Read La Guerra de los Enanos Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
El archimago quedó sin resuello. La energía arcana que se acumulaba en sus entrañas casi le ahogó al exteriorizarse. Ahora vislumbraba el plano de existencia que se ocultaba al otro lado; las esteras prohibidas a los mortales se insinuaban ante él.
En lontananza, su hermano pronunció los versículos que activarían el artilugio. Su acento retumbó en los tímpanos del nigromante.
—
Tu tiempo te pertenece, aunque viajes por él... Aferra firme el final y el comienzo... Sobre tu testa descansa el porvenir.
Aquel porvenir era el hogar. «Ven a casa.»
Acometió Raistlin el quinto cántico, el último, intentando no afectarse por la turbadora interferencia.
—
Dragón Verde, ya que el destino postra bajo su yugo hasta los mismos dioses, lloremos, lamentémonos todos juntos.
Se quebró su voz. ¡Algo iba mal! La magia que palpitaba dentro de él perdió vigor, se tornó espesa como si rehusara circular a través de sus venas, de sus músculos. Logró tartamudear las últimas sílabas, si bien cada una suponía un esfuerzo, mientras que su corazón dejó de latir y, cuando volvió a hacerlo zozobró su frágil osamente.
Desconcertado, el archimago fijó sus pupilas en el Portal para constatar si la última fase del sortilegio se había desencadenado. No; la luz que irradiaba Crysania estaba a punto de extinguirse y, en cuanto al campo, su fuerza parecía próxima a disiparse.
Más que recitarlas, Raistlin vociferó a la desesperada las palabras del postrer conjuro, el definitivo. Pero su cadencia no era la adecuada y, además, los sonidos salían de su garganta cual látigos que restallaran contra su persona, imposibilitando todo intento de conferirles el poderío que había de normalizar el proceso. Notaba que sus virtudes le rehuían, que se le escapaba el control.
«
Ven a casa.
»
Resonaban en sus oídos las risas burlonas de la Reina, el acento suplicante y pesaroso de su gemelo. En aquel instante, un tercer timbre se mezcló con los otros, el chillón parloteo de un kender, que antes apenas percibiera por hallarse ocupado en asuntos más trascendentales. Ahora, la imagen de Tas se moldeó en su cerebro cegador contorno.
«
Lo reparó Gnimsh, mi amigo, el gnomo...
»
Tan lacerantes como la hoja del enano que traspasara su vulnerable carne en el campamento, le apuñalaron, en la memoria, los párrafos escritos en las Crónicas de Astinus:
«
En aquel mismo instante un gnomo, prisionero de los enanos de Thorbardin, activó un artilugio para viajar en el tiempo... El invento del gnomo se inmiscuyó de alguna manera, desvirtuándolos, en los poderosos y complejos encantamientos que había entretejido Fistandantilus... Se produjo una explosión tal que las llanuras de Dergoth quedaron devastadas.
»
Raistlin apretó los puños, corroído por la ira. Neutralizar al hombrecillo no había servido de nada. Su víctima ensambló el artefacto antes de sucumbir. ¡La historia se repetiría! Huellas en la arena...
Perforando el Portal con la mirada, el nigromante vio surgir de su umbral al verdugo de sus premonitorias pesadillas. Su propia mano apartó la capucha, el hacha descendió implacable para ajusticiar, por su voluntad a aquella réplica de sí mismo.
El campo magnético se resquebrajó, y las bocas de los dragones lanzaron bramidos de triunfo. Un espasmo de terror convulsionó a Crysania y en sus ojos apareció una expresión mortificante, idéntica a la que adoptaran los de su madre cuando, en el duro trance de morir, volaran hacia planos remotos.
«
Ven a casa.
»
En el interior del Portal, el abigarrado abanico de luces se desintegró en un enloquecido vaivén. Carentes de un amo que guiase sus evoluciones, los remolinos se elevaron sobre el flagelado cuerpo de la sacerdotisa como prendieran las llamas en la aldea estragada por la epidemia. Crysania gimió dolorida, su piel empezó a marchitarse en el bello, mortífero fuego que provocara la magia desbocada.
Deslumbrado por los resplandores, las lágrimas afloraron a las pupilas de Raistlin mientras presenciaba la espeluznante escena. Una nueva ojeada al acceso le reveló que se estaba cerrando. Tras arrojar al suelo su bastón, el hechicero dio rienda suelta a su cólera en un amargo e incoherente aullido.
