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Authors: Andrea Camilleri

La forma del agua (11 page)

BOOK: La forma del agua
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—Oiga, señora...

La reacción de Ingrid fue inmediata, una constatación sin estupor ni indignación.

—No eres Giovanni.

—No.

—Pues entonces, ¿quién eres?

—Soy comisario de policía, me llamo Montalbano.

Esperaba una reacción de alarma, pero sufrió una decepción.

—¡Uy, genial! ¡Un policía! ¿Qué quieres de mí?

Seguía hablándole de tú, a pesar de que no lo conocía. Montalbano decidió seguir tratándola de usted.

—Quisiera intercambiar unas palabras con usted.

—Esta tarde me resulta imposible, pero esta noche estoy libre.

—De acuerdo, esta noche me va bien.

—¿Dónde? ¿Voy yo a tu despacho? Dime dónde está.

—Mejor no, prefiero un lugar más discreto.

Ingrid hizo una pausa.

—¿Tu dormitorio? —preguntó en tono irritado; evidentemente, estaba empezando a sospechar que al otro extremo del hilo había un imbécil que se le estaba insinuando.

—Mire, señora, comprendo que usted desconfíe, y con razón. Hagamos una cosa. Dentro de una hora estaré en la comisaría de Vigàta; puede llamar allí y preguntar por mí. ¿Le parece bien?

La mujer no contestó enseguida; lo estaba pensando. Al final, se decidió.

—Te creo, policía. ¿Dónde y a qué hora?

Se pusieron de acuerdo sobre el lugar: el bar Marinella, que, a la hora convenida —las diez de la noche—, con seguridad estaría desierto. Montalbano le rogó que no dijera nada a nadie, ni a su marido.

La casa de los Luparello estaba en la entrada de Montelusa, viniendo del mar. Se trataba de un sólido edificio decimonónico, protegido por una alta cerca en cuyo centro se abría una verja de hierro forjado que en aquellos momentos estaba abierta de par en par. Montalbano avanzó por la alameda que cruzaba una parte del jardín y llegó a la puerta principal, semicerrada, en una de cuyas hojas colgaba una cinta de color negro. Se asomó para mirar en el interior: en el vestíbulo, bastante espacioso, había unas veinte personas, hombres y mujeres, hablando en voz baja con cara de circunstancias. No le pareció oportuno pasar entre la gente; alguien lo hubiera podido reconocer y empezar a preguntarse sobre el porqué de su presencia allí. Rodeó la casa y, al final, encontró una puerta trasera, cerrada. Tocó el timbre, y tuvo que hacerlo varias veces antes de que alguien le abriera.

—Se ha equivocado. Para las visitas de pésame, por la puerta principal —dijo la joven y despabilada criada con delantal negro y cofia, que inmediatamente lo había catalogado como no perteneciente a la categoría de los proveedores.

—Soy el comisario Montalbano. ¿Quiere comunicar a alguien de la familia que he llegado?

—Lo esperaban, señor comisario.

Lo guió a través de un largo pasillo, le abrió una puerta y le hizo señas de que entrara. Montalbano se encontró en una gran biblioteca con millares de libros muy bien conservados y alineados en enormes estantes. En un rincón había un gran escritorio y, al otro lado, un saloncito de refinada elegancia, con una mesita y dos sillones. En las paredes, sólo cinco cuadros cuyos autores Montalbano reconoció de inmediato con profunda emoción. Un campesino de Guttuso de los años cuarenta, un paisaje del Lazio de Melli, una demolición de Mafai, dos remeros en el Tíber de Donghi y una bañista de Fausto Pirandello. Un gusto exquisito, una selección hecha con singular acierto. Se abrió la puerta y apareció un hombre de unos treinta años, corbata negra, rostro muy cordial, elegante.

—Fui yo quien lo llamó. Gracias por haber venido. Mi madre tenía mucho empeño en verle. Disculpe las molestias que le he causado.

Hablaba sin ninguna inflexión dialectal.

—Por favor, no es ninguna molestia. Sólo que no sé de qué manera puedo ser útil a su madre.

—Ya se lo he dicho a mamá, pero ella ha insistido. Además, no ha querido decirme nada sobre el motivo por el que ha querido que lo molestáramos.

Se miró las yemas de los dedos de la mano derecha como si las viera por primera «vez» y emitió un leve carraspeo.

—Sea comprensivo, señor comisario.

—No le entiendo.

—Sea comprensivo con mamá, por favor, ha sufrido mucho.

El joven estaba a punto de retirarse, pero se detuvo en seco.

—Ah, señor comisario, se lo quiero decir para evitarle una situación embarazosa. Mamá sabe cómo y dónde murió papá. No acierto a comprender cómo lo ha averiguado. Ya lo sabía dos horas después del hallazgo. Con su permiso.

Montalbano lanzó un suspiro de alivio. Si la viuda ya lo sabía todo, él no se vería obligado a contarle retorcidas trolas para ocultarle la indecencia de la muerte de su esposo. Volvió a contemplar los cuadros con deleite. En su casa de Vigàta, solamente tenía dibujos y grabados de Carmassi, Attardi, Guida, Cordio y Angelo Canevari. Con su mísero sueldo, no podía llegar más allá, jamás se podría comprar una tela de aquel nivel.

