La Guerra de los Enanos (23 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La Guerra de los Enanos
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Hizo el intermediario una reverencia a su rey y otra al mandatario de las Colinas, con profundo respeto en los dos casos. Se retiró al instante para permitir que los bandos enfrentados hablasen «de igual a igual», si bien cada uno tenía su propia idea sobre lo que esto significaba.

—Te he concedido audiencia, Reghar Fireforge, a fin de averiguar qué os ha impulsado a viajar hasta un reino que abandonasteis, por vuestra propia voluntad, hace ya muchas décadas —declaró Duncan en un alarde de cortesía que, entre enanos, no solía durar.

—Fue un día feliz aquel en que desempolvamos nuestros pies de la mohosa tumba donde vivíamos —contestó el aludido— para gozar del aire libre como los hombres honestos, en lugar de ocultarnos bajo la roca a la manera de los lagartos.

Se dio unas palmadas en la trenzada barba, y Duncan se acarició la suya. Durante el breve silencio que sucedió a esta primera confrontación, los acompañantes de Reghar menearon la cabeza en sentido afirmativo, persuadidos de que su adalid había salido victorioso.

—Entonces, ¿por qué hombres tan honestos han regresado a la mohosa tumba? —parafraseó el soberano las palabras del visitante—. A menos, claro está, que lo hagan en calidad de ladrones —apostilló a la vez que se apoyaba en el respaldo, satisfecho de su agudeza.

Se alzó un murmullo aprobatorios entre los testigos, todos ellos de la tribu de las montañas. El monarca, en su opinión, había ganado un punto.

—Puede llamarse ladrón a quien pretende recuperar algo que le fue arrebatado? —inquirió Reghar, furioso.

—No acabo de comprender tu comentario —replicó el otro sin alterarse—, ya que no poseéis nada digno de despertar la codicia de vuestros semejantes. Se dice que incluso los kenders evitan pasar por vuestro territorio.

Los partidarios de Duncan estallaron en carcajadas, mientras que los Enanos de las Colinas se convulsionaron de rabia frente a tan terrible insulto. Kharas suspiró.

—¡Ya que has mencionado la cuestión, te expondré mis quejas! —exclamó el ofendido, trémula su barba—. Habéis acaparado los contratos de mampostería, infravalorando nuestros méritos y quitándonos el alimento de la boca. Y, además de abusar de nuestra buena fe, habéis organizado escaramuzas en las que nos habéis despojado de nuestro grano y ganado. ¡A eso le llamo yo robar! Sabemos que habéis amasado una fortuna a nuestras expensas. Ése es el motivo de mi presencia. ¡He venido a reclamar lo que legítimamente me pertenece, ni más ni menos!

—¡Embustes! —rugió el monarca y, llevado por la furia, se pudo de pie—.¡Patrañas sin fundamento! La riqueza acumulada en el corazón de la montaña es el fruto de nuestro sudor. Si has vuelto es como el hijo pródigo, protestas de tener el estómago vacío después de haraganear de un lado a otro cuando era el momento de trabajar. Fíjate en tu aspecto. Tú y tus seguidores parecéis una horda de mendigos.

—¿Mendigos? —repitió Reghar en un bramido que nada tenía que envidiar al de su rival, purpúreos ahora sus pómulos—. ¡Juro por el dios Reorx que si me ofrecieras un mendrugo lo escupiría en tus botas! Atrévete a negar que estáis fortificando este edificio en los confines mismos de nuestras propiedades, o que habéis instigado a los elfos a interrumpir nuestro comercio para aprovecharos de nuestra pobreza. Reorx es testigo, con su forja y su mazo, de que regresaremos como conquistadores. Recuperaremos nuestros bienes y te enseñaré qué es el auténtico pillaje.

—No dudo que nos atacaréis —repuso Duncan, burlón—, mas lo haréis en consonancia con vuestro carácter. Sois unos despreciables cobardes, y como tales os agazaparéis tras la túnica de un nigromante y los fúlgidos escudos de los guerreros humanos, sedientos de botín. Después, cuando os hayan utilizado, esas criaturas os apuñalarán por la espalda y saquearán hasta vuestros cadáveres.

