La fortuna de Matilda Turpin (14 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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—¡Tu madre me está ninguneando y puenteando, Jacobo, eso es lo que hace! ¡No sé cómo puedes consentirlo!

Y al decir esto, era obvio que se pillaba los dedos con sólo observar el desconcierto irritado de Jacobo:

—Mi madre no es propiedad nuestra, de ninguno de sus hijos ni de nadie. Es muy suya. Yo no tengo acceso privilegiado a mi madre, ni mis hermanos tampoco, ni mi padre y mucho menos tú. Es normal que no te tenga en cuenta. ¿Por qué habría de tenerte en cuenta?

—Porque soy tu mujer, ¿no es eso suficiente?

—Seguro que lo es en otros casos pero no en éste, no creo que recuerde ni que existes, perdona. ¡Así están las cosas...!

Fue lo más brusco que oyó decir jamás a Jacobo. Jacobo era un marido agradable, con una cierta tendencia a la distracción y a cansarse pronto de las conversaciones, cosa explicable porque volvía siempre tarde del banco y generalmente se traía papeles a casa. Angélica tuvo, pues, la impresión de que al quejarse de Matilda había puesto al descubierto una herida antigua que afectaba, de alguna manera, a la relación de los Campos con sus padres: esta impresión sirvió para confirmar su idea de que algo grave y oculto tenía lugar en la casa sin que se le revelase a Angélica con claridad qué era. Esta idea de un secreto familiar, una dificultad intrínseca de relación entre padres e hijos en casa de los Campos, alivió en parte su sensación de ofensa. Pero incrementó su curiosidad aderezándola con una pizca de malevolencia. Todo esto estaba teniendo lugar durante los últimos años de la vida de Matilda. Se habían suspendido los grandes viajes, que eran sustituidos ahora por largas estancias en Houston primero y después en Suiza y en Madrid. Para entonces había cumplido ya Angélica los treinta y dos años: el asunto de tener o no descendencia había quedado zanjado hacía tiempo. Pero Angélica encontró en el extraño rechazo de su suegra una nueva confirmación de lo acertado que era su propia voluntad de no traer hijos al mundo.

—No puedo entender por qué tu madre, si no iba a haceros nunca caso, quiso echaros al mundo en primer lugar —declaró Angélica en una conversación más o menos íntima con Andrea. Andrea, para entonces, había dado a luz dos veces y vivía sumergida en el espeso entramado de la maternidad. Era evidente que Andrea no tenía ninguna vocación de mujer moderna, ningún proyecto personal para sí misma con independencia del de criar su prole. Pero era más sentimental que Jacobo. Andrea defendió la posición de su madre en unos términos muy teóricos pero que no dejaban de ser adecuados:

—Ser madre es una necesidad de las mujeres, de casi todas las mujeres, yo creo. Una vez que los hijos están criados, sin embargo, una mujer puede sentir que quiere realizarse a sí misma después. Mi madre es muy inteligente, muy práctica. Nos quería a su manera, esa manera individualista, europea, de la clase social alta. Los hijos se cuidan solos. Hay la maternidad mediterránea, yo soy una madre mediterránea, a cuestas con los potitos y los colegios. Mi madre es una europea rica que delega en las
nurses.
A mí me parece bien. Y mi madre era fascinante cuando éramos pequeños, Angélica. Eso no debes olvidarlo. Viajábamos mucho con ella y con mi padre. Íbamos a encontrarnos con ella nosotros tres y mi padre en Roma y en Londres y en Orlando. Recuerdo el viaje a Orlando a ver Disneyland, fue estupendo. Era una mujer enérgica y alegre, y ahora está enferma.

Cuando por fin la muerte hizo presa de Matilda, Andrea fue de los tres hermanos la que más apenada pareció. No pudo acercarse al lecho de la moribunda más que sus hermanos, pero no pareció resentir eso demasiado. Angélica tenía la sensación de que hacer la voluntad de Matilda era más importante para sus hijos y allegados que cualquier iniciativa propia que difiriese de esa voluntad. Matilda no admitía en torno suyo, especialmente al final, voluntades más fuertes o distintas a la suya. En cierto modo, esto era escandaloso visto desde fuera. Visto desde dentro, desde la propia familia, parecía lo natural.

