La guerra de Hart (69 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: La guerra de Hart
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Tommy comprendió. Según el plan, Lincoln Scott debía cargar con la culpa, ser juzgado, condenado y fusilado. Era la única forma de que aquellos hombres se fugasen.

—MacNamara y Clark —dijo Tommy con lentitud— no querían la verdad, ¿no es así?

El director de la banda sonrió.

—No señor. No la querían, aunque se hubieran topado con ella. Querían resolver el problema de Vic sin estar implicados en ello. La verdad, como puedes comprobar, Tommy, es complicada para todos los que estamos metidos en este asunto. Trader Vic era un héroe, y al ejército no le gusta que nada mancille a sus héroes. Echarle la culpa a Scott era una mentira muy conveniente para todos, excepto para Scott, claro está. No lo sé con certeza, pero yo diría que Clark y MacNamara no contaban con que ese chico de Harvard tan calladito organizara semejante follón.

—No, supongo que no —respondió Tommy.

—Pero entre tú y él habéis armado una buena. Ahora, necesito ese pico —dijo el hombre. Su voz era apenas un susurro, pero su tono era imperioso—. O me dejas que siga excavando para que mi colega y yo salgamos de aquí, o vale más que me mates, porque de una forma u otra pienso ser libre antes de que amanezca.

Tommy sonrió. Pensó que la palabra «libre» era la gran palabra. Cinco letras que significaban mucho más. Debería haber sido más larga, exultante, una palabra que contuviera poder, fuerza y orgullo. Se detuvo, pensando que debía hallar el medio de satisfacer aquella noche a todo el mundo.

—Estamos en un punto muerto —dijo.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que olvídate del pico. No me importa levantar la voz. No sé qué coño haré, quizá te mate, tal como tú quisiste hacer conmigo. Y luego sacaré a esos otros hombres de aquí. —Tommy sabía que era un farol. Pero no obstante lo dijo.

—Hart —dijo el director de la banda—, no se trata sólo de nosotros. Esta noche van a fugarse setenta y cinco hombres. Ninguno de los que esperan detrás de nosotros merece perder esta oportunidad. Han trabajado duro durante largo tiempo; han arriesgado el pellejo para tener esta noche esta oportunidad, no puedes arrebatársela. Puede que lo que yo haya hecho no sea perfecto, pero tampoco estaba totalmente injustificado.

Tommy observó al hombre con atención.

—Has matado a un hombre.

—Sí. Son cosas que ocurren en la guerra. Quizá Vic mereciera morir. Pero no quiero que me culpen de ello. No es mi intención salir de este infernal agujero alemán para enfrentarme a un pelotón de fusilamiento norteamericano.

—Es cierto —repuso Tommy con lentitud—. ¿Entonces cómo quieres resolver esto? Porque yo no me marcho de aquí hasta tener la seguridad de que Lincoln Scott no va a acabar ejecutado.

—Quiero que me entregues ese pico.

—Y yo quiero que Lincoln Scott no muera.

—El tiempo apremia —terció Murphy—. ¡Debemos irnos ya!

El silencio se impuso en aquel reducido espacio, abatiéndose sobre los hombres como una oscura ola.

El director de la banda reflexionó unos momentos. Luego sonrió.

—Supongo que todos tendremos que arriesgarnos aquí —dijo—. ¿Qué opinas, Tommy? Ésta es una buena noche para arriesgarse. ¿Estás dispuesto a hacerlo?

—Sí.

El director de la banda volvió a reír.

—Entonces, trato hecho —dijo. Tendió la mano para que Tommy la estrechara, pero éste seguía empuñando el pico. El director de la banda se encogió de hombros.

—Reconozco que eres duro de pelar, Hart.

Acto seguido se acercó a la pared donde el túnel se abría a la pequeña antesala. Tomó una de las velas y la movió adelante y atrás. Luego dijo con voz tan alta como podía.

—¿Puedes oírme, Número Tres?

Tras un breve silencio, sonó una voz a lo largo del tenebroso túnel:

—¿Qué diablos pasa ahí arriba?

Incluso Murphy sonrió al oír una pregunta tan evidente.

—Estamos charlando sobre la verdad —murmuró—. Ahora, Número Tres, presta atención a lo que voy a decir. Lincoln Scott, el aviador negro, no mató a nadie. ¡Y menos a Trader Vic! Te doy mi palabra de honor al respecto. ¿Lo has entendido?

Después de otra breve pausa, Tommy oyó la voz ascendiendo por el túnel, preguntando:

—¿Scott es inocente?

—Puedes estar bien seguro —respondió el director de la banda—. Ahora comunícaselo a los otros.

Corre la voz hasta que se enteren todos de la verdad. Inclusive ese cerdo de Clark, que espera en la entrada del túnel.

Número Tres vaciló de nuevo, después de lo cual formuló la pregunta crítica:

—Si Scott es inocente, ¿quién mató a Trader Vic?

El director de la banda sonrió satisfecho, volviéndose hacia Tommy un instante, antes de murmurar su respuesta a través del túnel:

—A Vic lo mató la guerra —dijo—. Ahora, corre la voz como si fuera un cubo de tierra, porque dentro de diez minutos vamos a salir de aquí.

