La gente como nosotros no tiene miedo (31 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
7.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—
¡Sula!

Al día siguiente me dejó quedarme en casa sin ir a la escuela y ver mis telenovelas argentinas, mientras me alimentaba de pita, yogur y mandarinas.

Ojalá pudiera decir que saber que había alguien fuera que me entendía acabó con el problema, pero no fue así. Cuando el problema del cuello pasó, una vez mi madre dijo que al lado del microondas podías quedarte bizco. Se lo dijo a mi hermana, pero yo la oí. Eso llevó a casi medio año de
sula
con los ojos. Empecé a ponerlos en blanco hasta que chillaban, una y otra vez. No podía ver la televisión. Me dolía tanto la cabeza que a veces tenía que sentarme en cuanto me ponía de pie. A oscuras en mi cuarto, de tanto ponerlos en blanco pensaba que la oscuridad era mi propia ceguera.

Los dientes fueron lo último, y también lo peor. Los dientes son peores que los ojos. Durante unas vacaciones de verano me libré de las
sulas
hasta que mordí una panocha de maíz y por accidente rechiné los dientes de abajo contra los de arriba. No sé cómo me las arreglé para que los dientes de abajo se montaran sobre los de arriba y sentí el dolor más grande de mi vida, tanto que pronto me pasaba el día intentando reproducirlo, solo porque la posibilidad de que pasara por accidente era peor que el dolor mismo. Y volvía a hacerlo. Y otra vez. Los escalofríos recorrían mis movimientos y mis pasos. Tenía que llevar suéter en pleno agosto israelí. Cuando llegó septiembre, solo esperaba a que terminara la clase porque no soportaba rechinar así los dientes, y luego en casa a que terminara la comida porque no soportaba rechinar así los dientes, y luego a que terminara el día, y luego a que terminara el sueño. Esperaba, esperaba y esperaba, un alivio que no llegaba nunca.

—He de acabar con esto. No puedo seguir así —le dije a mamá.

Estaba paralizada por un problema que ni siquiera era real. Ni siquiera podía contárselo a Avishag, menos aún a Lea.

Mamá dijo:

—Yael: lo entiendo, lo entiendo, lo entiendo —lo dijo otra vez, y otra más, mirándome a los ojos. Papá estuvo durmiendo durante meses en mi cama, con las piernas encogidas. Mamá me entendía y pasaba la noche conmigo. De no ser porque tenía a alguien que entendía un problema para el que yo misma no tenía palabras, me habría vuelto loca. Los minutos acechaban las horas que acechaban mi sueño.

No recuerdo cuándo ni cómo ni por qué desapareció. Recuerdo que llegó un punto en que solo podía respirar cuando fantaseaba con el momento en que consiguiera no pensar en los dientes, y que llegó un punto en que fui incapaz incluso de recordar o imaginar cómo sería un momento así.

Y sin embargo se fue. Eso sí lo sé, porque cuando tenía dieciocho años y me volvió la
sula
del cuello, justo después de que Dan muriera, solo pude esperar a que empezaran los dientes.

 

La base de la playa era pequeña. Es la misma playa de donde huiría el presidente de Egipto, años después, tras tres décadas de gobierno, cuando las calles lo obligaron a darse cuenta de que ya no le querían. Actualmente cuesta más de quinientos dólares conseguir una habitación de hotel junto a esa playa del Sinaí, y está tan abarrotada que los turistas que visitan Egipto pierden mucho tiempo buscando un lugar donde tender la toalla, pero en aquellos tiempos una veintena de soldados tenían esa franja de tierra para ellos solos, porque era un recinto militar de acceso restringido.

Solo había otras dos chicas en la base el día que llegó mi madre. Las dos eran rubias, de pelo corto. Las dos rubias luego tendrían muchos hijos, pero solo varones, y mamá dijo que no hubiera imaginado otra cosa, desde el día que las conoció. Nunca imaginó que fueran a tener hijas. El pelo negro y delicado de mi madre le llegaba hasta el culo huesudo, y seguía teniendo la nariz rota. Las chicas también eran controladoras aéreas. Eran hijas de pilotos. Tenían aún menos luces que mamá. La base no era un destino muy popular entre los controladores aéreos, porque estaba lejos y los soldados sólo podían volver a casa una vez al mes, porque el ejército no podía gastar mucho en vuelos internos para ellos. A mamá le daba igual. Hubiera querido quedarse en aquella playa para siempre desde el momento en que llegó.

El trabajo en la torre de control de tráfico aéreo era sencillo. En aquella época los aviones aterrizaban allí solo de vez en cuando, como parte de la instrucción para las remesas de nuevos pilotos. Todo lo que mamá tenía que hacer era asegurarse de que no hubiera otros aviones en la pista y de que no daba permiso de aterrizaje a dos a la vez. Si el teléfono rojo sonaba tenía que contestar, pero nunca sonaba. Aparte de eso, solo debía esperar. El primer día se presentó una hora antes de que empezara su turno de ocho horas, y a partir de entonces siempre lo hizo. Empezó a fumar, y se gastaba toda la paga en cigarrillos, pero siempre se aseguraba de dar más cigarrillos a las otras dos controladoras de los que ella se fumaba al día.

