Read La Guerra de los Enanos Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Volvieron a resonar las risas, coreadas por algunos vítores. El guerrero no abrigaba la menor duda sobre el significado de aquellas palabras, y los comentarios que oyó sobre cómo, en otras ocasiones, habían «compartido suculentos botines» no hicieron sino ratificar sus sospechas.
Sin embargo, no todo fueron plácemes. Algunos hombres fruncieron el ceño con ostensible desasosiego y otros incluso manifestaron su desacuerdo con tenues cuchicheos.
—¡No quiero mantener ningún tipo de relación con una bruja! Prefiero la compañía del mago, por muy temible que sea.
«¡Bruja!» Otra vez habían pronunciado este término, que despertó en la mente del hombretón vagos recuerdos de aquellos días remotos en que Raistlin y él viajaran con Flint, el enano forjador. Era una época anterior al retorno de los dioses auténticos, y Caramon se estremeció al evocar el episodio de su llegada a una ciudad donde se disponían a quemar a una vieja mujer en la hoguera, acusada de brujería. Revivió cómo su hermano y Sturm, el noble caballero, arriesgaron sus vidas para salvar a la anciana, que resultó ser una ilusionista de ínfima categoría.
No se le había ocurrido pensar hasta ahora que los habitantes de Krynn, en el período actual, juzgaban severamente cualquier clase de poderes mágicos; y los dones clericales de Crysania, en una fase de la Historia en que habían desaparecido los sacerdotes, merecían la aversión de cuantos con ella se tropezaban. Un escalofrío recorrió su espina dorsal, aunque se impuso la lógica. Morir abrasada era penoso, pero más rápido que...
—Traedme a la bruja. —Era Pata de Acero quien interrumpía sus elucubraciones, mientras cojeaba dirigiéndose hacia su caballo—. Seguidme con los otros rehenes —concluyó, ya sobre la silla.
El guardián de Crysania la llevó a empellones hasta el cabecilla quien, inclinándose, la izó sobre la cabalgadura delante de él. Asió las riendas y la envolvió en sus brazos, tan hercúleos que la dama casi desapareció entre ellos. Mantuvo la sacerdotisa la vista al frente. No se alteró su expresión distante, impasible.
«¿Sabe lo que le espera? —se preguntó el guerrero al pasar por su lado Pata de Acero, ensanchado su macilento rostro en una sonrisa de triunfo—. Siempre ha vivido protegida, a salvo de los aspectos más viles de la existencia. Quizá no ha comprendido el ultraje que estos hombres se proponen infligirle, desconocedora de la naturaleza humana.»
En ese instante Crysania dirigió al fornido luchador una mirada de soslayo. Tras su máscara de perfecta compostura asomaba a sus ojos un terror tan invencible, una súplica tan anhelante, que Caramon hundió su cabeza en el pecho. «Lo sabe —se respondió, desesperado—. ¡Los dioses la asistan, lo sabe!»
Alguien le zarandeó por detrás para alzarlo en volandas entre varios y arrojarle sobre su caballo. Suspendido boca abajo, ligados sus robusto brazos mediante aquellas cuerdas de arco que cortaban su piel, el prisionero observó cómo repetían la operación en el fláccido cuerpo de su gemelo. Tras asegurarse de que no caerían, los bandidos montaron en sus equinos y los condujeron hacia el bosque.
La lluvia fluía en torrentes por el cráneo del hombretón mientras que el corcel, al pisar el barro, le salpicaba la cara. El ligero trote le hacía rebotar dolorosamente, el pomo se clavaba en su costado, la sangre se agolpaba en su cerebro. Estaba mareado, no atinaba a distinguir, en medio de la espesura, sino aquellas pupilas dilatadas de pánico que reclamaban su auxilio.
Incapaz de mover un músculo, le asaltó la desalentadora certeza de que, esta vez, no la socorrería.