—De acuerdo. Scott es inocente. Entendido.

Tommy se asomó al túnel y oyó a Número Tres retroceder y decir a Número Cuatro:

—¡Scott es inocente! ¡Corre la voz!

Escuchó unos momentos, mientras el mensaje era transmitido a lo largo del túnel: «¡Scott es inocente! ¡Corre la voz! ¡Scott es inocente! ¡Corre la voz!», hasta que las palabras se desvanecieron por completo en la inmensa oscuridad que había a sus espaldas. Luego Tommy se desmoronó, exhausto. No sabía con certeza si esas tres palabras transmitidas a todos los hombres que aguardaban su turno en el túnel y en el barracón 107 bastarían para liberar a Scott. ¡Scott es inocente! Pero en medio del tremendo agotamiento que le sobrevino, pensó que eran las tres mejores palabras que había podido arrancar a esa noche. Extendió el pico al director de la banda.

—No sé cómo te llamas —dijo Tommy.

Durante unos momentos el director de orquesta empuñó el pico como si fuera a golpear a Tommy.

—No quiero que lo sepas —repuso. Luego sonrió—. Tienes mucha fe, Hart, hay que reconocerlo.

No una fe religiosa, pero fe al fin y al cabo. Ahora bien, en cuanto a la pequeña conversación que hemos mantenido esta noche aquí…

Tommy se encogió de hombros.

—Puede clasificarse de confidencial entre abogado y cliente. No sé exactamente cómo, pero si alguien me lo pregunta, eso es lo que responderé.

El director de la banda asintió.

—Deberías ser músico, Tommy. Afinas muy bien.

Tommy lo interpretó como un cumplido. Luego señaló el techo y dijo:

—Ésta es tu oportunidad.

—A partir de ahora las cosas no van a ser tan sencillas para ti, Tommy —respondió el director de la banda sonriendo de nuevo—. Este pequeño malentendido nos ha causado un importante retraso. En primer lugar, yo te he hecho un favor, Tommy, he corrido ese riesgo. Ahora tú tienes que hacerme un favor a mí. Arriesgarte no sólo por mí, sino por todos los
kriegies
que aguardan en este maldito túnel y sueñan con regresar a sus casas. Tienes que ayudarnos a salir de aquí.

19
La fuga

Visser indicó a Hugh que se sentara en una silla con respaldo situada junto a su escritorio del despacho administrativo. El alemán observó con atención al canadiense mientras se dirigía hacia la silla, calibrando la dificultad que tenía para poner un pie delante del otro. Hugh se dejó caer en la rígida silla, acalorado por el esfuerzo, con la frente y el torso empapados de sudor. Mantuvo la boca cerrada mientras el oficial alemán encendía sin prisas su cigarrillo y se repantigaba en el asiento, dejando que el humo gris dibujara espirales en torno a ellos.

—Qué descortés soy —dijo Visser suavemente—. Por favor, señor Renaday, tome uno si lo desea —añadió señalando con su única mano la pitillera que reposaba sobre la mesa entre los dos hombres.

—Gracias —respondió Hugh—, pero prefiero los míos. —Metió la mano en el bolsillo de la pechera y sacó un arrugado paquete de Players. El alemán guardó silencio mientras Hugh extraía con cuidado un cigarrillo y lo encendía. Tras dar una calada, se reclinó ligeramente en la silla. Visser sonrió.

—Celebro que nos comportemos como hombres civilizados —dijo—, pese a lo intempestivo de la hora.

Hugh no respondió.

—Así pues —continuó el alemán con tono sosegado, casi jovial—, espero que, como hombre civilizado que es, me explique qué hacía fuera de su barracón, señor Renaday. Arrastrándose por el límite del campo de revista. En una postura muy poco digna. ¿Qué motivo le llevó a hacerlo, teniente?

Hugh dio otra larga calada a su cigarrillo.

—Bien —contestó midiendo con cuidado sus palabras—, tal como le dije al guardia que me arrestó, salí para tomar un poco de este grato aire nocturno alemán.

Visser sonrió, como si apreciara la ironía. Sin embargo, no era el tipo de sonrisa que indicaba que la broma le había hecho gracia. Hugh experimentó entonces la primera punzada de temor.

—Ah, señor Renaday, como muchos de sus compatriotas, y los hombres junto a los que combaten, pretende tomarse a broma una situación que le aseguro que es muy peligrosa. Vuelvo a preguntárselo: ¿qué hacía fuera del barracón después de que se apagaran las luces?

—El motivo no le incumbe —respondió el otro con frialdad.

Visser no dejaba de sonreír, aunque parecía como si ese gesto le exigiera un mayor esfuerzo del que él consideraba necesario.

—Sin embargo, teniente, todo lo que ocurre en nuestro campo me incumbe. Usted lo sabe, pero sigue negándose a responder a mi sencilla pregunta.

Esta vez, Visser subrayó cada palabra de la pregunta con un golpecito de su dedo índice sobre la mesa.