—¡Tú serás su maestro en ese arte! —le espetó el dignatario de las colinas—. Durante años te has dedicado a vaciar los bolsillos de nuestros muertos.

Los seis representantes de los clanes se irguieron en sus asientos y los soldados de Reghar dieron un paso al frente. La risa chillona del dewar se impuso a la lluvia de improperios, de amenazas, y el Highgug se acurrucó, boquiabierto, en su rincón.

La guerra se habría desatado allí mismo de no intervenir Kharas, quien corrió a situarse entre los litigantes y, con su alta figura, se sobrepuso a ambos bandos. A empellones, tirando de unos y de otros, logró hacerles retroceder si bien, incluso después de separarse, persistieron las risas provocadoras y los agravios verbales. El leal intermediario hubo de hacer acopio de toda su severidad para reinstaurar el silencio, un silencio tenso y hostil.

Kharas tomó la palabra, e inició su discurso en una voz ronca y preñada de pesadumbre.

—Hace tiempo, rogué a nuestro dios que me otorgara la fuerza suficiente para luchar contra la perversidad del mundo. Reorx respondió a mi plegaria invitándome a usar un anexo secreto a su fragua donde, bajo su protección, confeccioné este mazo. Desde entonces lo he enarbolado en todas las batallas, él me ha permitido combatir el Mal y defender mi hogar, el hogar de mi pueblo. Y ahora, mi rey, me pides que tan sagrado pertrecho aplaste las cabezas de mis congéneres, y también vosotros, mis primos, os aprestáis a asolar mi patria en un conflicto del que nadie ha de beneficiarse. Si no deponéis vuestra actitud, me veré obligado a derramar la sangre de los seres que más estimo, mi propia sangre.

Nadie replicó. Los dos enemigos se dirigieron fulminantes miradas bajo sus enmarañadas cejas, si bien se detectaba en sus pupilas un atisbo de vergüenza. La sincera arenga de Kharas conmovió a la mayor parte de los asistentes y también a los dos cabecillas, aunque éstos, dada su avanzada edad y su experiencia, no se dejaron impresionar como los otros. Ambos habían perdido la ilusión, los ideales de la juventud, conocían demasiado bien los entresijos del mundo y, en particular, el alcance de la brecha que se había abierto entre ellos para confiar en que un cónclave consiguiera sellarla.

No obstante, había que intentarlo. Fue Reghar quien hizo el primer gesto, grave su expresión.

—Ésta es mi propuesta, Duncan, rey de Thorbardin. Retira tus tropas de la fortaleza, entrega Pax Tharkas y la región circundante a nuestra tribu y a nuestros aliados humanos. Danos la mitad del tesoro escondido en la montaña, lo que en justicia nos corresponde, y permite que aquellos que lo deseen se refugien en las rocosas grutas si la malignidad se extiende. Convence también a los elfos de reanudar las transacciones, de demoler las barreras y distribuye de manera equitativa los contratos de construcción.

»A cambio, nosotros cultivaremos los campos de Thorbardin y te venderemos el cereal a un precio inferior al que te cuesta sembrarlo en los viciados subterráneos. De surgir tal necesidad, me comprometo a ayudarte a proteger tus fronteras y la montaña misma.

Kharas suplicó a su mandatario con los ojos, sin despegar los labios, que reflexionara, que negociara al menos las condiciones. Pero Duncan, exasperado, fue incapaz de razonar.

—¡Fuera de aquí! —ordenó a su adversario—. ¡Vuelve junto al Túnica Negra y tus amigos humanos! Veremos si ese hechicero puede, con sus dotes arcanas, derruir la fortaleza o arrancar la piedra del suelo, nuestro hábitat natural. Veremos cuánto tiempo dura tu alianza, si los hombres os brindan ayuda cuando los vientos invernales apaguen las fogatas y su sangre se vierta en la nieve.