Entre Andrea y Angélica se estableció por entonces una Curiosa relación materno-filial: Angélica era la mayor pero, carente de hijos, conservaba un aire de soltería, una ligereza adolescente que, en cambio, se había visto sustituida en Andrea por una cierta gravedad de matrona, no obstante ser Andrea la más joven. A Andrea le parecía que su cuñada era más inteligente que ella misma, pero en cambio menos práctica, menos sensata, más irreal, a consecuencia, precisamente de no haber tenido hijos propios. Así que ambas mujeres establecieron una amistad que podía considerarsecomo una protección invertida: la más joven protegía a la mayor en los asuntos cotidianos mientras que la mayor proporcionaba a la más joven una cultura general:

Angélica estaba al tanto de los libros que se publicaban las exposiciones de pintura moderna y contemporánea, las conferencias de la Fundación Juan March, los ciclos de música de cámara norteamericana, el expresionismo alemán. Incluso los debates de las feministas entraron a formar parte de la conversación de Andrea por influencia de Angélica. Incluso
El segundo sexo
de la Beauvoir entró a formar parte de su repertorio ideológico, bien que de una forma muy reducida y disminuida. Tras la muerte de Matilda, hubo una diáspora exagerada sobre todo por parte de Fernandito, que apenas veía a sus hermanos, y de Juan Campos, que apenas se dejaba ver. Los dos matrimonios, que se veían con más frecuencia, también dejaron de verse, como si les faltara materia que debatir una vez fallecida Matilda. De hecho, la reunión en el Asubio con motivo de este último puente de Difuntos fue fruto de la casualidad. Cada una de las dos parejas decidió por su cuenta llegarse al Asubio. Una vez allí, ambas, cada cual por su lado, se sintió reconfortada con la presencia de la otra. Y así fue como Angélica y Andrea continuaron su relación materno filial y a la vez de profesora-alumna. Así que cuando Angélica puso de relieve su preocupación por el aparente ensimismamiento y soledad en que vivía Juan Campos no le fue difícil persuadir a Andrea de quedarse algo más de tiempo con ella para supervisar la situación potencialmente explosiva en opinión de Angélica.

