La fortuna de Matilda Turpin (13 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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XV

Los niños alteran la fisonomía de las casas. Y estos niños de Jacobo y Andrea son invasivos y chillan, entran en todas partes, se esconden detrás de las puertas en un insulso jugar al escondite que acaba invariablemente en llantos. La pequeña, de tres años, se hace todavía pis y caca. Y Andrea aparece desde muy temprano desmadejada por la casa. Los juguetes están por todas partes. No hay, además, en esta nueva casa, un cuarto dejugar de los niños. Hay un cuarto de dormir donde duermen los dos mayores. Babi se despierta por las noches y llora. Los niños infectan las casas —esto lo piensa cada uno desde su perspectiva propia, más o menos lo mismo Angélica y Fernando Campos—. José Luis y Jacobo se trasladan desde muy temprano al nuevo campo de golf de Lobreña. Esto de la proliferación de campos de golf en toda la provincia hace un efecto muy 2006. Juan Campos se atrinchera en su despacho. Antonio Vega se instala como de costumbre en el garaje. Los niños ocupan toda la casa como un contingente militar.

—¿Vais a quedaros mucho? —ha preguntado Fernandito a su hermana.

—¿Por qué? ¿Te molestamos?

—Hombre, sí. Sois la encarnación de lo molesto.

—Solterón impenitente. Y... por cierto, ¿tú vas a quedarte mucho? ¿Ya no trabajas? ¿Te han despedido?

Fernandito ha sonreído malevolente y se ha ido sin contestar a su hermana. No contaba con este
Kindergarten
cosificado. Nunca había visto a su hermana materializada hasta este punto: los signos externos de maternidad de Andrea atraen a Fernandito como los signos exteriores de riqueza atraen a los inspectores de hacienda. Fernando Campos mosconea literalmente alrededor de sus sobrinos y de su hermana y del servicio, y de las dos cuidadoras. No juega con sus sobrinos, no. Les asusta. Les quita los juguetes y los pone encima de los armarios. Hace llorar al mayor de los tres. Sentado en la sala, no se mueve cuando aparentemente se descrisman cayéndose de lo alto de un sillón o escaleras abajo. Se ha vuelto conspicuo a costa de observar los juegos de sus sobrinos sin intervenir nunca en ellos. Esta sobreañadida visibilidad de Fernandito no ha escapado al ojo censor de José Luis y de Angélica, sus cuñados.

—Tío, podrías echarnos una mano! —ha soltado José Luis la otra tarde, una tarde tediosa de sirimiri, sin saber qué hacer con los niños.

Fernando, una vez más, ha sonreído guasón y ha permanecido sentado sin hacer nada. A partir de esa tarde, se ha formado el bando anti-Fernandito, incoado desde un principio por su actitud guasona y ahora capitaneado por Andrea yjosé Luis. Esto añade movilidad trivial a la casa. Hay unas agitaciones subacuáticas en la superficie de la rutina cotidiana, antes y después de los desayunos, o durante la mañana, o antes y después de los almuerzos, o a lo largo de la tarde, consistentes en que los dos matrimonios observan a Fernandito a distancia y cuchichean.

Andrea encendió la llama de la hostilidad grupal comentando la incomprensibilidad de la presencia de su hermano Fernando en casa, en el Asubio.

—¡No te fastidia, que me pregunta que si vamos a quedarnos mucho! Y yo le dije: Y tú qué.

—Yo, francamente te lo digo, Andrea. Comprenderás que tu hermano es tu hermano... —ha intervenido José Luis con su celeridad de hombre alto no muy agraciado: ocupa un interesante puesto de interventor en el Gran Banco. Se viste muy a la manera de la City de Londres, con camisas de rayas y traje diplomático los días de diario y ostentosamente de
sport
en el campo, un aire de club de caza y pesca con botas Track and Field—... Un hermano es un hermano, pero, Andrea, yo a tu hermano Fernando no le veo. Es siempre
the odd man out
le encanta serlo. ¡Vaya, que me revienta un poco!