—¿Le gustan?

Se volvió de golpe. No había oído entrar a la señora. Una mujer no demasiado alta, de cincuenta y tantos años y aire decidido, en cuyo rostro unas leves arrugas no conseguían destruir la belleza de sus rasgos, sino que más bien acentuaban el esplendor de sus perspicaces ojos verdes.

—Siéntese —dijo, acomodándose en el sofá, mientras el comisario tomaba asiento en un sillón—. Los cuadros son bonitos. Yo no entiendo nada de pintura, pero me gustan. Hay unos treinta repartidos por toda la casa. Los compró mi marido, la pintura era su vicio secreto, solía decir. Por desgracia, no era el único.

«Pues empezamos bien», pensó Montalbano mientras preguntaba:

—¿Se encuentra mejor, señora?

—¿Mejor con respecto a cuándo?

El comisario se desconcertó, y tuvo la sensación de encontrarse en presencia de una maestra que le estaba haciendo un difícil examen oral.

—Pues no sé, con respecto a esta mañana... Me han dicho que en la catedral ha sufrido una indisposición.

—¿Una indisposición? Yo estaba bien, teniendo en cuenta las circunstancias. No, mi querido amigo, soy muy valiente. El caso es que se me ha ocurrido pensar que si un terrorista hiciera volar por los aires la iglesia con todos los que estábamos dentro, por lo menos una buena décima parte de la hipocresía repartida por el mundo desaparecería con nosotros. Y entonces he hecho que me sacaran fuera.

Montalbano no supo qué decir, impresionado por la sinceridad de aquella mujer, y esperó a que fuera ella quien tomara de nuevo la palabra.

—Cuando una persona me explicó dónde habían encontrado a mi marido, llamé al jefe superior y le pregunté quién se encargaba de la investigación, en el caso de que se hubiera abierto alguna. El jefe superior me indicó su nombre, añadiendo que era usted una persona honrada. No pude creerlo. ¿Existen todavía personas honradas? Por eso pedí que lo llamaran.

—No puedo por menos que darle las gracias, señora.

—No estamos aquí para hacernos cumplidos. No quiero hacerle perder el tiempo. ¿Está usted completamente seguro de que no se trata de un asesinato?

—Segurísimo.

—Pues entonces, ¿cuáles son sus dudas?

—¿Dudas?

—Pues sí, mi querido amigo, debe de tenerlas. De otro modo, no se justifica su renuencia a cerrar las investigaciones.

—Le seré sincero, señora. Sólo se trata de corazonadas que no debería permitirme, en el sentido de que, tratándose de una muerte por causas naturales, mi actitud tendría que ser otra. Por lo tanto, si usted no tiene nada nuevo que decirme, esta misma noche yo le comunico al magistrado...

—Pero es que yo sí tengo algo nuevo.

Montalbano guardó silencio.

—No sé cuáles son sus impresiones —añadió la señora—, pero yo le expondré las mías. Silvio era ciertamente un hombre sagaz y ambicioso y, si se había mantenido en la sombra durante tantos años, lo había hecho con un propósito muy concreto: salir a la luz en el momento apropiado y permanecer en ella. ¿Y usted se cree que este hombre, después de todo el tiempo que había empleado en pacientes maniobras para llegar a donde había llegado, decide una noche irse con una mujer —seguramente de mala vida— a un lugar equívoco, donde cualquiera podía reconocerlo e incluso someterlo a chantaje?

—Éste, señora, es uno de los puntos que más me ha desconcertado.

—¿Quiere que aumente su desconcierto? He dicho una mujer de mala vida, pero quisiera aclarar que no me refería ni a una prostituta ni a una mujer a la que hubiera que pagar. No he sabido explicarme bien. Le voy a decir una cosa: recién casados, Silvio me confesó que él jamás había estado con una prostituta y que tampoco había visitado una casa de tolerancia, cuando todavía estaban abiertas. Había algo que se lo impedía. Por eso me pregunto qué clase de mujer era la que lo convenció para que mantuviera una relación con ella en semejante lugar.

Montalbano tampoco había estado jamás con una puta, y confiaba en que las nuevas revelaciones sobre Luparello no pusieran de manifiesto otros parecidos entre él y un hombre con quien por nada del mundo hubiera querido compartir el pan.

—Mire, mi marido disfrutaba de sus vicios, pero jamás tuvo tentaciones de aniquilación, de éxtasis hacia abajo, como decía un escritor francés. Sus amores los consumía discretamente en una casita que había mandado construir, no a su nombre, en el mismo borde de Capo Massaria. Lo supe a través de la consabida amiga caritativa.

Se levantó, fue al escritorio, buscó en un cajón y volvió a sentarse sosteniendo en la mano un sobre grande de color amarillo, un llavero de metal con dos llaves y una lupa. Le ofreció las llaves al comisario.