Reghar sometió al soberano a un último examen, rebosantes sus pupilas de un odio tan intenso que, si se hubiera materializado, habría supuesto un golpe mortal. Luego, giró sobre sus talones e hizo a su séquito señal de seguirle, de abandonar la sala de los thanes y Pax Tharkas.

La noticia se difundió con sorprendente celeridad. Antes de que los Enanos de las Colinas partieran del recinto, atestaron las almenas sus primos de las montañas, que les despidieron entre sarcasmos y amenazas. Los hombres de Reghar, aleccionados por su adalid, hicieron caso omiso de las provocaciones y emprendieron su cabalgada sin volver la vista atrás.

Kharas quedó solo en la estancia junto al monarca, excepción hecha del olvidado Highgug. Los seis testigos regresaron presurosos a sus clanes, donde comunicaron las nuevas a sus jefes de tal modo que, al anochecer, se habían consumido litros de cerveza y del embriagador brebaje conocido como aguardiente enanil. Las celebraciones, los ecos de los cánticos y la desordenada algarabía retumbaban entre los muros del monumento a la paz.

En medio del desenfreno, la voz quejumbrosa de Kharas resonó en los tímpanos de Duncan.

—¿Por qué has rehusado negociar? —inquirió.

El soberano, apaciguada su cólera, miró a su alto consejero y meneó la cabeza despacio, crujiendo su atuendo de ceremonias al rozarlo la barba cana. Estaba en su derecho de no contestar a tan impertinente demanda, y lo cierto era que sólo Kharas poseía el valor necesario para cuestionar así su decisión.

—Dime, mi buen servidor —indagó, a la vez que apoyaba la mano en su brazo—¿Es verdad que guardamos un tesoro en las entrañas del risco? ¿Hemos robado a nuestros hermanos? ¿Hacemos incursiones en sus tierras, o en las de los hombres? ¿Están justificadas las acusaciones de Reghar?

—No —fue la lacónica respuesta del interpelado, y sus pupilas se encontraron con las de su superior.

—Has visto la cosecha —prosiguió el monarca—. Eres tan consciente como yo de que las últimas monedas de nuestras arcas se gastarán en adquirir alimento con el que sobrevivir al crudo invierno.

—¡Confiésalo ante ellos! —le urgió Kharas—. No son monstruos, sino nuestros parientes. Estoy seguro de que comprenderán...

—No —le atajó, compungido, el rey—. No son monstruos —repitió—, pero se han convertido en algo peor, en niños. Podríamos revelarles nuestro apuro y aun así no nos creerían, no se fiarían de sus propios ojos porque, en sus mentalidades pueriles, han resuelto volcar su fe en la que ellos consideran su cruzada.

«Prefieren creer en la existencia de un tesoro; todavía más, tienen que creer en ella —insistió al observar la mueca de reticencia de su súbdito—. Es su única esperanza de vida, no resistirían si no les animase el anhelo de arrebatarnos esos supuestos enseres. Lucharán para conseguirlos, azuzados por el hambre. En el fondo entiendo su postura. La realidad es demasiado cruel.

Se ensombrecieron un instante sus ojos y Kharas constató, lleno de asombro, que su ira de antes había sido fingida.

—Ahora volverán al lado de sus angustiadas mujeres e hijos —agregó Duncan—, y les dirán: «¡Combatiremos contra los usurpadores! Cuando venzamos, ¡saciaremos nuestras rugientes tripas!» Así olvidarán, durante un tiempo, su penuria.

—No hace falta llegar a tales extremos —replicó su oyente—. Compartamos lo poco que tenemos.

—Mi querido Kharas, eso es imposible. ¡Que caiga sobre mí el mazo de Reorx si miento! Voy a hacerte una revelación, y he de conminarte al secreto. No puedo acceder a sus exigencias porque, de hacerlo, todos pereceríamos. Nuestra raza se borraría de la faz de Krynn.