Capitán de mercenarios
Raistlin recorría un ardiente desierto. Ante él, en la arena, se extendía un rastro de pisadas, que seguía con perfecta meticulosidad. Las huellas le guiaban por dunas que reverberaban al sol, deslumbrándolo. Caminó sin tregua acalorado, exhausto, presa de una sed insaciable. Le dolía la cabeza, el pecho, ansiaba tumbarse a descansar. En lontananza distinguió un pozo, un oasis a la sombra de altas palmeras. Pero, aunque pusiera todo su empeño, no lo alcanzaría. La senda no discurría en aquella dirección, y no podía desviarse de la ruta.
Avanzó durante largas horas, abrumado por el peso de sus propias vestiduras. De pronto, en el límite de sus fuerzas, alzó la vista y ahogó un grito de profundo terror. ¡Las huellas le conducían a un cadalso! Una figura ataviada de negro, cubierta con una capucha de igual color, estaba arrodillada en la plataforma. Apoyaba su cabeza en el tajo y, pese a no distinguir sus rasgos, comprendió que era él mismo quien se aprestaba a morir. El verdugo, portador de una enorme hacha, se erguía a su espalda. También él ocultaba el rostro bajo un embozo. Enarboló el arma ejecutora y vio, con una vivacidad angustiosa, que la equilibraba sobre su cuello. Al desplomarse el peso del hacha, antes de exhalar el último suspiro, Raistlin atisbo la cara de la criatura que lo ajusticiaba...
—¡Raist! —susurró una voz.
El mago sacudió su maltrecha cabeza, comprendiendo aliviado que era víctima de una pesadilla. Luchó por despertar, por atender la llamada y ahuyentar las espantosas imágenes.
—Raist —repitió quien le invocaba.
La certidumbre de un peligro real, no soñado, terminó de despejarle. Permaneció inmóvil unos segundos, con los ojos cerrados, hasta cerciorarse de su situación.
Yacía en un terreno húmedo, anudadas las manos en el pecho y atenazada su boca por una mordaza. Le atormentaba una lacerante migraña, la voz de Caramon resonaba en sus tímpanos.
Oía a su alrededor un tumulto de risas y palabras, olisqueaba los efluvios de distintos guisos sobre el sonoro crepitar de la leña. Pero la algarabía se le antojó lejana, tan sólo percibía en su proximidad el lastimero acento de Caramon. Súbitamente, recordó el ataque. Lo había perpetrado un individuo con una pierna de acero y, luego, el olvido. Cauteloso, levantó los párpados.
Su gemelo se hallaba, al igual que él, tendido en el lodo, sólo que boca abajo y con las manos atadas a la espalda. En sus ojos pardos brillaba una luz peculiar, una luz que hizo volar la memoria del hechicero hacia otros tiempos, hacia la época en que ambos luchaban juntos, combinando armónicamente espada y magia.
A pesar del dolor, de las tinieblas que les cercaban, Raistlin sintió un arrebato de júbilo que no había experimentado durante años. Unidos por una común amenaza, sus lazos se habían estrechado y les permitían comunicarse tanto verbal como telepáticamente.
Al comprobar que su hermano era consciente del apuro en que se hallaban, Caramon culebreó con el mayor sigilo posible a fin de preguntarle en un murmullo, tal como aconsejaba la prudencia:
—¿Podrías desembarazarte de tus ligaduras? ¿Todavía conservas la daga de plata?
Raistlin respondió con un leve asentimiento. En los albores de la Historia, los dioses prohibieron a los magos la tenencia de armas de cualquier naturaleza y el uso de cotas de malla u otros atuendos bélicos. La finalidad de tal medida era, como cabe imaginar, que debían consagrarse al estudio en lugar de perder horas valiosas en el perfeccionamiento de las artes marciales. Pero, cuando los hechiceros ayudaron a Huma a derrotar a la Reina de la Oscuridad merced a la creación de los Orbes de los Dragones, las divinidades les otorgaron el derecho de portar dagas durante sus desplazamientos, en memoria de la lanza del Gran Caballero.
