Y en mi situación actual, no tenía posibilidad alguna de pronunciarla. Mitzi había subido con tan meteórica velocidad como yo había caído. Pasaban las semanas y ni siquiera la veía, salvo en alguna esporádica y fugaz aparición por los pasillos. Yo no había olvidado la promesa que me hiciera de darme empleo como redactor en Intangibles, pero creía que ella sí, hasta que cierto día fui a servirle la comida a Val Dambois y descubrí a Mitzi en su despacho. No sólo en su despacho sino juntísima a su lado. Y cuando abrí la puerta se separaron como movidos por un resorte.
—¡Maldita sea, Tarb! —vociferó Dambois—. ¿Acaso no sabes llamar a la puerta?
—Lo siento —contesté.
Dejé caer el plato con la hamburguesa de soja encima de la mesa y me di media vuelta para marcharme. No sentía el menor deseo de interrumpir su intimidad... y si lo sentía, no tenía ninguna gana de demostrarlo. Pero Mitzi levantó la mano para detenerme, me miró con aquel interés especial suyo que hacía que se le pusieran los ojos brillantes, como de pájaro, y luego hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Val —dijo— esto podemos terminarlo luego. Oye, Tenny, creo que en Intangibles va a haber un puesto para ti. Mira, bajemos juntos. Te acompañaré para ver qué se puede hacer.
Era la hora de comer y tuvimos que esperar un ratito el ascensor. Me sentía bastante nervioso pensando, con escaso alborozo, por qué no me había avisado si es que había surgido alguna vacante, preguntándome si se hubiera acordado de ello de no haber aparecido yo en aquel instante. Reconozco que no eran pensamientos precisamente gratificantes y para disiparlos traté de iniciar una conversación.
—¿Qué conspiración tramabais ahí vosotros dos? —pregunté en broma.
Por su forma de mirarme, pensé que sin querer había imprimido un tono excesivamente duro a mis palabras. Y traté de suavizarlo comentando:
—Creo que estoy un poco nervioso.
Lo dije corno excusándome, suponiendo que lo consideraría natural en un adicto a la Moka-Koka. Pero no tuvo esa reacción. Reaccionó casi como con celos.
—Parece una eternidad desde que dirigías tu red de espionaje en Venus —dije con melancolía, queriendo decir con ello que la impresión que me producía Mitzi es que había cambiado mucho desde entonces. Parecía, no sé cómo definirlo, más seria quizás, tal vez más amable. Serían, desde luego, mis impresiones, porque no podía ser que ella hubiese cambiado. La única diferencia era, sin duda, que habiéndola perdido, la valoraba más.
Y habiéndola perdido, me quedé boquiabierto, mirándola estupefacto, cuando ella al salir del ascensor, me dijo:
—Tenny, si no haces nada esta noche, ¿por qué no vienes a cenar a casa?
Ignoro qué expresión adoptó mi rostro pero, fuese cual fuese, la hizo reír.
—Te pasaré a buscar después del trabajo —añadió—. Y ahora quiero presentarte a un señor que se llama Desmond Haseldyne y que tiene la oficina ahí mismo. ¡Vamos!
Si Mitzi me había asombrado con su inesperada amabilidad, Haseldyne constituyó un sobresalto en la dirección opuesta. Mientras Mitzi hacía las presentaciones, me miró con ferocidad, y la única interpretación que pude dar a esa mirada fue que me aborrecía.
¿Por qué motivo? No tenía ni idea. Había visto de vez en cuando a aquel individuo por la agencia, claro, pero no se me ocurría qué podía haber hecho yo para ofenderle. Y Desmond Haseldyne no era precisamente un sujeto como para estar a malas con él. Era gigantesco. Mediría como mínimo metro noventa de estatura, tenía hombros de boxeador y unos puños que me engulleron la mano sin que dejara huella cuando se dignó estrechármela. Haseldyne era uno de esos fenómenos que la publicidad engrana en algún que otro insólito rincón de su complicado mecanismo; decían que era matemático, y también poeta, y aunque parezca mentira que había realizado una brillantísima carrera con negocios de importación y exportación, profesión que había abandonado para dedicarse por entero a la publicidad. Empecé a adivinar el motivo del porqué me aborrecía cuando gruñó:
—¡Mitzi, por Dios! ¡Pero si es el payaso ese que se pasa el día mirando el reloj!
—Da la casualidad de que es también amigo mío —contestó ella sin titubear— y además un redactor de primera categoría, víctima de un desgraciado accidente que no fue en absoluto culpa suya. Quiero que le des una oportunidad. No me dirás que se puede culpar a una persona por sufrir en carne propia los efectos de unas técnicas publicitarias totalmente desprovistas de ética, ¿verdad?