Aparte de las dos rubias había una veintena de soldados en la base. La mayoría eran repostadores de combustible y técnicos de tierra de las fuerzas aéreas. También había un cocinero, el mayor de todos, un hombre de veintisiete años de un kibutz del desierto, que solía gastarle bromas cascarrabias a mamá a todas horas y decía que tenía la piel tan oscura como un pastel de chocolate o como la mierda, y que debían prohibirle el acceso a su comedor porque en ambos casos era un riesgo sanitario, y que le daba besos en el cuello y huevos duros que le sobraban.

 

Mamá me habló de esa playa por primera vez cuando le conté mi problema del cuello y que todo había empezado con mi preocupación por tener papada. Trató de medir sus palabras, porque era ella quien me había contado que, una vez se gana peso, la cara siempre se queda gorda.

—Mira, no tienes papada, pero aunque la tuvieras, cosa que nunca va a pasar, has de saber que no te vas a morir por eso. Mira, si eres simpática, los chicos ni siquiera ven que eres fea. Ser una buena amiga y ser divertida es mucho más importante que ser bonita. A nadie le gustan las chicas agrias. Cuando hice el servicio militar, había dos chicas preciosas y agrias en mi base, y aunque yo era fea, todos los chicos me querían porque siempre sonreía.

—¡No eras fea! ¿Estás diciendo que yo soy fea? —fue antes de que supiera que mamá se había roto la nariz.

—¡No! Eres la chica más preciosa del mundo. Pero es importante reír todo lo posible. Hemos de conseguir que te rías más. ¿Cómo es que Avishag y Lea ya no vienen a casa? Tenemos que ver qué se puede hacer.

Después empecé a salir con Moshe y pensé que había una persona que no me consideraba fea. Más tarde, en el ejército, un día que Hagar me hizo un peinado y llegué a pensar que el mundo entero podía verme guapa.

Mamá se hizo la cirugía plástica en la nariz durante el servicio militar. Suena espantoso, pero es la verdad. Hasta entonces la tenía rota, y luego ya no. No estoy segura de dónde sacó el dinero ni cómo se la hizo, pero la cuestión es que se operó. En la primera fotografía que la vi salía con un bañador amarillo. Dos chicos sin camisa la levantan de los brazos, uno por cada lado, y ella se ríe con tantas ganas que se le ve la campanilla. Tiene una nariz perfecta y larga. La playa donde mamá nadaba con su bañador amarillo, la playa donde los chicos la querían, ya no es la frontera. En la nueva frontera, la que está más cerca hoy en día, diez años después de mi servicio militar, hay campos de tortura donde los beduinos egipcios encierran a los eritreos. Les prometen que los ayudarán a llegar a Israel a través de Egipto. Por dinero. Entonces los persiguen, los encierran, y mandan una oreja o un dedo a sus familias pidiendo más dinero. Pero cuando al final de la playa aún estaba la frontera, los chicos perseguían a mamá por la arena hasta que se le endurecieron las plantas de los pies.

Mi prima llamó una vez y entre susurros y risas preguntó si era verdad lo que había oído, si era verdad que mi madre tenía una nariz postiza. Siempre tuve celos de la nariz de mamá por lo noble que me parecía, y cuando la miraba, mientras ella lavaba los platos con una camiseta rasgada y un turbante en el pelo, cuando miraba a aquella mujer que gastaba cientos de siclos en un buen jabón para el acné de sus hijas pero llevaba años sin cambiarse el cepillo de dientes, no podía creer que fuera de las que se hacen una cirugía plástica.

—Sí, mi madre me dijo que era porque tenía la nariz rota o algo así, pero igualmente ¿no es gracioso? —me susurró mi prima por teléfono. Cuando eran pequeñas, mi madre le había hecho un corte tan profundo a su madre que empapó de sangre todas las gasas que tenían.

—No —dije—. No es gracioso.

Nunca le pregunté a mi madre nada de su nariz.

 

El mes antes de que secuestraran un avión y a mamá se le presentara casualmente la ocasión de ejercer la compasión, fue el mes más feliz de su vida. Todos los chicos de la base la querían cuando tenía la nariz rota, porque era fácil quererla, porque así no había riesgo de enamorarse de ella de verdad, y era tan buena amiga, y por la noche los arropaba después de una partida de backgammon y dejaba que le hicieran ahogadillas en el mar y que no se avergonzaran de abrazar a una chica de dieciocho años en bañador. Mamá era más feliz cada día. Desde que llegó a la base no fue a casa ni una vez, no volvió al bloque de pisos de Jerusalén con los bebés y los billetes de lotería desperdiciados y las persecuciones de borracho y las matanzas de pollos y las hermanas sangrantes. El aire salobre le dio cuerpo a su pelo. La espera en la torre de control dilataba sus pensamientos y hacía más interesantes las caras que dibujaba. Era la reina y el solaz de los chicos, y perdió el miedo a los recuerdos que toda la vida había querido ignorar, con lo que no tenía que distraerse a todas horas, con lo que poco a poco dejó de creer que no tenía luces.

