo. Porque en eso se estaba convirtiendo Atticus Craftsman: en el Tico de la cueva la Dolores, el que tocaba la guitarra con las uñas de su alma y cantaba las más tristes soleás del
Albicín
de Granada.
Así, pasito a paso, bajo la lluvia de diciembre, llegaron los dos al carmen de las Heredia y entraron en la sala donde se velaba a la Remedios día y noche para que no estuviera sola cuando viniera Dios a buscarla.
—Abuela —dijo Atticus.
—Tico, niño —le respondió ella desde su lecho de muerte—. Vente aquí, a mi vera. Y los demás, irse ya —ordenó, rememorando a Lola Flores—; si me queréis, irse.
Se fueron los nietos y los sobrinos a tomar unos molletes con aceite
mojaítos
en café y los dejaron solos a los tres, la Remedios, míster Craftsman y Soleá, diciéndose secretos viejos.
—Dime, Tico —empezó la abuela—. ¿Tú a qué viniste a Granada, vamos a ver?
Atticus se revolvió incómodo en su asiento.
—Vine a comprarle unos poemas —confesó—. Porque creí que era usted diferente, abuela, que tenía unos documentos inéditos de Federico García Lorca guardados en el desván y que no los quería sacar a la luz por vergüenza.
—¿Vergüenza de qué, Tico?
Ahora la que se revolvió en su silla fue Soleá. Se acordaba muy bien de aquella mañana en
Librarte
, cuando casi mató a palos a Atticus Craftsman por haber insinuado que su abuelo podría haber sido homosexual.
—De que la gente pudiera pensar que su marido…
—¿Que lo de Lorca fuera contagioso? —preguntó la abuela con ironía—. ¿Que fueran amantes? Pero, niño, si me había hecho un hijo antes de casarnos y me hizo otros tres después de la boda… ¿Cómo va a ser marica mi marido, hombre?
—Difícil —reconoció él.
En ningún momento levantó Atticus la vista del rostro amable de la abuela para clavarla en el gesto contraído de la nieta, la cual hubiera preferido que se la tragase la tierra antes de tener que presenciar esa conversación.
—Lo que pasa —continuó la Remedios— es que necesitábamos un motivo para traerte a Granada. Por eso te contamos ese cuento de los poemas. Luego ya nos enamoramos de ti y no queríamos que te fueras. Así que seguimos engañándote.
Soleá sintió que le faltaba el aire. Aparentemente, la abuela acababa de declararse por ella. Había dicho «nos enamoramos»; lo había dicho señalándola con la cabeza.
—Pero esta vez la que contó las mentiras fui yo —confesó—. Porque tenía miedo de que mi Soleá se volviera para Madrid, y tú te volvieras para Inglaterra, y vuestros caminos se separaran. Así que me metí en la cama y le dije a todo el mundo que me estaba muriendo.
—¿Y no se está muriendo, abuela?
—¡Qué va, niño! Estoy más sana que tú.
Esto último lo dijo sin poder evitar que una risilla se le escapara entre los dientes. Atticus se lanzó a besar sus manos arrugadas.
—¡Pues me ha dado un susto de muerte, Remedios! ¡Lo había creído a pies juntillas!
—Lo siento mucho,
bonico
—respondió ella, halagada—, no creí que me quisieras tanto.
Todavía se dibujaba en el rostro del inglés el caminillo de sal que le habían dejado las lágrimas y aún sus manos estaban frías como témpanos de hielo.
—Pero veo que tu cariño es sincero —continuó—. Y he pensado que eres la persona indicada para conocer mi secreto. Que tengo un secreto es cierto, y que no quiero llevármelo a la tumba, también.
—Abuela —protestó Soleá desde los pies de la cama—. No sigas engañando a míster
Crasman
. Bastante engañado lo hemos tenido todo este tiempo.
—¡Tú calla y escucha, niña! —la regañó ella—. Que este secreto también te atañe a ti, al color de tus ojos y al tono de tu piel.
Soleá miró asustada a Atticus y éste le devolvió la mirada llena de curiosidad. Los ojos de Soleá eran dos faroles azules; su piel, del color de la arena de la playa, algo tostada, sí, pero más pálida que la de sus hermanas y sus vecinas.
—Es que tú has salido a tu bisabuelo, Soleá. Por eso eres tan rubia.
Rubia no era precisamente la palabra que hubiera utilizado Atticus para describir a la mujer que lo tenía atrapado en un hechizo de bruja. Habría dicho exótica, mestiza, mezclada. De pelo negro y ojos claros, de piel morena que melocotoneaba a ratos. Pero, en fin, tal vez al compararla con el resto de las mujeres de su entorno sí era posible describirla como rubia. Un rubio diferente al de Escandinavia, claro, un rubio de Sierra Nevada, que es otra cosa.
—Pues verás, Tico, niño —relató la Remedios metida en la cama—, resulta que mi madre, cuando se casó con mi padre, estaba preñada de otro hombre. Eso lo supo él solamente, que la quería desde chico y que lloró a mares cuando ella se fue a servir a una casa buena de
Graná
, porque se temía que los señoritos se la robaran. «No te vayas, Macarena, no te vayas, mira que te voy a perder», y ella que no. Que era ella mucha Macarena, ea, y que en ella no mandaba nadie. Se fue, se puso a servir, y un día llegó un amigo del hijo del patrón, un inglés jovencico que no tendría más de veintipocos años el muchacho, y que ya venía
maleao
, porque había servido en no sé qué guerra, y estaba espantado de lo que había visto. Que por las noches gritaba y por las mañanas amanecía empapado de sudor y lágrimas. Y mi Macarena, que en paz descanse, pues se dejó convencer por él para que durmiera a su vera, que tenía miedo, le dijo, de los fantasmas de tantos soldados muertos. Así que durmió con él y le curó la pena y luego, cuando supo que estaba preñada, no le dijo nada a nadie, sólo a mi padre. Se volvió al Camino del Monte, se casó de blanco, se puso a vivir en la cueva la Dolores, que antes se llamaba la cueva la Macarena, y mi padre le hizo catorce hijos suyos, quince en total.