Eso le ablandó.
—Supongo que no —admitió y ni siquiera se tomó la molestia de añadir: «Y Gracias a Dios que en esta agencia no practicamos tales bajezas», como hubiese hecho cualquiera con dos dedos de frente. Nunca se sabe quién anda a la escucha de los micrófonos instalados en todas las oficinas—. Creo —concedió— que podemos admitirle a prueba. Vete tranquila, Mitzi. ¿Nos vemos esta noche?
—Lo siento, Des. Tengo una cita. Otra vez será —le contestó y al salir se despidió de mí con un guiño.
Haseldyne suspiró y se pasó una mano por la cara. Luego regresó a su asiento.
—Siéntese, Tarb —tronó—. ¿Sabe por qué está aquí?
—Creo que sí, señor Ha..., Des —contesté con firmeza, resuelto a que se me tratase como lo que era, y no como a cualquier principiante.
Mi respuesta provocó que me mirase severo, pero todo lo que hizo fue limitarse a declarar:
—Esto es el Departamento de Proyectos Intangibles. Trabajamos en unos treinta sectores principales de explotación, pero hay dos que sobrepasan con mucho en importancia a los demás. Uno es la política y el otro la religión. ¿Qué sabe de ambos?
—Lo que estudié en la universidad —contesté alzándome de hombros—. Personalmente siempre he sido un experto en producto. Vendía artículos, no ideas abstractas.
Me miró de una manera que me hizo pensar que volver a repartir paquetes no sería en realidad tan denigrante, pero había decidido darme empleo y contra viento y marea me lo iba a dar.
—Si no tiene preferencias —dijo—, actualmente donde más ayuda necesitamos es en religión. Quizá no haya caído en la cuenta de lo valioso que es el sector de la religión. —Efectivamente, no había reparado en ello pero no dije nada—. Usted me ha hablado de productos, de artículos concretos. Muy bien, Tarb, haga el cálculo usted mismo. Cuando vende usted un tarro de Boncafé, el cliente paga aproximadamente un dólar. Cuarenta centavos son para el distribuidor y el detallista. El tarro y la etiqueta cuestan cinco centavos, a los que hay que añadir tres centavos más que cuesta el contenido.
—Sustancioso margen de beneficios —contesté sin ocultar mi aprobación.
—¡Ahí es donde se equivoca! Haga la suma. La mitad del dinero se la traga el maldito producto. Lo mismo ocurre con todo: con los electrodomésticos, con las prendas de vestir, con todos los artículos concretos y tangibles. En cambio, la religión... ¡ah, la religión! —añadió en voz baja, con una suave sonrisa rebosante de éxtasis reverencial—. En el sector de la religión el producto no cuesta ni un solo centavo. Es posible que empleemos cantidades reducidas en terreno y construcción; queda muy bien poder exhibir una catedral o un templo, aunque en general utilizamos miniaturas y diapositivas; es posible que haya que editar algunos folletos e incluso un par de libros, pero examine los balances, Tenny, y verá que ahí los beneficios son de ¡un sesenta por ciento! y del cuarenta restante, la mayor parte constituye costes de promoción que, no lo olvide, también es dinero que se queda en casa.
—No tenía la menor idea —contesté agitando la cabeza maravillado.
—¡Claro que no tenía ni idea! ¡Los expertos en productos son todos iguales! Y esas cifras son las de religión, pero las de política son idénticas. Tal vez incluso mejores; ahí se obtiene un margen más amplio de beneficios porque ni siquiera es preciso construir iglesias. De todos modos —agregó con expresión repentinamente entristecida—, hoy en día cuesta mucho interesar a la gente en política. Durante mucho tiempo estuve convencido de que podía ser el sector más importante de todos pero... en fin. —Sacudió la cabeza y me dijo—: Bueno, la situación es ésta. ¿Quiere probar?
Por supuesto que quería. Entré al asalto en la sala de redactores animado por una fuerte descarga de adrenalina, dispuesto a enfrentarme al desafío y olvidando que todavía no era más que un aspirante, lo cual significaba que si había recados por hacer, podían exigirme mis servicios. Y, efectivamente, había que recoger los trajes del señor Dambois en la tintorería, había que llevar una muestra del nuevo envase de Kelpos, los crujientes ganchitos de aperitivo, a Producción, había que... Era casi la hora del cierre cuando pude sentarme ante mi mesa. Y además, aquella noche no pude ver a Mitzi. En lugar de la hora de la cita encontré en mi casillero una nota que decía: Ha surgido un imprevisto. Lo siento de veras. ¿Lo aplazamos para mañana?
