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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (38 page)

BOOK: La guerra de Hart
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Mientras hablaba, se desabrochó el bolsillo de la pechera de su guerrera gris y extrajo el cartucho de fusil, que sostuvo en alto para que todos pudieron verlo. Al cabo de un momento, se volvió y arrojó el cartucho al oficial superior británico.

—Guárdelo como un recuerdo —dijo con brusquedad—. Y, por supuesto, durante los próximos quince días los prisioneros del recinto británico no gozarán del privilegio de ducharse.

Tras estas palabras, el comandante del campo indicó a los prisioneros que rompieran filas, dio media vuelta y, acompañado por los otros oficiales y guardias alemanes, abandonó el recinto.

Tommy Hart observó la sonrisa que exhibía Heinrich Visser. También reparó en que el
Hauptmann
le había visto, situado a un lado.

—Creí que iban a hacerlo —murmuró el actor neoyorquino—. Joder, se han escapado por los pelos.

—Coño —soltó el campeón de ajedrez, y acto seguido preguntó—: ¿Creéis que MacNamara y Clark conocen esa orden de tirar a matar? ¿O pensáis que ha sido un farol que se ha echado el alemán para meternos el miedo en el cuerpo?

—En todo caso, ha funcionado —contestó el actor, expeliendo una larga bocanada de aire—. No creo que fuera un farol. Estoy seguro de que MacNamara y Clark conocen esas órdenes y también lo estoy de que les importa un carajo.

—Esto es una guerra, por si no lo recuerdas —terció Tommy.

Los otros dos hicieron un gruñido de asentimiento.

Phillip Pryce había puesto agua a hervir en una destartalada tetera para preparar el té, mientras que Hugh Renaday había ido para averiguar en qué había acabado el intento de fuga. Pryce se hallaba trajinando frente al fuego, como un viejo solterón. Tommy percibió los tenues sonidos de un cuarteto de voces, que entonaban unas canciones populares en otro dormitorio del barracón. El silbido de la tetera se confundió con las voces fantasmagóricas; durante unos instantes Tommy miró a su alrededor pensando que el mundo había recuperado una especie de razonada normalidad.

—Creo que estamos progresando —informó a Pryce. El anciano asintió con la cabeza.

—Tommy, hijo mío, opino que hay muchos detalles de los que recelar y poco tiempo para investigar la verdad. A las ocho de la mañana del lunes tendrás que empezar a pelear para salvar al señor Scott. ¿Has pensado qué estrategia inicial emplearás?

—Aún no.

—Pues te aconsejo que empieces a pensarlo.

—Todavía hay muchas cosas que no sabemos.

Pryce se detuvo para colocar las tazas de té.

—¿Sabes lo que me preocupa sobre este caso, Tommy?

—Te escucho.

El anciano se movía con parsimonia. Examinó detenidamente las gastadas hojas de té que yacían en el fondo de cada taza de cerámica. Retiró con cuidado la tetera del fuego. Aspiró el vaho que brotaba de la boca de la tetera.

—Es que es algo distinto de lo que aparenta.

—Explícate, Phillip.

El otro meneó la cabeza.

—Soy demasiado viejo y delicado para esto —repuso, sonriendo—. Creo que es un hecho médicamente demostrado que cuanto mayor te haces, tienes mayor facilidad para detectar conspiraciones, ya sabes, chanchullos, historias de agentes secretos. Sherlock Holmes no era un hombre joven.

—Pero no era viejo. El doctor Watson sí era un anciano. Holmes tenía treinta y tantos años.

—Cierto. Y sin duda se mostraría receloso, ¿no crees? Me refiero a que este caso parece muy claro, desde el punto de vista de la acusación. Dos hombres que se odian. El motivo es el odio racial. Uno de ellos muere. El que le sobrevive debe de ser su asesino.
Quod erat demonstrandum
.

O
ipso facto
. Una caprichosa construcción latina para definir la situación. Pero a mí nada de esto me parece claro.

—Estoy de acuerdo, pero nos queda poco tiempo para explorar.

—Me pregunto —dijo Pryce arqueando una ceja—, si eso formará parte del asunto.

Tommy se disponía a responder cuando oyó las sonoras pisadas de las botas de aviador de Hugh por el pasillo central del barracón. Al cabo de unos segundos la puerta se abrió y el canadiense entró veloz en la habitación, sonriendo de satisfacción.

—¿Sabéis lo que esos astutos cabrones habían ideado? —preguntó casi a voz en cuello, con el entusiasmo propio de un escolar.

—¿Qué? —inquirió Tommy.

—Prestad atención: el grupo que se había dirigido al edificio de las duchas cada día, a la misma hora, al mismo minuto, durante casi dos semanas, lloviera o hiciera sol, entonando esas canciones que tanto disgustan al viejo Von Reiter…

—Sí, yo pasé junto a ellos al venir —dijo Tommy.