Asida a su muñeca mediante una disimulada correa de cuero que haría que el arma se deslizase hasta su palma si la necesitaba, la argéntea daga de Raistlin constituía su último recurso defensivo. Sólo debía valerse de ella en el caso de que se agotaran sus encantamientos... o en circunstancias como la que ahora vivían.
—¿Te restan fuerzas suficientes para utilizar tus dotes arcanas? —indagó el hombretón.
El nigromante cerró los ojos. Sí, le quedaban aún energías, mas no podía derrocharlas. Hacerlo significaba debilitarse, entrañaba un largo período de descanso y cuidados exhaustivos antes de enfrentarse con poder renovado a los guardianes del Portal. Por otra parte, era imprescindible que sobreviviera. Muerto, de nada le servía el ahorro.
«¡Tengo que salir adelante a cualquier precio! —pensó—. Fistandantilus lo logró, y yo no hago sino seguir su rastro en la arena.»
Tal idea provocó su ira. La descartó presto y, abriendo los ojos, inclinó la cabeza.
—Anida en mí la fuerza necesaria —comunicó a su hermano por vía telepática.
—Raist —musitó el guerrero con una severidad que nubló su momentáneo júbilo—, supongo que adivinas qué suerte deparan a Crysania esos hombres.
Asaltó al mago una repentina visión de aquel individuo descomunal, mestizo entre ogro y humano, de la manera en que posara sus toscas manazas sobre el cuerpo de la sacerdotisa, invadieron su alma unos sentimientos para él ignotos. Era la cólera, la furia, lo que le corroía, pero con una intensidad que jamás agitó sus entrañas. Se contrajo su corazón y le cegó una bruma sanguinolenta.
Al constatar que su hermano lo miraba perplejo, boquiabierto, Raistlin supuso que el torbellino que le azotaba se hacía ostensible en sus rasgos. Emitió un gruñido y Caramon se apresuró a continuar.
—Tengo un plan.
El hechicero le dio a entender, por un signo, que conocía sus intenciones.
—Si fracaso... —murmuró el hombretón.
—La mataré primero a ella y luego a mí mismo —concluyó su gemelo.
No habría que llegar a tales extremos, reflexionó. Estaba a salvo, protegido.
Oyó unas pisadas que se acercaban y entornó de nuevo los párpados para fingirse inconsciente. De ese modo ganaría unos minutos preciosos durante los cuales ordenaría la maraña de sus emociones y recobraría el control. La daga de plata se le antojó fría sobre su brazo y flexionó los músculos a fin de desagarrotarlos mientras, aún confundido, analizaba su extraña reacción frente a la desdicha de una mujer que nada le importaba... excepto, naturalmente, por el servicio que había de brindarle en su calidad de sacerdotisa.
Dos hombres levantaron a Caramon de una violenta sacudida y, no con menor brutalidad, le conminaron a andar. El guerrero advirtió reconfortado que, salvo una fugaz ojeada para comprobar que seguía desmayado, ninguno de ellos prestó atención a su gemelo. Caminando a trompicones sobre el irregular terreno, rechinando sus dientes a causa del dolor que le infligían sus piernas entumecidas, el fornido luchador meditó sobre la fiereza que desencajara los rasgos de Raistlin al mencionarle a Crysania. En cualquier otro humano la habría definido como la cólera ilimitada de un amante ultrajado, pero no se la explicaba en su hermano. ¿Era capaz el mago de tan nobles sentimientos? En Istar dictaminó que no, que el Mal le consumía sin dejar espacio a las que él consideraba flaquezas de la carne.
Ahora, no obstante, Raistlin parecía distinto, mucho más semejante al compañero de antaño, a aquel ser que tantas veces combatiera a su lado, codo con codo, dependientes sus vidas de la acción del otro. Incluso lo que le dijera acerca de Tas comenzó a cobrar sentido. No había aniquilado al kender, estaba seguro, y en su conducta respecto a Crysania tan sólo los arranques de mal humor menguaban su amabilidad. Quizá...
