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Authors: Andrea Camilleri

La forma del agua (14 page)

BOOK: La forma del agua
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—¿Estas pelucas son tuyas?

—Jamás me he puesto una peluca.

Cuando Montalbano abrió la puerta de la derecha, Ingrid cerró los ojos.

—Puedes mirar. Cerrar los ojos no te va a servir de nada. ¿Eso es tuyo?

—Sí, pero...

—... pero ya no tendría que estar aquí —dijo Montalbano, terminando la frase por ella.

Ingrid se sobresaltó.

—¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?

—No me lo ha dicho nadie. Lo he deducido yo solo. Soy policía, ¿recuerdas? ¿El bolso bandolera también estaba en el armario?

Ingrid asintió con la cabeza.

—Y el collar que decías haber perdido, ¿dónde estaba?

—En el interior del bolso. Me lo tuve que poner, pero después vine aquí y lo dejé. —Hizo una pausa y miró largo rato al comisario a los ojos—. ¿Qué significa todo esto?

—Volvamos a la otra habitación.

Ingrid cogió un vaso del aparador, lo llenó hasta la mitad de whisky, se lo bebió prácticamente de un trago y lo volvió a llenar.

—¿Quieres?

Montalbano dijo que no. Se había sentado en el sofá y estaba contemplando el mar; la luz era lo bastante matizada para permitirle ver lo que había al otro lado del ventanal. Ingrid se acomodó a su lado.

—He estado aquí contemplando el mar en ocasiones mucho mejores.

Se desplazó un poco en el sofá y apoyó la cabeza en el hombro del comisario, que no se movió, pues comprendió de inmediato que aquel gesto no era un intento de seducción.

—Ingrid, ¿recuerdas lo que te he dicho en el coche, que nuestra conversación era de carácter oficioso?

—Sí.

—Contéstame con toda sinceridad. Los vestidos del armario, ¿los trajiste tú o los puso alguien?

—Los traje yo. Por si los necesitaba.

—¿Eras la amante de Luparello?

—No.

—¿Cómo que no? Da la impresión de que aquí te encuentras como en tu casa.

—Con Luparello me acosté sólo una vez, a los seis meses de mi llegada a Montelusa. Después, nunca más. Me trajo aquí. Pero nos hicimos amigos de verdad, como jamás me había ocurrido con un hombre, ni siquiera en mi país. Podía contárselo todo, lo que se dice todo, y, si me metía en algún lío, él me sacaba del apuro sin hacer preguntas.

—¿Me quieres hacer creer que la única vez que estuviste aquí viniste con los vestidos, los vaqueros, las bragas, el bolso y el collar?

Ingrid se apartó, irritada.

—No quiero hacerte creer nada. Te lo estoy contando. Al cabo de algún tiempo, le pregunté a Silvio si podía utilizar esta casa de vez en cuando, y él me dijo que sí. Sólo me puso una condición, que fuera muy discreta y que no dijera nunca a nadie a quién pertenecía.

—Cuando decidías venir, ¿cómo sabías que la casa estaba libre y a tu disposición?

—Habíamos acordado comunicarnos mediante una serie de timbrazos telefónicos. Yo he cumplido mi palabra con Silvio. Aquí sólo venía con un hombre, siempre el mismo. —Tomó un buen sorbo de whisky y pareció encorvar los hombros—. Un hombre que, desde hace dos años, se ha empeñado en entrar en mi vida a la fuerza, porque yo después ya no quise volver a verle.

—Después, ¿de qué?

—Después de la primera «vez». La situación me daba miedo. Pero él estaba..., está trastornado, está, ¿cómo se dice?, obsesionado conmigo. Pero es una obsesión exclusivamente física. Cada día me pide que nos veamos. Y, cuando lo traigo aquí, se me echa encima, se vuelve violento, me arranca la ropa. Por eso tengo cosas de repuesto en el armario.

—¿Y este hombre sabe a quién pertenece la casa?