—Entonces, abuela —dijo Soleá—, ¿mi bisabuelo era inglés?
—Digo. Inglés. Pero no de Inglaterra, sino de América. Y muy famoso que llegó a ser tu bisabuelo.
—¿Famoso?
—Ahí está la gracia —continuó ella—. Si no fuera porque se hizo tan famoso, a santo de qué iba yo ahora a contar esta historia. Que no la sabe nadie más que yo, que hasta que conocí al Tico estaba dispuesta a llevármela conmigo a la tumba.
Atticus callaba de asombro. Por la fecha, por la descripción del hombre y por el lugar en el que ocurrieron los hechos, estaba seguro de saber a quién se estaba refiriendo la abuela Remedios.
—Tú ya sabes de quién hablo —adivinó ella.
—De Hemingway.
—El mismo.
En ese momento llamaron a la puerta. Manuela, que estaba en la cocina, atravesó la sala a toda prisa para abrir. Los saludó al pasar corriendo con un buenos días de los de entre muelas y giró el pomo para dejar entrar a quienquiera que fuera a presentar sus respetos a la moribunda.
Cuando regresó junto a la cama de la Remedios venía pálida como un fantasma.
—Soleá, niña, que en la puerta está tu jefa la Berta, y tu amiga la María, con una pareja de ingleses y un hombre que tiene una pinta de policía que no puede con ella. ¿Tú has hecho algo malo, mi alma?
Qué momento tan malísimo escogió el destino para que Soleá Abad Heredia conociera por primera vez a Moira Craftsman, su futura suegra. Tal vez por eso fue tan difícil romper la capa de hielo ártico que las separó durante años, a pesar de los esfuerzos del pobre Atticus por descongelar los polos y unir los continentes a los que pertenecían esas dos mujeres tan dispares. El hacha de guerra estuvo en pie desde ese mismo instante hasta el bendito día en que vinieron al mundo los gemelos Tom y Huckleberry; uno rubio, el otro moreno, a quienes, inexplicablemente, en casa de su abuela materna se les dio el apodo de el Zipi y el Zape, para desconcierto de los Craftsman, que en su vida habían oído hablar de ese tal Ibáñez y que no quisieron profundizar en el conocimiento de semejante talento del humor ibérico. «Mis nietos —dijo Marlow— llevarán el nombre del protagonista de una novela de culto, como ha sido tradición en la familia Craftsman desde tiempos inmemoriales, no el de unos viles personajes de cómic». Y Atticus añadió: «Voto a bríos», provocando la risa de Manuela, de Remedios, de Consuelos y de los diecisiete primos que se trasladaron al hospital de Granada para acompañar a Soleá durante los dolores de parto.
El día en que se conocieron, Soleá tenía el pelo empapado, la falda manchada de barro, los ojos llenos de lágrimas, y estaba sentada a los pies de la cama de una anciana desdentada, despeinada y moribunda que, por alguna inexplicable razón, le tenía agarradas las manos a su hijo Atticus.
Claro que en medio de la oscuridad, en aquella estancia iluminada sólo por el fuego de la chimenea, no les resultó posible identificar al joven gitano de las melenas rubias como su hijo desaparecido. Tuvo que ser el propio Atticus quien los reconociera a ellos, a pesar del lamentable estado en el que llegó su madre: pálida y recién vomitada, envuelta en una gabardina sucia que le venía grande.
—¡Mamá, papá! —exclamó, levantándose de un brinco de su silla junto a la moribunda.
—¿Atticus?
A Moira Craftsman le dio un síncope. Se paralizó, comenzó a temblar y cayó al suelo de bruces todo lo larga y flaca que era, golpeándose la nariz con las baldosas de terracota.
—¡Avisad a mi Consuelos que baje! —gritó la abuela desde la cama, acordándose de las habilidades terapéuticas de su hermana menor y olvidando en cambio que, a tres o cuatro calles de su casa, la Junta de Andalucía acababa de abrir un modernísimo centro de salud en el que se atendían todo tipo de urgencias médicas.
Bajó corriendo la Consuelos, que estaba durmiendo en una de las habitaciones de arriba y, lanzándose al suelo, se abalanzó sobre Moira Craftsman y la rodeó con brazos y piernas, como si estuviera realizando un salvamento marítimo y tuviera que nadar hasta la costa con un ahogado a cuestas.
Marlow Craftsman no daba crédito a los métodos de las ancianas y menos aún a la actitud de su hijo Atticus, que, en vez de desenredar a aquella mujer del cuerpo de su madre desmayada, trataba de contener al resto del grupo para que no interviniera en el rescate.
Aquella locura terminó pronto: en cuanto el corazón de Moira se acompasó con el de Consuelos, Manuela trajo un paño húmedo de la cocina y le limpió la sangre de la nariz a su futura consuegra y entre todos lograron acomodarla en la cama que acababa de dejar libre la abuela Remedios, quien, para asombro de su hija y de su hermana, acababa de saltar de un brinco colchón abajo y ahora permanecía en pie, con el camisón arrugado, a un lado de la escena.