—¡Haga el favor de responder a mi pregunta sin más dilación, teniente! —estalló.

Hugh negó con la cabeza.

Visser titubeó, sin apartar la vista de Renaday.

—¿Le parece ilógico que se lo pregunte? No creo que se dé cuenta de lo comprometida que es su situación, teniente.

Hugh guardó silencio.

La sonrisa del alemán se disipó. Su rostro presentaba un aspecto extraño, chato y colérico motivado por la crispación de su mandíbula, la dureza de su mirada y el descenso de las comisuras.

Las cicatrices de sus mejillas parecían asimismo más pálidas. Meneó la cabeza adelante y atrás una vez; luego, lentamente, sin moverse de la silla, se llevó la mano a la cintura y, con terrorífica lentitud, desabrochó el estuche que llevaba y extrajo de él un voluminoso revólver de acero negro.

Lo sostuvo en alto durante un momento, tras lo cual lo depositó en la mesa frente a Renaday.

—¿Conoce usted esta arma, teniente?

Hugh negó con la cabeza.

—Es un revólver Mauser del calibre treinta y ocho. Es un arma muy potente, señor Renaday. Tan potente como los revólveres Smith and Wesson que llevan los policías de Estados Unidos. Es notablemente más potente que los revólveres Webbly-Vickers que portan los pilotos británicos al lanzarse en paracaídas. No es un arma de uso habitual entre los oficiales del Reich, teniente. Por lo general los hombres como yo portamos una Luger semiautomática. Se trata de un arma muy eficaz, pero requiere dos manos para amartillarla y dispararla, y yo, desgraciadamente, sólo tengo una. De modo que tengo que usar el Mauser, que es más pesado y engorroso. ¿Sabe usted, teniente, que un solo disparo de esta arma le vuela a uno buena parte de la cara, gran parte de la cabeza y la mayor parte de los sesos?

Hugh observó detenidamente el cañón negro. El revólver permaneció sobre la mesa, pero Visser lo giró de forma que apuntara al canadiense. Hugh asintió con la cabeza.

—Bien —dijo Visser—. Espero que eso le induzca a responder a mi pregunta. Se lo pregunto una vez más: ¿qué hacía fuera de su barracón?

—Turismo —repuso Hugh fríamente.

El alemán emitió una seca carcajada. Visser miró a Fritz Número Uno, que se hallaba en un rincón de la habitación, en las sombras.

—El señor Renaday se hace el idiota, cabo. Pero ya veremos quién ríe último. No parece comprender que tengo todo el derecho de matarlo de un tiro aquí mismo. O si prefiriera no ensuciar mi despacho, ordenaría que se lo llevaran de aquí y lo mataría fuera. Ha violado una clara norma del campo, y el castigo es la muerte. La vida de este señor pende de un hilo, cabo, y sin embargo pretende jugar con nosotros.

Fritz Número Uno no respondió, aparte de asentir con la cabeza y cuadrarse. Visser se volvió de nuevo hacia Hugh.

—Si envío a un pelotón a despertar a todo el contingente de prisioneros del barracón 101, ¿encontraría yo entre ellos a su amigo el señor Hart? ¿O al teniente Scott? ¿Su salida esta noche del barracón está relacionada con el juicio por asesinato?

Visser alzó la mano.

—No tiene que responder a eso, teniente —agregó—, porque ya conozco la respuesta. Sí, lo está.

¿Pero en qué sentido?

Hugh volvió a menear la cabeza.

—Me llamo Hugh Renaday. Soy teniente de aviación. Mi número de identificación es el 472 guión 6712. Profeso la religión protestante. Creo que es toda la información que estoy obligado a facilitar en esta u otra circunstancia,
Herr Hauptmann
.

Visser se reclinó en su silla, fulminándole con la mirada. Pero las palabras que pronunció lentamente en respuesta eran gélidas y traslucían una paciente y siniestra amenaza.

—He notado que al entrar cojeaba, teniente. ¿Se ha lastimado?

Hugh negó con la cabeza.

—No me pasa nada.

—¿Entonces por qué le cuesta caminar?

—Es un viejo accidente de jockey que esta mañana se ha recrudecido.

Visser volvió a sonreír.

—Por favor, teniente, apoye el pie sobre la mesa, con la pierna recta.

Hugh no se movió.

—Levante la pierna, teniente. Este simple gesto retrasará el momento de que yo le mate de un tiro, y le dará unos segundos para recapacitar y comprender lo cerca que está de la muerte.

Hugh apartó un poco la silla y con un esfuerzo sobrehumano levantó la pierna derecha y apoyó el talón en el centro de la mesa. Lo incómodo de la postura le provocó una intensa punzada de dolor a través de la cadera, y durante unos momentos cerró los ojos tratando de soportarlo.

Tras unos segundos de vacilación, Visser aferró la rodilla de Hugh, clavando los dedos en la articulación, y la retorció brutalmente.

El canadiense estuvo a punto de caer de la silla. Una descarga de dolor le atravesó el cuerpo.

—Duele, ¿no? —preguntó Visser, sin dejar de retorcerle la rodilla.

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