—¿Tan mal están las cosas? —preguntó Kharas. Su perplejidad iba en aumento.

—Me temo que sí —ratificó el soberano—. Son muy pocos los que lo saben, únicamente los cabecillas de los clanes y, ahora, tú. La recolección de grano fue un desastre, el tesoro amenaza ruina y, además, hemos de reservar nuestro exiguo pecunio para sufragar los gastos de la guerra. Incluso dentro de nuestros confines tendremos que racionar la comida si queremos contemplar los brotes de primavera. Hemos calculado meticulosamente los abastos, y ni siquiera con tan duras medidas tenemos la certeza de superar la estación de los hielos. ¿Cómo agregar a la lista varios centenares de bocas?

Kharas se perdió en sus cavilaciones hasta que, al rato, alzó la cabeza y sentenció:

—Es mejor aceptar juntos el destino, morir todos de hambre, que sucumbir en una contienda entre seres de la misma raza.

—Nobles palabras, amigo Kharas —le aplaudió Duncan.

Cuando se disponía a completar su comentario, un redoble de tambores resonó en la estancia acompañado por himnos ancestrales, más viejos que las paredes de Pax Tharkas y, acaso, que los huesos del mundo. Los enanos se aprestaban a la batalla, y lo manifestaban según el ritual heredado a través de las generaciones.

—Nobles palabras —insistió el monarca una vez se apagó el vocerío—, pero inútiles. No puedes devorar el lenguaje, ni bebértelo, ni tampoco envolverte los pies con él o quemarlo en tu fría chimenea. No des frases, por hermosas que sean, al niño que llora de hambre.

—Esos niños llorarán también si sus padres parten para luchar y nunca regresan —objetó el servidor.

—Sus sollozos no se prolongarán más de un mes —repuso Duncan—. Luego apurarán sin vacilaciones la ración de su plato. Y estoy persuadido de que es eso lo que querría el ausente.

Una vez expresado tan práctico argumento, el soberano salió de la sala de los thanes para encaminarse, de nuevo, a las almenas.

Durante la conferencia privada de Duncan y Kharas, Reghar Fireforge guiaba a su grupo por la senda que le alejaba de Pax Tharkas a lomos de un robusto y achaparrado poni. Las risas y las ofensas de sus primos de las montañas retumbaban aún en sus tímpanos.

No despegó los labios hasta varias horas más tarde, cuando se hallaron fuera del campo de visión de las enormes torres de la fortaleza. Al llegar a una encrucijada, el anciano jefe tiró de las riendas de su caballo y, volviéndose hacia el miembro más joven de su séquito, le indicó con voz monótona, desapasionada:

—Continúa hacia el norte, Darren Ironfist.

Extrajo el dignatario una andrajosa bolsa de piel que llevaba anudada al cinto para, tras hurgar en su interior, entregar al subordinado su última moneda de oro. Contempló el disco unos largos momentos antes de embutirlo en la palma del muchacho.

—Con este dinero podrás adquirir un pasaje en la nave que hace la travesía del Mar Nuevo —le aseguró—. Una vez al otro lado, ve al encuentro de Fistandantilus y dile...

Hizo una pausa, sabedor de la trascendencia de su resolución. Pero no tenía otra alternativa; así que, malhumorado, terminó de impartir sus instrucciones.

—Dile que, cuando llegue, le aguardará un ejército dispuesto a luchar a su lado.

2

Encuentro entre caballeros

La noche era fría y lóbrega en la región de Solamnia. Las estrellas refulgían con destellos tenues, pero se destacaban de manera inconfundible en la negra bóveda. Las constelaciones de Paladine, el Dragón de Platino, y Takhisis, la Reina de la Oscuridad, evolucionaban en sus respectivas órbitas en torno a las Balanzas del Equilibrio sostenidas por Gilean. Transcurrirían doscientos años antes de que estos grupos estelares desaparecieran del firmamento, señal inequívoca de que los dioses habían descendido hasta Krynn para intervenir en la devastadora Guerra de la Lanza.

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