—En efecto, Tommy, amigo mío, pero hoy acudieron diez minutos antes de lo habitual. ¿Y los dos gorilas que los escoltaban? ¡Eran dos de los nuestros vestidos con unos abrigos cortados y teñidos para que parecieran alemanes! Entran en las duchas y la mitad de la pandilla se desnuda y se pone a cantar como de costumbre. Los otros se ponen apresuradamente sus ropas y salen tan tranquilos. Los guardias falsos les ordenan que se coloquen en formación y empiezan a conducirles hacia el bosque…

—¿Confiando en que nadie se percatase de ello? —dijo Pryce soltando una carcajada.

—Eso es —continuó Hugh—. De hecho, lo habrían conseguido de no aparecer un condenado hurón montado en bicicleta. Al reparar en que los «gorilas» no iban armados, se detuvo, los hombres echan a correr hacia el bosque y el plan se fue a hacer gárgaras.

—Muy hábil —comentó Hugh meneando la cabeza—. Casi lo consiguen.

Los tres hombres prorrumpieron en risotadas. Les parecía un plan de fuga disparatado, pero en extremo creativo.

—No creo que hubiesen llegado muy lejos —dijo Pryce entre toses—. Sus uniformes habrían acabado por delatarlos.

—No necesariamente, Phillip —replicó Hugh—. Tres de los hombres (los auténticos artífices del plan, según tengo entendido) llevaban ropas de paisano debajo de sus uniformes, de los cuales iban a despojarse en el bosque. Asimismo, llevaban consigo excelentes falsificaciones de documentos.

Según me han dicho. Ellos eran los que iban a fugarse. El papel de los otros consistía principalmente en causar problemas y quebraderos de cabeza a los alemanes.

—Me pregunto —dijo Tommy con lentitud— si hubieran estado dispuestos a participar en esta diversión de haber sabido que existía esa nueva orden que permite a los alemanes matar a los prisioneros sin más contemplaciones.

—Has dado en el clavo, Tommy —repuso Hugh—. Una cosa es jugar con los alemanes si sólo va a costarte un par de semanas en la celda de castigo cantando
Roll out the barrel
y tiritando de frío toda la noche, y otra muy distinta si esos cabrones van a colocarte ante un pelotón de fusilamiento.

¿Creéis que fue un farol? Me niego a creer…

—Tienes razón —terció Tommy con una seguridad un tanto intempestiva—. No pueden matar a prisioneros de guerra, se armaría la gorda.

Pryce meneó la cabeza y alzó la mano, interrumpiendo la conversación.

—Un prisionero de guerra debe llevar uniforme y dar su nombre, rango y número de identificación cuando se lo pregunten. Pero un hombre vestido de paisano que lleva una tarjeta de identidad y unos papeles de trabajo falsos podría ser tomado por un espía. ¿Cuándo deja uno de ser lo primero y pasa a ser lo segundo?

Pryce dio un profundo suspiro.

—Nosotros también ejecutamos a los espías sin mayores trámites.

Observó con detención a los dos aviadores y asintió lentamente con la cabeza.

—No me cabe duda de que en el futuro Von Reiter hará justamente eso —dijo—. Creo que nuestros muchachos, por listos que sean, estuvieron durante unos minutos en una situación muy peligrosa.

Quizá no lo previeron. Von Reiter puede que no sea un nazi fanático que luce una camisa parda, pero es un oficial alemán que se toma su cargo muy en serio. Apostaría que por sus venas corren generaciones de rígido servicio teutón por la patria y no me cabe duda de que cumplirá con su deber al pie de la letra.

—Supongamos —le interrumpió Tommy— que no recibiera esa orden, es posible que lo dijera para intimidarnos.

—Tommy lleva razón, Phillip —terció Hugh.

—Veo que estás aprendiendo con rapidez el arte de la sutileza, Tommy —comentó Pryce sonriendo—. Por supuesto, a nosotros ni nos va ni nos viene el que recibiera la orden de marras o no la recibiera, siempre y cuando no nos movamos de aquí, de este hotel encantador. Pero la amenaza de ejecutarnos es real, ¿no? Así, Von Reiter consigue buena parte de lo que pretende con sólo plantear la posibilidad de un pelotón de fusilamiento. La única forma de averiguar la verdad es fugarse.

—Y que te atrapen —agregó Tommy.

—Von Reiter es un hombre inteligente —prosiguió Pryce—. No le subestimes porque debido a su ropa parece el personaje de un espectáculo de títeres. —El ex letrado volvió a toser, y añadió—: Es un hombre cruel, a mi entender. Cruel y ambicioso. Unos rasgos que comparte, supongo, con ese taimado zorro de Visser.

De repente se oyeron pasos.

—¡Gorilas! —murmuró Hugh.

Antes de que los otros dos pudieran responder, la puerta del pequeño dormitorio se abrió y apareció Heinrich Visser. A su espalda vieron a un hombre diminuto y rechoncho, de no más de un metro cincuenta de estatura, que llevaba un terno negro mal cortado y sostenía en las manos un sombrero de fieltro negro que no cesaba de manosear nerviosamente. Los miraba a través de los gruesos cristales de sus gafas. Detrás de él había cuatro fornidos soldados empuñando sus fusiles.