Y Andrea, secundada por Jacobo, ha defendido a Fernandito sin gran convicción. Al defenderle, han surcado su memoria como vilanos las imágenes de otro tiempo: el tiempo infantil y juvenil de los veranos del Asubio y las playas del norte: Lobreña, Oyambre, San Pedro del Mar.., la lluvia, los caminos embarrados, los domingos luminosos, los cielos malteados del atardecer, las dulces acuarelas, los cuentos infantiles que Antonio Vega les leía a los tres, las partidas de cinquillo y de brisca y de parchís en los cuartos de arriba o en la cocina de Boni y de Balbi... Y todo esto tiene tan agudamente la cualidad del haber-sido, del haberse-tenido, del haberse-ido y de no ser ya, salvo como briznas del aire de la memoria, que su misma indefensión y pobreza, sin querer, la conmueven, y ha frenado el primer pronto de la agresión a Fernandito que ya iniciaba, vigorosamente, José Luis y que ella misma, a su vez, había iniciado. Se había sentido herida por la pregunta de Fernandito y había respondido como la mujer casada que es, con hijos, con responsabilidades, que tiene que enfrentarse a un chico ambiguo, que, en opinión de Andrea, ha cambiado mucho en estos años hasta volverse irreconocible. Y ya en esa primera ocasión, ha observado de reojo la reacción de Jacobito, el hermano mayor, que Fernandito adoraba. Y se ha sorprendido Andrea al descubrir en el rostro de su hermano una rigidez censoria, acartonada, que nunca antes había observado, como si su constante ascenso en el banco madrileño le hubiera inmunizado contra las tonterías del hermano travieso y avispado que, en aquellos remotísimos tiempos del Asubio, el padre ensimismado, el Juan Campos de entonces, elogiaba sin reservas y comparaba admirado a la picardía y agresividad intelectual de Matilda, la madre, crónicamente ausente. Todo esto ha tenido lugar en un abrir y cerrar de ojos. Los dos hermanos pertenecen, una vez casados, cada uno de los dos, a su pareja, y las dos parejas forman un cuatrimotor que enuncia implícita o explícitamente lo que debe o no debe hacerse, lo que debe ser-se o no serse. Y también, de paso, lo que el pasado fue y no fue, considerado ahora ya desde el presente futurizador de las dos nuevas familias, las nuevas amistades madrileñas y... esto también: la no muy recatada crítica al comportamiento testamentario de Matilda y a la reacción
post-mortem
del padre. Porque es un hecho que Angélica y José Luis, cada cual por su parte, en apartes con su pareja correspondiente, y, con creciente frecuencia cada vez que se reúnen los cuatro a charlar, tienen enfilado el mundo social del Asubio con un gesto emotivo que combina, inverosímilmente, lo avinagrado y lo dulce, en una sola palabra que emerge siempre que se reúnen los cuatro:
discutible.
Todo lo que sucede en el Asubio es, por definición, discutible. ¡Pero, por supuesto que lo es! ¿Quién se atrevería a negarlo? Lo que ocurre es que esta —por lo demás sólo formal— noción de
lo discutible
(toda cosa espacio-temporal se da por lados, todo asunto humano presenta facetas, puede ser examinado desde distintos puntos de vista, y es por tanto discutible) sería inocente si sólo se empleara en su sentido más abstracto: aplicada aquí por José Luis y Angélica al Asubio y sus ocupantes habituales tiene una connotación negativa, prohibitiva: como si se dijera: es discutible, no es de fiar, no es del todo de buena ley, es malo o maligno en el fondo.