En respuesta a su desarticulado grito, emergieron del Portal los ecos de unas carcajadas rítmicas, escarnecedoras, que le humillaron hasta lo indecible.
«
Ven a casa.
»
Una sensación de calma inundó al archimago, la fría tranquilidad de la desesperanza. Había fracasado, pero no daría a la Reina el gusto de rebajarse, de implorar clemencia. Si tenía que morir, lo haría abrigado en el escudo de sus dotes.
Levantó la cabeza, enderezó la espalda y, valiéndose de todos sus poderes, de facultades heredadas de la antigüedad y otras que nunca había intuido atesorar, pese a que se originaban en algún recoveco de su alma, emitió un nuevo alarido. Mas ahora su manifestación no fue el plañir discorde del que se sabe indefenso, sino una voz de mando ribeteada de una autoridad que nadie antes había ostentado en el mundo.
Esta vez sus frases fueron concisas, tan inconfundibles para las fuerzas a las que iban destinadas como aquellos misteriosos dones que acababa de descubrir y que, hasta ahora, eludieran su propia introspección.
El campo magnético, en lugar de volatilizarse, se reintegró. ¡Él había sido el artífice del fenómeno! En su radio de acción, Raistlin ordenó al Portal que cesara en su recorrido y éste acató su mandato.
Exhaló un suspiro prolongado, tembloroso. Durante la breve tregua en que reinó la inmovilidad, un destello a su derecha le obligó a desviar la faz y comprobó que el ingenio había entrado en actividad.
El campo onduló y se combó salvajemente. A medida que crecía, que se propagaba la magia del artilugio, sus vibraciones arrancaron esotéricos cantos de las rocas donde se asentaba la fortaleza. En una marea devastadora, los sones de la incorpórea música trazaron torbellinos alrededor de la figura del hechicero mientras los dragones, iracundos, rugían su contestación. Lucharon los coros atemporales de la piedra y de los reptiles hasta que, en su coincidente fluir, se combinaron en una cacofonía capaz de partir en dos la mente más cuerda.
El estruendo era ensordecedor, la fusión de aquellos dos poderosos hechizos hizo que la tierra se estremeciese bajo los pies del nigromante, quien asistió, inerme, al desmembramiento de la gruta. Se abrieron fisuras en los cantarines muros, en las metálicas cabezas de reptil que festoneaban el arco del Portal. Incluso éste, que parecía indestructible, comenzó a desmoronarse.
Raistlin, desequilibrado, hincó las rodillas. El campo magnético se estaba rasgando, se hacía jirones como la osamenta del mundo. Se rompía, se astillaba y, dado que el mago se aferraba a él, también su cuerpo sufrió las consecuencias del desastre.
Un agudo dolor laceró su ser, se convulsionó y retorció en una insoportable agonía.
Se enfrentaba a un terrible dilema. Si soltaba su agarradero caería sin remisión, se precipitaría en una nada absoluta a la que la más abyecta negrura era preferible. Mas, por otra parte, de intentar resistir, se dividiría su persona en dos mitades, desencajada bajo el embate de las esencias mágicas que él mismo había despertado y ya no controlaba.
Sus músculos se hacían trizas, las cavidades óseas oscilaban, las vísceras y los tendones se dislocaban.
—¡Caramon! —gimoteó en un llanto desgarrado.
Pero su hermano y Tas se habían desvanecido. El artefacto mágico, reajustado por el único gnomo del universo cuyos inventos funcionaban, había cumplido su misión. Los dos compañeros no podían ayudarle.
Le restaban unos segundos de vida, unos momentos para reaccionar. No obstante, el suplicio era tan penoso que no conseguía ordenar sus ideas.
Los huesos se despegaban de sus músculos, los ojos se proyectaban en sus cuencas prestos a desprenderse, el paro cardíaco era inminente y su cerebro, succionado por las fuerzas en conflicto, amenazaba con estallar dentro de su cráneo.
Oyó un grito cercano y a la vez remoto, un sonido estridente en el que reconoció su propio estertor. La muerte cerraba filas, pero, como hiciera durante toda su vida, presentó batalla.
—Me sobrepondré —balbuceó, y tal decisión brotó de sus labios bañada en sangre.
Estirando una mano, asió el bastón que antes rechazara y reiteró su sentencia para reafirmarse.
—Me sobrepondré. ¡No me arrebatarán el poder!
Se elevó en el vacío, catapultado por una oleada multicolor hacia un túnel que, acuoso, hirviente, había de desembocar en...
«
Ven a casa.... ven a casa
.»