Al momento, el pasillo se llenó de aviadores británicos que habían interrumpido la ruleta del ratón intrigados por la presencia de soldados armados.

Visser entró en el reducido cuarto de literas y observó a los tres hombres.

—¿Interrumpo quizás una sesión de estrategia? ¿Un importante debate sobre los hechos y la ley, teniente coronel? —preguntó a Pryce.

—Tommy tiene mucho trabajo y le queda poco tiempo. Le ofrecíamos los escasos conocimientos fruto de nuestra experiencia. Esto no debe sorprenderle,
Hauptmann
—respondió Pryce.

Visser meneó la cabeza y se acarició el mentón como quien reflexiona.

—¿Han hecho progresos, teniente coronel? ¿Ha comenzado a perfilarse la defensa del teniente Scott?

—Disponemos de poco tiempo y nos planteamos algunos interrogantes. Pero aún no tenemos todas las respuestas —repuso Pryce.

—Ah, ésta es la suerte del auténtico filósofo —contestó Visser con expresión pensativa—. ¿Y usted, señor Renaday, con su espíritu de policía, ha hallado algunos hechos contundentes que le ayuden en este empeño?

Hugh miró al alemán con cara de pocos amigos.

—Estas paredes son unos hechos —dijo con desdén, señalando a su alrededor—. La alambrada es un hecho. Las torres de vigilancia y las ametralladoras son unos hechos. Aparte de esto, no tengo nada que decirle,
Hauptmann
.

Visser sonrió, pasando por alto la ofensa que contenían las palabras y el tono de la respuesta del canadiense. A Tommy no le gustó que Visser no se diera por aludido. Su sonrisa burlona traslucía un gesto amenazador.

—¿Y usted, señor Hart, se apoya mucho en el señor Pryce?

Tommy dudó antes de responder, sin saber adonde quería ir a parar el alemán con sus preguntas.

—Agradezco su análisis —repuso midiendo sus palabras.

—Debe de ser un gran alivio para usted contar con un experto de su talla, ¿no es así? Un insigne abogado que suple su falta de experiencia en estos temas —insistió Visser.

—En efecto.

El alemán sonrió. Pryce tosió dos veces, tapándose la boca con la mano. Al oírle toser, Visser se volvió hacia el anciano.

—¿Va mejorando su salud, teniente coronel?

—No es fácil que mejore en esta condenada ratonera —masculló Hugh con tono destemplado.

Pryce dirigió una breve mirada a su impulsivo compañero canadiense.

—Estoy bien,
Hauptmann
—respondió—. La tos persiste, como habrá podido comprobar. Pero me siento fuerte y confío en pasar lo mejor posible el resto de mi estancia aquí, antes de que aparezcan mis compatriotas y les liquiden a todos ustedes.

Visser rió como si Pryce hubiera dicho algo gracioso.

—Se expresa como un soldado —respondió sin dejar de sonreír—. Pero me temo, teniente coronel, que su valentía oculta su delicada salud. Su estoicismo frente a la enfermedad es admirable.

Visser observó a Pryce al tiempo que su sonrisa se disipaba, dando paso a una expresión fría y sobrecogedora que ponía de relieve el intenso odio que le rodeaba.

—Sí —continuó Visser en tono despectivo—. Me temo que está usted mucho más enfermo de lo que confiesa a sus camaradas.

—Estoy bien —repitió Pryce.

Visser meneó la cabeza.

—No lo creo, teniente coronel. No obstante, permita que le presente a este caballero,
Herr
Blucher, de la Cruz Roja suiza.

Visser se volvió hacia el hombre diminuto, que lo saludó con un gesto de la cabeza al tiempo que daba un taconazo y se inclinaba brevemente.

—Herr
Blucher —prosiguió Visser con tono de suficiencia— ha llegado hoy mismo de Berlín, donde es miembro de la legación suiza.

—Qué diablos… —protestó Pryce, pero se detuvo, mirando al alemán con unos ojos no menos fríos que los de éste.

—Al alto mando de la Luftwaffe no le interesa que un distinguido letrado de merecida fama como usted muera aquí entre unos rudos y toscos prisioneros de guerra. Nos preocupa su persistente enfermedad, teniente coronel, y como por desgracia no disponemos de los medios adecuados para tratarla, las instancias superiores han decidido repatriarlo. Una buena noticia, señor Pryce.

Regresará usted a su casa.

La palabra «casa» pareció reverberar en el repentino silencio que se hizo en la habitación.

Pryce se quedó inmóvil en el centro de la pequeña habitación. Se puso firme, tratando de asumir una postura militar.

—No le creo —soltó de sopetón.

Visser meneó la cabeza.

—Sin embargo es cierto. En estos momentos, un oficial naval alemán que se halla preso en un campo en Escocia, que padece una dolencia semejante a la suya, acaba de ser informado por el representante suizo de que regresará a su patria. Es un trato muy sencillo, teniente coronel. Nuestro prisionero enfermo a cambio del prisionero enfermo capturado por nuestro enemigo.

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