Cuando le arreglaron la nariz, a los chicos les pareció un milagro. Como cuando en las telenovelas argentinas la pareja descubre al final que no son hermanos de sangre, después de todo.

Cuando caminaba por las dunas de arena, los chicos aplaudían. Las dos rubias, que con el tiempo solo tendrían hijos varones, dejaron de hablar tanto. Luego la ayudaron a cortarse el pelo por encima del hombro y la seguían a donde iba. De no ser por lo que pasó después, mamá iba camino de convertirse en una dictadora o, por lo menos, la malvada mujer de un político, o incluso en un Dios perverso.

Fue el día en que Ari Milter golpeó a Joseph Gon en la mejilla durante una pelea por los turnos de vigilancia pero que en realidad era por los abdominales de mamá, cuando alemanes y palestinos secuestraron un avión israelí que hacía escala en Atenas. Doscientos sesenta civiles iban a bordo del avión. Fue el secuestro que culminó con la Operación Trueno, u Operación Yonatan, como sé que algunos la llaman, por Yonatan, que murió asesinado.

Los secuestradores aterrizaron en Libia para repostar. Entre los pasajeros había una enfermera que fingió un aborto y fue liberada durante la parada. Tenía pasaporte británico-israelí. Su madre acababa de morir, y tenía a su padre enfermo. Se había casado hacía unas semanas. No estaba embarazada, pero se las arregló para convencer a la única mujer secuestradora de que podía perder el bebé.

Desde Libia, los secuestradores le ordenaron al piloto que volara a Uganda. Aterrizaron en el aeropuerto de Entebbe. Idi Amin, que había empezado de cocinero en el ejército, igual que el hombre que le daba a mamá huevos duros y besos en el cuello, entonces ya no era cocinero, sino el gobernador de toda Uganda. Cooperó con los secuestradores, así que lo tuvieron fácil para reunir a todos los pasajeros en una de las terminales. Los alemanes empezaron a dar órdenes a gritos, separando a los pasajeros según fueran judíos, israelíes o
goyim.

El capitán del avión, que era gentil, insistió en quedarse, porque a fin de cuentas era el capitán. Los once miembros de su tripulación también se quedaron. Ninguno de ellos murió, pero Air France suspendió del cargo al capitán por no abandonar el aparato. Al final Isaac Rabin, que entonces era el primer ministro de Israel, le concedió una placa por su papel protector de los judíos, y luego Isaac Rabin volvió a ser primer ministro y fue tiroteado por un judío israelí que lo odiaba.

Importe o no, el capitán se quedó, aunque no está claro qué clase de ayuda prestó en la misión de rescate, si es que llegó a prestarla. Los secuestradores querían que todas aquellas naciones europeas e Israel dejaran en libertad a combatientes y anarquistas encarcelados. Todo el mundo, incluida mi madre, creyó que eso era lo que iba a pasar. Los soldados de aquella playa se preguntaron si el avión de los que luchaban por la libertad pararía a repostar en su base y, en caso de que así fuera, si el cocinero intentaría impedir que el avión despegara de nuevo, porque otro que luchaba por la libertad había hecho estallar un autobús donde iba la madre del cocinero y la mujer había quedado ciega. Desde entonces no había parado de pedirle a su hijo que la matara de una vez. Los secuestradores dijeron que empezarían a matar gente el 1 de julio, pero al final accedieron a esperar al 4 de julio, porque era una fecha simbólica en Estados Unidos. Una mujer de setenta y cinco años llamada Dora empezó a ahogarse con la comida, así que los secuestradores la soltaron para que fuera a un hospital en Uganda, porque aún no era 1 de julio y todavía no la podían matar.

 

Nadie creyó que habría una misión de rescate, salvo quienes fueron enviados a liberar a los rehenes. Cuando el teléfono rojo de mamá sonó, eran las cinco de la mañana y estaba sola en la torre de control, dibujándose en el tobillo la cara de una niña. No sabía por qué, pero la niña parecía sorprendida o enfadada, y por más que lo intentara, mamá no pudo arreglarle los ojos. Acabó con un borrón de tinta azulada en su piel oscura.

Cuando sonó el teléfono se le escapó un grito. Era porque todo estaba en calma y porque nunca había oído sonar un teléfono. En el piso de Jerusalén donde vivían no tenían teléfono. Había una cabina de pago en la entrada del mercado. Al levantar el auricular, oyó la voz de un hombre al otro lado de la línea. Sonaba distinta de las voces de los pilotos con los que se comunicaba por radio. Sonaba como si el hombre estuviera allí mismo con mamá, susurrándole las palabras al oído.

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
7.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Jaws by Peter Benchley
Six Minutes To Freedom by Gilstrap, John, Muse, Kurt
Sammy's Christmas List by Lillianna Blake
Kansas City Secrets by Julie Miller
A Writer at War by Vasily Grossman
Infraction by K. I. Lynn
East Into Upper East by Ruth Prawer Jhabvala