Angélica, sin embargo, ha hecho una reserva mental: ha decidido no explicitar ni detallar delante de Andrea lo que sospecha que ocurre con Fernandito. En realidad, Angélica considera que ésta es su gran baza: su gran momento, su gran juego: estas expresiones bailotean en la conciencia de Angélica como saltimbanquis. Recuerdan un poco a los dos jóvenes que en
El Castillo
de Kafka confieren un aire procaz, cómico, irreflexivo a la suerte del agrimensor. No son personajes, sólo conceptos bulbosos, nociones proliferantes, intuiciones que a medias la realidad confirma y a medias desconfirma. ¿Hay acaso un juego en juego? ¿Tiene quizá Angélica que hacer una apuesta
pascaliana
acerca de la existencia o la seriedad de algo terrible que ocurre en la casa, acerca, supongamos, de la posibilidad de la aparición repentina de un dios o un diablo en la escena? Por otra parte, ¿a qué se mete Angélica en este lío familiar? Ha dado Angélica por supuesto que existe una situación familiar liosa, aunque no puede darse ni siquiera a sí misma detalles precisos de la complicación. ¿No lo está inventando todo? Angélica fue una universitaria lista. Sintió sincera curiosidad por ciertos aspectos de la vida política y cultural. Se da cuenta de que su posición en esta casa es extraña. No obstante ser esposa del hijo mayor, nunca le hizo Matilda el menor caso. Se siente como la
governess
de The Turn of the Screw. El entrecruzamiento en la persona de Angélica de figuras literarias y proyectos propios es siempre semicómico. Se siente al borde de una visión y se pregunta: ¿estoy viendo lo que veo, o estoy provocándolo? En última instancia, sin embargo —tanto si lo ve como si lo inventa—, está siendo protagonista de un acontecimiento único. Por fin su matrimonio está dando de sí lo que no dio desde un principio y nunca pareció ir a dar. Ha sido necesaria la muerte de Matilda, la retirada al Asubio de Juan Campos, la presencia de Fernando Campos en el Asubio abandonando su puesto de trabajo en Madrid. Al final, sin embargo, florece la situación con la viscosidad de una gran berza: grandes hojas situacionales se extienden por todas partes, surcadas por lumiacos y gusanas: imágenes horticulturales un poco repulsivas le parecen a Angélica expresivas ahora de la situación que ante ella se extiende como las gigantes hojas blanquiverdes de las berzas de asa de cántaro. Y todo esto no puede compartirlo por completo con Andrea porque el quid de la cuestión es Fernandito. Angélica ha decidido que toda la extrañeza de la situación familiar de los Campos, incluyén dolos a todos, se concentra ahora en Fernandito como en un agujero negro: Fernandito chupa y rechupa toda la energía de la familia. Esto no tendría por qué ser malo ni bueno, pero hay algo no científico, sino mitopoético en el concepto de agujero negro, que arrastra la imaginación de Angélica. Lo mismo que la muerte de Matilda queda inacabada en esta casa —piensa Angélica—y así Fernandito representa el inacabado sumidero de esta familia, su significación postulada e irrealizable, su negación de su negación, su hundimiento. Y tiene que haber un hundimiento —entrevé Angélica— aunque sólo sea para sobrecompensar el desdén con que fue tratada ella por todos ellos, incluido su propio esposo. Al pensar estas cosas se siente aviesa y mala. Pero se siente, ante todo y sobre todo, en lo cierto. Sentirse en lo cierto es como una ebriedad que embarga ahora a Angélica todo el tiempo y que le permite disimular con Andrea el verdadero filo de sus intenciones y contemporizar durante los almuerzos y las cenas con las insulsas conversaciones monosilábicas de Juan Campos o con los acerbos comentarios de Fernandito, cuando Fernandito se digna aparecer por la casa. El tiempo vuela y no sucede nada.
¿Y
si no pasara nada? Al fin y al cabo no podrá prolongar Angélicas ni por supuesto tampoco Andrea, su estancia en el Asubio por tiempo indefinido. Algo tendrá que suceder de hoy a mañana, o mañana, o pasado mañana. O ahora o nunca si Angélica ha de tener razón, y ha de tenerla. Piensa mal y acertarás, Angélica —se dice Angélica a sí misma.