—Por cierto. Con las llaves era un maniático. De todas tenía dos copias; una la guardaba en aquel cajón y la otra la llevaba siempre encima. Pues bien, este último juego de llaves no se encontró.

—¿No estaba en los bolsillos del ingeniero?

—No. Ni en su estudio. Tampoco se encontraron en el otro despacho, en el, ¿cómo diríamos?, despacho político. Desaparecieron, se volatilizaron.

—Pudo perderlas por la calle. No se ha dicho que se las sustrajeran.

—No es posible. Mire, mi marido tenía seis manojos de llaves. Uno para esta casa, otro para la casa del campo, otro para la casa de la playa, otro para el despacho, otro para el estudio y otro para la casita. Los guardaba todos en la guantera del coche. Y cada vez, sacaba el manojo que necesitaba.

—¿Y no se encontraron en el coche?

—No. He ordenado cambiar todas las cerraduras. Exceptuando las de la casita, cuya existencia yo ignoro oficialmente. Si le apetece, dese una vuelta por allí; estoy segura de que encontrará alguna huella reveladora acerca de sus amores.

Había repetido varias veces «sus amores», y Montalbano quería consolarla de alguna manera.

—Aparte de que los amores del ingeniero no entran en mis investigaciones, he obtenido alguna información haciendo preguntas, y le diré con toda sinceridad que las respuestas que me han dado han sido muy genéricas y válidas para cualquier persona.

La señora miró al comisario con una leve sonrisa en los labios.

—Yo jamás se lo he echado en cara, ¿sabe? Prácticamente a los dos años del nacimiento de nuestro hijo, mi marido y yo dejamos de ser una pareja. Así que he tenido ocasión de observarlo tranquila y sosegadamente durante treinta años sin que mi mirada haya estado empañada por la turbación de los sentidos. Perdóneme, pero no me ha entendido: cuando hablaba de sus amores, yo pretendía no especificar el sexo.

Montalbano encorvó los hombros y se hundió todavía más en el sillón. Era como si le acabaran de golpear la cabeza con una barra de hierro.

—Yo, en cambio —añadió la señora—, volviendo al tema que más me interesa, estoy convencida de que se trata de un acto criminal; déjeme terminar, no de un asesinato, de una eliminación física, sino de un crimen político. Hubo una violencia máxima, que fue la que lo llevó a la muerte.

—Explíquese mejor, señora.

—Estoy convencida de que a mi marido por medio de la fuerza o del chantaje lo obligaron a ir al lugar donde posteriormente fue encontrado, a aquel lugar tan infame. Tenían un plan, pero no tuvieron tiempo de llevarlo enteramente a la práctica porque su corazón no resistió, debido a la tensión o, ¿por qué no?, al miedo. Estaba muy enfermo, ¿sabe? Se había sometido a una operación difícil.

—Pero ¿qué pudieron hacer para obligarlo?

—No lo sé. Tal vez usted podría ayudarme en eso. Probablemente le tendieron una emboscada. No pudo oponer resistencia. Quizá en aquel horrible lugar le hubieran sacado, qué se yo, unas fotografías, o se las hubieran arreglado para que alguien lo reconociera. A partir de aquel momento, habrían tenido a mi marido en sus manos, lo habrían convertido en una marioneta.

—¿A quién se refiere usted?

—A sus adversarios políticos, supongo, o a algún socio suyo en los negocios.

—Mire, señora, su razonamiento, mejor dicho, su suposición, adolece de un grave defecto: no se puede demostrar con pruebas.

La mujer abrió el sobre amarillo que sostenía en la mano y extrajo de él unas fotografías. Eran las que la Policía Científica le había hecho al cadáver en el aprisco.

—Oh, Dios mío —musitó Montalbano, estremeciéndose.

La mujer, en cambio, las estaba contemplando sin la menor turbación.

—¿Cómo las ha conseguido?

—Tengo buenos amigos. ¿Usted las ha visto?

—No.

—Pues ha hecho muy mal. —La mujer eligió una foto y se la entregó a Montalbano junto con la lupa—. Fíjese en ésta, mírela bien. Los pantalones están bajados y se entrevé el blanco de los calzoncillos.

—Yo aquí no veo nada extraño.

—Ah, ¿no? ¿Y la marca de los calzoncillos?

—Sí, ya la veo. ¿Y qué?

—No debería verla. Este tipo de calzoncillos —si usted me acompaña a la habitación de mi marido le mostraré otros iguales— lleva la marca detrás y por dentro. Si usted la ve como la está viendo, significa que los calzoncillos están puestos del revés. Y no me venga a decir que Silvio se los había puesto así por la mañana al vestirse sin darse cuenta. Tomaba un diurético y se veía obligado a ir al lavabo varias veces al día; hubiera podido volver a ponerse los calzoncillos del derecho en cualquier momento del día. Y eso sólo significa una cosa.

—¿Qué? —preguntó el comisario, impresionado por aquel frío y despiadado análisis llevado a cabo sin derramar ni una sola lágrima, como si el muerto fuera un personaje vagamente conocido.

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