—Yo nunca se lo he dicho y él tampoco me lo ha preguntado jamás. No es que esté celoso, simplemente me desea. No se cansaría jamás de seguirme y siempre está dispuesto a acostarse conmigo.

—Comprendo. Y Luparello, ¿sabía con quién venías aquí?

—Te digo lo mismo. Jamás me lo preguntó y yo nunca se lo dije. —Ingrid se levantó—. ¿No podríamos ir a hablar a otro sitio? Ahora este lugar me deprime. ¿Estás casado?

—No —contestó Montalbano, sorprendido.

—Vamos a tu casa —dijo ella, sonriendo sin alegría—. Te había dicho que acabaríamos así, ¿no?

Trece

Permanecieron en silencio un cuarto de hora, ya que a ninguno de los dos le apetecía hablar. Pero el comisario estaba cediendo una vez más a su naturaleza de lince. En efecto, al llegar a la entrada del puente que cruzaba el Canneto, orilló el coche, frenó, bajó y le dijo a Ingrid que hiciera lo mismo. Desde lo alto del puente, mostró a la mujer el seco arenal que se adivinaba bajo la luz de la luna.

—Mira —dijo—, este lecho de río lleva directamente a la playa. Tiene mucha pendiente y está lleno de piedras y roca. ¿Serías capaz de bajar por él en coche?

Ingrid examinó el primer tramo del recorrido, el que podía ver o más bien adivinar.

—No lo sé. De día sería distinto. De todos modos, si quieres, puedo intentarlo. —Entornó los ojos y miró al comisario sonriendo—. Te has informado muy bien sobre mí, ¿eh? Bueno, entonces ¿qué tengo que hacer?

—Hacerlo —contestó Montalbano.

—Muy bien. Tú espera aquí.

La mujer subió al coche y lo puso en marcha. Bastaron pocos segundos para que Montalbano perdiera de vista la luz de los faros.

—Adiós, muy buenas. Ésta me la ha pegado —dijo el comisario en tono resignado.

Cuando se disponía a emprender la larga marcha hacia Vigàta, la oyó regresar con el motor rugiendo.

—Puede que lo consiga. ¿Tienes una linterna?

—Está en la guantera.

La mujer se arrodilló, iluminó la parte inferior del vehículo y volvió a levantarse.

—¿Tienes un pañuelo?

Montalbano se lo dio, e Ingrid se vendó fuertemente el dolorido tobillo.

—Sube.

Dando marcha atrás, llegó al principio de un camino excavado en la tierra que iba de la carretera provincial hasta debajo del puente.

—Lo voy a intentar, comisario. Pero recuerda que tengo un pie inutilizado. Ponte el cinturón. ¿Tengo que correr?

—Sí, pero lo importante es que lleguemos a la playa sanos y salvos.

Ingrid soltó el embrague y salieron disparados. Fueron diez minutos de un constante y atroz traqueteo; hubo un momento en que Montalbano sintió como si su cabeza quisiera con toda su alma separarse del cuerpo y alejarse volando por la ventanilla. En cambio, Ingrid se mostraba tranquila y decidida, e incluso conducía con la punta de la lengua fuera. El comisario estuvo a punto de decirle que no lo hiciera, pues, sin querer, podía cortársela de un mordisco. Cuando llegaron a la playa, Ingrid preguntó:

—¿He superado el examen?

Sus ojos brillaban en medio de la oscuridad. Estaba emocionada y contenta.

—Sí.

—Pues volvamos a hacerlo, pero esta vez cuesta arriba.

—¡Tú estás loca! Ya es suficiente.

Ingrid había hecho bien llamándolo examen. Sólo que el examen no había aclarado nada. Ingrid podía recorrer tranquilamente aquel camino, lo que era un tanto en su contra; pero, por otro lado, ante la petición del comisario, no se había mostrado nerviosa, tan sólo asombrada, y esto era un tanto a su favor. Y el hecho de que no hubiera estropeado nada del coche, ¿cómo se tenía que considerar: un detalle de signo positivo o negativo?