Se ha acabado ya el puente de Difuntos. Hay que volver a Madrid. No hay que volver a Madrid. ¿Hay que volver a Madrid? La cosa no está clara. Hay un ir y venir entre volver y no volver, una desazón, cómica en parte, logística en parte, un
impasse,
una aporía doméstica. ¿Quiénes no van a volver? ¿Y quiénes hay en condiciones de volver o no volver? Obvio es quienes no volverán y no se moverán. Ni Juan Campos ni Antonio Vega ni Emilia van a moverse de su sitio. El puente de Difuntos ha sido una simple lata que cada uno de los tres ha padecido o disfrutado a su manera. No se sabe si Emilia ha registrado la incomodidad que dimana de la presencia de niños en la casa y ocho comensales fijos a las horas de las comidas. Su delgada figura supervisora ha permanecido idéntica, impasible, ausente. Juan Campos se ha mostrado amable y distraído o ensimismado a lo largo de todo el puente. No ha conversado largamente con nadie, no ha rehuido a nadie, nadie se le ha acercado en exceso, ni siquiera sus dos hijos mayores. Su yerno y su nuera le han observado desde lejos, censorios y en blanco como impersonales visitas que desaparecerán felices, sin dejar rastro. Antonio Vega se ha sentido cómodo con los niños. Ha chapurreado con Andreíta y jugado con Jacobito a los guerreros medievales y a
Spiderman,
siendo a ratos
Octopus
Antonio,
Octopus
a ratos Jacobito, cambiando alegremente de papel la tarde lluviosa. Y ellos dos raptando a título de pieles rojas a Babi, para revenderla en un mercado negro de bebés blancos. Antonio Vega ha agradecido la compañía de los niños. Y Fernandito, ¿qué? ¿Va a regresar Fernandito a Madrid? El final del puente es un final sin Fernandito. Así que el cuatrimotor se reúne en los dormitorios con un aire de junta de propietarios, a decidir qué es qué. Y sobre todo a decidir quién se queda y quién se va. Porque ocurre que de la experiencia cuádruple de las dos parejas ha emergido, como un clavel reventón, una conclusión semicómica: alguien tiene que quedarse a echar un ojo, a controlar un poco, a ver qué pasa, porque están los cuatro en esto unánimes: algo va a pasar y tiene que pasar por fuerza. La disgregación de la familia, la desarticulación de España, el puto caos que acontecerá si todos se van y no se queda nadie a controlar lo incontrolable, a evaluar daños y perjuicios, a tabular los pros y contras de una situación que nadie, ninguno de los cuatro, aprueba o comprende. Pero la verdad es —dicho sea en honor del cuatripartito— que la situación misma no sólo resulta difícil de comprender o de aprobar, sino incluso de determinar en punto a su existencia. ¿Hay una situación potencialmente explosiva en el Asubio? La verdad es que todo el puente de Difuntos ha estado presidido por una excelente sincronización doméstica gracias a Emilia, con el auxilio complementario de Antonio Vega a las horas de lluvia para entretener a los niños. La única incógnita de la situación es Fernandito, que ha desaparecido justo al acabarse el largo puente. Casi cualquiera, en vista de lo ocurrido, que no es nada, hubiera decidido que no es nada y que los cuatro pueden regresar a Madrid tranquilamente. Y aquí es donde Angélica cobra una importancia y una significación inusitadas. En opinión de Angélica, hay una peligrosa escisión en el Asubio entre lo que Bradley, el viejo neohegeliano inglés, llamaba
Realidad
y
apariencia.

Angélica toma la voz cantante. Se quedará Angélica con uno de los coches, el suyo propio, y regresarán a Madrid Jacobo y José Luis con los niños y las mucamas. Pero, claro, Angélica no es en el Asubio nadie sin Jacobo. Y Jacobo no puede quedarse con ella. Sólo queda disponible Andrea. Y Andrea ve de pronto el cielo un poco abierto con esto de tenerse que quedar y posponer, siquiera una semana, la nurtura de la prole, que supervisará José Luis por las noches y que quedará a cargo de las competentes manos de su servicio doméstico. Así que Andrea, tras efectuar los gestos y giros correspondientes a una maternidad responsable, se queda para legitimar la presencia de Angélica, que es quien de verdad sabe lo que va a pasar en el Asubio.

Angélica es una chica lista. Hizo su carrera de Derecho satisfactoriamente y se acostumbró a considerarse a sí misma una persona responsable de su propia vida: una representante de la nueva generación ahora en los treinta, que es consciente de que, como mujer, puede aspirar a más que a ser ama de casa. El matrimonio con Jacobo le hizo concebir más esperanzas de las que correspondían a la realidad: el bienestar económico de la familia materna de Jacobo, combinado con el prestigio académico de Juan Campos, le pareció fascinante en su momento y decidió el matrimonio. Fueron los últimos años brillantes de la carrera de Matilda, los más brillantes pero también, al final, los más ambiguos, puesto que la propia Matilda tuvo conocimiento de que su enfermedad era incurable precisamente en esos años. Así que toda su actividad se incrementó bajo la sombra del conocimiento de su inexorable fin. No reconocerse enferma fue esencial para Matilda, no reconocerlo ante los demás, no reconocerlo ante sí misma. Pero se trataba de un intento vano: la enfermedad inmisericorde dejó muy pronto muy pocas dudas, tanto a la interesada como a sus deudos. En estas circunstancias, Matilda ya no ofrecía el imaginado escenario de vida social que Angélica creyó haber alcanzado al casarse con Jacobo. Angélica se sintió realmente estafada. Expresarlo así es absurdo y ella misma no lo expresaba así. Ella decía que sentía una intensa compasión por la situación de su suegra. Pero ni su suegra ni la familia de su suegra parecían necesitar esa compasión. No se dejaban compadecer los Campos. No se dejaba compadecer Matilda ni su propio hijo Jacobo, contagiado quizá de la soberbia materna. En estas condiciones el papel de una nuera queda reducido a la insignificancia. La persona misma, Angélica, parece quedar por virtud de la desactivación de su papel desactivada ella misma en cuanto tal. Angélica se sintió fuera de juego, disminuida, preterida y, por otro lado, requerida por su propio marido, Jacobo, para dar cuenta de la situación: una de las curiosas características de esta relación consistía en que Jacobo daba por supuesto que Angélica era la gran intérprete del mundo y de la sociedad más allá del reducido grupo de preocupaciones que le afectaban directamente a él como alto empleado del banco. Exceptuado el banco de todo lo demás era Angélica la voz autorizada. Así que, también en lo relativo a la enfermedad de su suegra y a la interpretación del matrimonio de los padres de su marido y en general de toda la familia Campos, acabó convirtiéndose Angélica en una autoridad al menos para su marido.