Uno de los salteadores, al azuzarle en las costillas, le recordó lo desesperado de su situación actual. «No hay quizá que valga —se reprendió—; lo más probable es que el fatal desenlace sobrevenga aquí y ahora. Lo único que conseguiré es sacrificar mi vida sin salvar las de los otros cautivos, que sucumbirán a un final rápido y cruel.»
Mientras avanzaba por el campamento pensó en todo cuanto había visto y oído desde la emboscada, revisando mentalmente su plan.
El asentamiento de los bandidos se asemejaba más a una pequeña ciudad que al escondrijo de unos ladrones. Vivían en toscas cabañas de troncos y cobijaban en una cueva a sus animales. Resultaba obvio que llevaban allí cierto tiempo y no temían el rigor de la ley, mudos testigos de la fuerza y el liderazgo del semiogro, omnipotente para ellos.
Pero Caramon, que en sus años mozos había tenido frecuentes escaramuzas con forajidos de la más baja estofa, adivinó que muchos de aquellos hombres no eran simples rufianes ansiosos de botín. La manera en que contemplaban a Crysania y meneaban la cabeza, en franca desaprobación de lo que había de ocurrirle, corroboraba este criterio. También sus armas contribuían a confirmarlo: aunque vestidos de harapos varios de ellos portaban bonitos pertrechos, de los que se pasan de padres a hijos, y los esgrimían haciendo gala del orgullo que sólo las herencias familiares inspiran, no como el fruto de una rapiña. Además, pese a que en la tenue luz de la tormenta no era fácil distinguir los detalles, el guerrero creía haber vislumbrado en numerosas espadas la rosa y el martín pescador, antiguos símbolos de los Caballeros de Solamnia.
Los miembros de la cuadrilla exhibían los rostros rasurados, sin los mostachos que identificaban a tales caballeros, mas el hombretón captó en la sobriedad de su porte vestigios de Sturm Brightblade, su entrañable amigo perteneciente a esta Orden. Al evocar en su memoria la figura de Sturm hizo recuento de la historia de tan insigne grupo después del Cataclismo.
Acusados por la mayor parte de sus vecinos de desatar la terrible calamidad, fueron desterrados de sus hogares. Las enloquecidas turbas les asesinaron en masa, o bien mataron a sus familias ante sus ojos, y los sobrevivientes tuvieron que ocultarse, vagar en solitario de uno a otro confín de Krynn o unirse a bandas de criminales como ésta.
Al espiar durante su recorrido a los hombres que limpiaban sus armas, que conferenciaban en tonos apagados, Caramon descubrió las huellas de múltiples actos censurables, pero leyó asimismo resignación y desesperanza en más de un semblante. El también había vivido tiempos difíciles, sabía de los estragos que hacía el desaliento en el alma de los mortales.
Si sus deducciones eran acertadas, si en los corazones de los bandoleros brillaba aún la llama de la bondad, su plan podía resultar.
Ardía una fogata en medio del campamento, no muy lejos de donde poco antes yaciera postrado junto a Raistlin. Un breve vistazo le permitió comprobar que su hermano continuaba en su simulado desvanecimiento. Mas, sabiendo qué buscar, detectó al mismo tiempo que había adoptado una postura desde la que podía presenciar los sucesos.
Al entrar él en el radio de luz del fuego la mayoría de los salteadores interrumpieron sus quehaceres y le siguieron, hasta formar un semicírculo a su alrededor. Sentado en una regia silla, próximo al calor, Pata de Acero bebía de un odre lleno a reventar. De pie, a ambos flancos, había varios individuos entregados a una orgía de risas y bromas, que el guerrero reconoció al instante como los típicos aduladores. No le sorprendió encontrar, entre estos serviles individuos, al repulsivo posadero.