—Bueno, ¿qué? ¿Lo repetimos? Venga, hombre, ha sido el único momento de la noche en que me he divertido.

—No, he dicho que no.

—Pues entonces, conduce tú, a mí me duele mucho el pie.

El comisario condujo por la orilla del mar y comprobó que el coche estaba en perfecto estado, que no había nada roto.

—Eres muy buena conductora.

—Mira —dijo Ingrid, hablando en tono muy serio, como una profesional—, cualquiera puede bajar por esa pendiente. El mérito es conseguir que el coche llegue en las mismas condiciones en que estaba al principio. Porque si al final te encuentras delante de una carretera asfaltada, y no con una playa como ésta, debes reducir rápidamente la marcha. No sé si me explico bien.

—Te explicas divinamente. En resumen, que el que llega a la playa con la suspensión rota es que no sabe conducir.

Ya habían llegado al aprisco. Montalbano giró a la derecha.

—¿Ves aquellos matorrales tan grandes? Allí es donde encontraron a Luparello.

Ingrid no dijo nada, ni siquiera mostró demasiada curiosidad. Recorrieron el sendero, en el que aquella noche había muy poco movimiento, y llegaron bajo el muro de la vieja fábrica.

—Aquí la mujer que estaba con Luparello perdió el collar y arrojó el bolso al otro lado del muro.

—¿Mi bolso?

—Sí.

—No fui yo —murmuró Ingrid—, y te juro que de esta historia no entiendo ni torta.

Al llegar a la casa de Montalbano, Ingrid fue incapaz de bajar del coche, por lo que el comisario tuvo que rodearle la cintura con un brazo mientras ella se apoyaba en su hombro. Una vez dentro, se sentó en la primera silla que encontró.

—¡Jesús! Ahora sí que me duele.

—Ve allí y quítate los pantalones para que te pueda vendar el tobillo.

Ingrid se levantó quejándose y avanzó cojeando y apoyándose en los muebles y las paredes.

Montalbano llamó a la comisaría. Fazio le comunicó que el empleado de la gasolinera lo había recordado todo y había identificado perfectamente al hombre que se sentaba al volante, al que querían matar. Turi Gambardella, un miembro de la
cosca
de los Cuffaro, como habían supuesto.

—Galluzzo —añadió Fazio— ha ido a casa de Gambardella. Su mujer dice que hace un par de días que no lo ve.

—Te habría ganado la apuesta —dijo el comisario.

—¿Y usted cree que yo iba a ser tan gilipollas como para picar el anzuelo?

Montalbano oyó el rumor del agua procedente del cuarto de baño. Ingrid debía de ser de esa clase de mujeres que cuando ve una ducha no puede resistir el impulso de utilizarla. Marcó el número del móvil de Gegè.

—¿Estás solo? ¿Puedes hablar?

—Solo, sí. Pero lo de hablar, depende.

—Tengo que preguntarte un nombre. Es una información que no te compromete, ¿está claro? Pero quiero una respuesta exacta.

—¿El nombre de quién?

Montalbano se lo explicó, y Gegè no tuvo la menor dificultad para decirle un nombre e incluso añadir un apodo de propina.

Ingrid se había tumbado en la cama y se había echado encima una toalla grande que la tapaba muy poco.

—Perdóname, pero no puedo estar de pie.

De un estante del cuarto de baño, Montalbano cogió un tubo de pomada y un rollo de gasa.

—Dame la pierna.

El movimiento hizo que asomara la minúscula braguita y que un pecho digno del pincel de un pintor experto en mujeres mostrara también un pezón que pareció mirar a su alrededor como si le llamara la atención aquel ambiente desconocido. También esta vez Montalbano comprendió que en Ingrid no había el menor propósito de seducción, y se lo agradeció.