—¿Tú cómo lo ves, Angélica? —preguntaba constantemente Jacobo.

Y Angélica respondía con todo lujo de detalles: el único inconveniente era que sus descripciones y evaluaciones de la situación familiar no tenían vigencia fuera del círculo minúsculo de esta curiosa pareja Angelica emitía su opinión, que Jacobo gravemente recogía y apreciaba, sin que esto fuese ocasión de ninguna clase de acción determinada. Las opiniones de Angélica rebotaban sin fruto como pelotas de ping-pong en una mesa de ping-pong. No se estaba jugando una partida, no podían hacerse tantos a favor o en contra de Angélica. Era como jugar contra sí misma. Una especie de ping-pong-frontón, viniendo a ser, en realidad, Jacobo el frontón mismo, el muro, y Angélica alternativamente la única jugadora y la pelota que bota y rebota una y otra vez. Hubiera deseado Angélica ser útil, que Matilda la necesitara, por ejemplo. O que Juan Campos la necesitara. O que el propio Jacobo, hallándose terriblemente desconcertado y apenado, hubiese tenido necesidad de grandes dosis de consuelo. Pero el caso era que Jacobo no daba la impresión de hallarse tan terriblemente apenado como quizá debiera: la costumbre de no contar con su madre, con Matilda, el largo hábito arrastrado desde la niñez y a lo largo de toda su juventud, de contar con que su madre se bastaba y se sobraba por sí sola para resolver sus propios asuntos, embotaba el dolor ahora. En cierta manera, Angélica sufrió al poco tiempo de entrar en la familia Campos un doble escándalo: el escándalo de no ser necesitada por su suegra, que era autosuficiente incluso en la enfermedad, y el aún más raro escándalo de no ser necesitada por su propio esposo, el hijo de Matilda, para ser consolado por la grave enfermedad de su madre. No es que Jacobo no sintiera y no lamentara la enfermedad de su madre: es que Angélica no lograba identificar del todo esa pena: lo identificado a ratos era sin duda tristeza filial ante lo irreparable, pero otros ratos era también algo parecido a la sorpresa entreverada con una fuerte dosis de incredulidad: a ojos de Jacobo la gravedad de la enfermedad de su madre no acababa de resultar verosímil por completo y esa inverosimilitud procedía, en parte, de que tan pronto como Matilda definitivamente cayó enferma y hubo de guardar cama, estableció un férreo cerco en torno a sí misma donde realmente sólo Emilia penetraba. Se tenía conocimiento de la gravedad del estado de Matilda pero no del todo intuición sensible del mismo. La señal externa sensible más constante de Matilda enferma fue la irritabilidad: Matilda se cansaba en seguida de las visitas y se mostraba con facilidad irritable por cualquier insignificancia: Angélica se sintió rechazada en el doble sentido de no ser necesitada por su suegra y no poder consolar a su marido más que en proporción a la pena que exteriormente su marido manifestaba y que no parecía ser, después de todo, mucha. Y cuando Angélica, por fin, sacó todo esto a relucir, con el aire un poco de una esposa que pone las cartas sobre la mesa y descubre la infidelidad del esposo, Jacobo se limitó a comentar que los Campos Turpin eran una familia reservada, inasequibles a los melodramatismos de la consolación. Esto le pareció brutal a Angélica. Y quizá lo fuese, aunque quizá fuese también muy comprensible dada la educación distanciadora que los hijos de Matilda Turpin y Juan Campos habían recibido desde niños. Siempre se guardaron las distancias para no agobiarse unos a otros y ahora las distancias guardadas durante tanto tiempo congelaban el paisaje entero de padres e hijos distanciados entre sí. Angélica concibió entonces una especie de resentimiento ligero contra su suegra, lo que suele llamarse animosidad, una animadversión ligera, como la que sentimos ante un hombre muy gordo sentado en el asiento contiguo del avión, o alguien muy acatarrado cuya presencia no podemos evitar durante largo rato. Con ocasión del careo con Jacobo —equivalente al descubrimiento de una infidelidad conyugal—, con ocasión del rechazo de Matilda, Angélica llegó a exclamar:

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