XVI

Juan Campos ha rehuido todo hacerse cargo de la situación. El Asubio, con sus días ventosos de contraventanas batientes, con la lluvia perpetua y la gran soledad del mar, su treno monótono, su profundidad metalúrgica, su indiferencia mortal, el embarrado cielo, el secreto, el fracaso, la totalidad inabarcable del
Yo soy,
la gran ciénaga del para-sí, le reconforta. En todo esto se adentra Juan Campos como en un laberinto hedónico: he aquí que se ha salvado, he aquí que se ha librado de la muerte, él es el gran testigo, el gran testimonio, el mártir. En lugar de correr aceleradamente hacia su muerte, Juan Campos se echa a un lado y se salva. ¡Dios! ¿Quién quiere morir, deshacerse, desprenderse de este mundo interpretado, repleto de significaciones jugosas? Juan Campos no desea morir. Ante él, ante Juan Campos, se extiende su propia vida como un territorio inefable, asubiado, como una gran disculpa, como una excusa. ¿Qué más hubiera podido hacer Juan Campos? Acurrucado en su butaca ante el fuego se siente bien, se siente vivo. Es sí mismo en una dulce ignorancia de sí. Se disfruta a sí mismo, se es, se desconoce. El muerto al hoyo, el vivo al bollo. Todos se confundieron. Juan Campos, sin embargo, no se confundió. Lee ahora los nuevos poemas de los jóvenes poetas de Valencia. Acaba de leer, por ejemplo: Recibetu alrededor/como un amante. ¿No es esto maravilloso? Allá en Valencia, unos jóvenes editores y poetas han compuesto una revista sin nombres, no hay autores, sólo poemas sólo textos. Juan Campos les recibe gozosamente en su maravillosa casa del Asubio. Les lee, desconocidos, como él mismo se vive a sí mismo en la penumbra benéfica de su subjetividad pura. ¿Quién quiere morir? ¿Quién piensa en morir? Repite: Recibe tu alrededor / como un amante... Un libro de haikús abierto al azar, debe ofrecer, de inmediato, una percepción inesperada de alguna porción del mundo: un recodo secreto y, ahora, iluminado. Así, ahora Juan Campos se ve a sí mismo transformado en luciérnaga, en significación instantánea que emerge, reluce y desaparece: Yo soy, yo no soy. La secuencialidad de la existencia le parece vulgar, la atonía, la insignificancia de las grandes significaciones la esposa los hijos... Él se ha salvado, Juan Campos se ha salvado. La vida durará tantos años como duren estas iluminaciones, estos haikús repentinos. ¿Cómo se atreve Emilia a venirle con esta intensa violencia, este gusto mortal, este recuerdo de la muerte? Ha aborrecido a Emilia la otra tarde. La desvergüenza del dolor, la incuria del sufrimiento... Ella pretende ser la primera. Él es el primero y el último. No se asustará: no retrocederá ahora que ha logrado ileso, llegar al retiro: no dejará que un espúreo sentimiento de culpabilidad procedente de la conciencia ajena, procedente por ejemplo de la conciencia de Antonio Vega, le perturbe. ¿Quién tiene derecho a juzgarle? Las cosas sucedieron por sí solas. La flor de la vida se abrió por sí sola. Juan Campos no pudo evitarlo. ¿Hubiera acaso, podido oponerse o incluso interferir en el despliegue gigantesco de Matilda, aquella gigantomaquia absurda de los negocios los viajes, las grandes ciudades, los centros financieros del mundo globalizado? Matilda no lo dudó, ni Juan Campos tampoco. Era preciso dar a cada cual lo suyo. Matilda obtuvo lo suyo, Y Juan Campos también. ¿Quién se atreve ahora a contabilizar las ganancias y las pérdidas de cada cual? La noche es inquietante, la lluvia es inquietante, el viento marítimo es inquietante, y el faro a lo lejos, imprevisto, inútil tal vez, es inquietante. En el profundo reducto de la conciencia de Juan Campos lo inquietante emerge como un amor imposible. ¡Bien! —se dice Juan Campos—, Matilda fue un amor imposible. No la amé todo lo que pude. Si la hubiera amado más aún, ¿la hubiera hecho más feliz? ¿Hubiera Matilda muerto más feliz si Juan Campos la hubiera amado más aún? Matilda tenía la medida de todas las cosas. Cuantificó el amor y el esfuerzo. No deseó ser amada más de la cuenta. Juan Campos hizo lo que pudo: la amó lo suficiente. Fue más bien Matilda quien no le amó lo suficiente a él. Ahora no puede Juan Campos emborronar este cuaderno de dibujos infantiles de la memoria. Aunque quisiera tachar el castillo y el guerrero medieval, emborronar la princesa y el unicornio y el centauro, no podría. Arrancar la hoja, echarla al fuego. Pero... ¿Y si se hubiera atrapado a sí mismo en una trampa