—Ya verás como dentro de poco te encuentras mejor —le dijo tras haberle aplicado la pomada al tobillo y habérselo vendado fuertemente con la gasa. Durante todo ese tiempo, Ingrid no le había quitado los ojos de encima.

—¿Tienes whisky? Tráeme medio vaso sin hielo.

Era como si se conocieran de toda la vida. Tras entregarle el vaso, Montalbano acercó una silla y se sentó al lado de la cama.

—¿Sabes una cosa, comisario? —dijo Ingrid, mirándolo con sus luminosos ojos verdes—. Eres el primer hombre auténtico que conozco desde hace cinco años.

—¿Mejor que Luparello?

—Sí.

—Gracias. Y ahora presta atención a mis preguntas.

—Házmelas.

Montalbano estaba a punto de abrir la boca cuando oyó sonar el timbre de la puerta. No esperaba a nadie, y fue a abrir, perplejo. De pie en el umbral, Anna, vestida de paisano, lo miró sonriendo.

—¡Sorpresa! —Lo apartó, y entró en la casa—. Te agradezco el entusiasmo. ¿Dónde te has metido? En la comisaría me han dicho que estabas aquí. He venido y estaba todo a oscuras. He llamado por teléfono por lo menos cinco veces, y nada, hasta que, al final, he visto la luz. —Anna miró atentamente a Montalbano, que todavía no había abierto la boca—. ¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto mudo? Bueno, mira... —Interrumpió la frase: a través de la puerta entreabierta del dormitorio, acababa de ver a Ingrid, semidesnuda, con un vaso en la mano. Primero palideció y después se ruborizó intensamente—. Perdonadme —musitó antes de salir a toda prisa.

—¡Síguela! —le gritó Ingrid a Montalbano—. ¡Explícaselo todo! Yo ya me voy.

Furioso, Montalbano propinó a la puerta un fuerte puntapié que hizo vibrar la pared mientras el automóvil de Anna se alejaba, derrapando con la misma furia con la que él había cerrado la puerta.

—¡No tengo por qué explicarle nada, coño!

—¿Me voy?

Ingrid se había incorporado en la cama, dejando los triunfantes pechos fuera de la toalla.

—No, pero cúbrete.

—Perdona.

Montalbano se quitó la chaqueta y la camisa, mantuvo un rato la cabeza bajo el agua del grifo de la bañera y volvió a sentarse al lado de la cama.

—Quiero que me cuentes muy bien la historia del collar.

—De acuerdo. El lunes pasado, a Giacomo, mi marido, lo despertó una llamada que no entendí, pues estaba muerta de sueño. Se vistió rápidamente y salió. Al cabo de dos horas, regresó y me preguntó dónde había ido a parar el collar, pues llevaba algún tiempo sin verlo por casa. Yo no podía decirle que estaba dentro de mi bolso, en casa de Silvio. Si me hubiera pedido que se lo enseñara, no habría sabido qué contestarle. Así que le dije que lo había perdido hacía por lo menos un año y que no se lo había querido decir por temor a que se enfadara. El collar valía un montón de dinero y, por si fuera poco, me lo había regalado en Suecia. Entonces, Giacomo me hizo firmar en un papel en blanco, para el seguro, según me dijo.

—¿Y la historia del aprisco cómo ocurrió?

—Ah, eso fue después, cuando regresó a la hora del almuerzo. Me explicó que Rizzo, su abogado, le había dicho que, para el seguro, se necesitaba una explicación más convincente que la de la pérdida, y le había aconsejado montar el número del apresco.

—Aprisco —la corrigió pacientemente Montalbano; el cambio de letra le molestaba.

—Aprisco, aprisco —repitió Ingrid—. A mí, la verdad, la historia no me convencía demasiado, me parecía retorcida, demasiada invención. Entonces, Giacomo me hizo ver que, a los ojos de todo el mundo, yo era una puta y, por consiguiente, a nadie le habría extrañado que se me hubiera ocurrido la idea de que me llevaran al aprisco.

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