tragicómica? Los ha engañado a todos. ¿Sí, o no? No debo pensar —piensa Juan Campos— con demasiado detalle aquello que podría herirme si lo pensara con todo detalle. No debe imaginar Juan Campos al detalle lo que le heriría si se presentara de pronto ante él, como un ladrón, un hooligan, un drogadicto en plena noche... Supongamos que de Lobreña viniera un joven cualquiera beodo, drogado, que necesita dinero urgentemente, e irrumpiera en esta habitación consoladora, rompiera los cristales (al fin y al cabo sólo un cristal, un cortinaje de terciopelo profundo, le separa de la intemperie)... Podría ser aquí asesinado, desvalijado. Está a salvo aquí porque le protegen Antonio Vega y Bonifacio y Balbanuz. Está a salvo porque Matilda ha muerto y ya no puede regresar y no puede reprocharle o increparle. De pronto siente miedo, tiene miedo. Puede llamar a Antonio por teléfono (hay una línea interna que comunica el departamento de Antonio y Emilia con el suyo...). Juan Campos se siente aterrado de pronto. Se ha asustado a sí mismo. Llama por teléfono a Antonio Vega. Es la una de la madrugada. Entra Antonio Vega. Juan Campos y Antonio Vega beben whisky con hielo al amor de la lumbre. Antonio Vega se limitó a decir por teléfono: Ahora voy. Juan Campos no dio explicaciones como es natural. Se limitó a murmurar: podrías venir un momento, si no estás acostado. Antonio Vega dijo: Ahora voy. Desde ese momento, el repentino terror se ha echado hacia atrás. Ha quedado debajo de la superficie de la conciencia de Juan Campos, que ha podido sumergirse de nuevo en los objetos tranquilos de su despacho, su cuarto de estar: ahora recibe su alrededor como un amante. Ahora, Antonio Vega llama a la puerta y entra. Se acabó. Antonio sirve el whisky, se mueve lentamente con su seguridad madura, su aplomo físico, su inocencia. Tantos años juntos apenas ha envejecido, los dos miran el fuego. El hielo tintinea en los vasos y el rumor del viento afuera tintinea en los vasos también como una frase acertada, amable, consabida. Con Antonio, regresa la paz de la conciencia no objetivante: ahora Juan no se siente juzgado, ni desdoblado ni arrancado de sí mismo. No hay entre su conciencia de sí en este instantey la presencia de Antonio distancia alguna, resquicio por donde puedan colarse los actos de juicio, las miradas ajenas, los prójimos. En presencia de Antonio, Juan Campos se expande como el aroma de una taza de café, como el gratificante aroma de las tostadas en el tostador. Antonio —que no es de su familia— aleja la odiosa familiaridad judicativa de la familia Campos más allá de todo posible acercamiento, en las afueras acantiladas del jardín de la costa cantábrica, más allá de Lobreña, hacia el monte embriagado por la amarga niebla y el hedor de los colgadizos. Por un instante, Juan Campos piensa, teme, que Antonio le pregunte por qué le ha llamado. Sería, al fin y al cabo, una pregunta natural dada la desacostumbrada hora. Por un momento, considera Juan la posibilidad de inquirir —con una amabilidad de boca chica— si le ha despertado, si le incomoda ser llamado a tan altas horas de la noche. Si, sobre todo, no le resulta extraño que, una vez presente en la habitación, no parezca dispuesto Juan a dar explicación ninguna. Pero se detiene: no llega a formular siquiera esa posibilidad: la costumbre de estar juntos en silencio salva la situación. Antonio es aún, a sus cincuenta años, el joven que de joven respetaba el silencio del maestro de filosofía, del hombre reservado y profundo. ¿Será posible que Antonio Vega no sienta curiosidad ninguna ahora? Juan Campos se recoge sobre sí como un caracol. Cualquier pregunta, por discreta que sea, podría punzar la costumbre y deshacerla. El ritual del whisky —incluso a deshora—’es muy antiguo entre ellos. Antonio se acostumbró al whisky con él. Y también al fuego de leños, las lámparas de pie, las pantallas de pergamino, las estancias confortables, las alfombras, los delicados objetos que en las estanterías se alinean mágicos entre los lomos de los libros. Las estancias de Juan Campos, en Madrid y en el Asubio, todas han dicho siempre: yo soy. Y débilmente también: tú eres yo ahora aquí conmigo. Nunca hubo quiebra en esta intimidad dual. ¿La hay ahora? Juan Campos no tiene intención ninguna de averiguarlo precisamente ahora. Así que la pregunta que de pronto Antonio Vega formula le explota en la cara:

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