¡Qué desilusión! Había pasado el día anticipando el deleite de un encuentro del cual me veía privado de un plumazo.
Al llegar a casa casi me abalancé sobre las Moka-Kokas como un loco y cuando por fin me tocó el turno de acostarme me dormí sin alegría a pesar del nuevo trabajo. ¡Cuánto habían cambiado las cosas! Allá en Venus, Mitzi Ku podía sentirse satisfecha, incluso halagada, de salir con un director de departamento; aquí la situación era la inversa. Ya podía yo silbar, que si ella no tenía ganas de verme, no vendría. Peor; podía haber otros silbidos mucho más potentes y atractivos que el mío. Para mí lo más duro de aceptar era que hubiese dos tipos haciendo el pavo real ante Mitzi. Evidentemente lo que de mí se esperaba era que cogiese un número, me pusiese a la cola y esperase a que se me llamara. Pero, la verdad, el concurso no me interesaba demasiado. La competencia por parte de Val Dambois podía comprenderla, ya que no afirmar que me gustase, pero Haseldyne era harina de otro costal. ¿Quién era esa especie de campeón de lucha libre japonesa, todo gorduras y músculos, que tan de pronto había aparecido en la vida de Mitzi?
Por otra parte, muchas otras cosas también habían cambiado. Cuando a la mañana siguiente conseguí finalmente ponerme a trabajar, después de la consabida ronda de café y bollos para las secretarias y las modelos, ronda que me ocupó una hora, comprendí que la situación del oficio que había dejado atrás al tomar el transbordador que me conduciría a Venus, era neolítica en lo que a técnicas informáticas se refiere. Pude comprobarlo tan pronto como me senté ante el tablero de mandos de mi ordenador y empecé a buscar el dispositivo de video-clip de la pantalla. No existía.
Aprender el manejo del tablero de mandos me ocupó el resto de la mañana, y eso que conté con la ayuda de la secretaria del departamento.
Pero uno no se convierte por arte de magia en profesional de primera fila, aparte de que en Venus, aún habiendo perdido muchas cosas, no había perdido ni el instinto profesional ni la intuición. Efectué un rápido examen de los diversos expedientes y descubrí, tal como me figuraba, que existían sectores que el departamento de Intangibles no había explorado. Evidentemente no podía competir aún con la utilización de los más recientes avances tecnológicos pero sí podía utilizar viejas técnicas de probada eficacia, siempre seguras aunque a menudo desdeñadas por los jóvenes, y hacia las cuatro había ya terminado mi borrador. Desconecté el tablero de mandos y entré a saco en el despacho de Haseldyne.
—Échale un vistazo a esto, Des —dije introduciendo la placa en el lector—. Es un estudio preliminar, desde luego, aún no del todo interactivo, de modo que no hagas preguntas difíciles, y quizá el modelo que he elegido no sea el más adecuado...
—Tarb —gruñó amenazador— ¿de qué diablos estás hablando?
—¡De puerta a puerta! —exclamé—. ¡La técnica publicitaria más antigua que existe! ¡Una campaña nueva basada en el procedimiento más seguro y eficaz del mundo!
Oprimí el interruptor e inmediatamente apareció en pantalla la imagen tridimensional de una figura enflaquecida y seria que vestía hábito, de rostro adusto pero benigno que miraba directamente a Haseldyne a los ojos. Por desgracia no medía más de medio metro de altura y una aureola de chispas azuladas difuminaba las líneas de su contorno.
—Me parece que no he empleado bien el selector de tamaño —dije excusándome— y veo que hay interferencias...
—Tarb —rugió—, cállate de una vez, ¿quieres?
Pero vi que se mostraba muy interesado al ver que la figura avanzaba y empezaba a decir:
—¡Religión, señor! Eso es lo que vengo a ofrecerle. ¡La salvación! ¡El sosiego y la paz del espíritu! ¡El perdón de los pecados, y si no ha pecado, la fuerza para cumplir la voluntad de Dios! Traigo conmigo un surtido completo de doctrinas: católicas, protestantes, anglicanas, metodistas, veintidós sectas baptistas, presbiterianas, cuáqueras, mormonas, calvinistas...
—Todo el mundo ofrece lo mismo —comentó Haseldyne mirándome irritado.
Me relamí de gusto porque era exactamente la reacción que había previsto para programar el resto del discurso. La figurita de la pantalla miró furtivo por encima del hombro, como asegurándose de que nadie le escuchaba, e inclinándose hacia adelante, prosiguió diciendo en tono confidencial:
—Tiene usted toda la razón, señor. Hubiera debido comprender que no es usted la clase de persona dispuesta a aceptar lo mismo que todo el mundo. ¿Qué le parecería una auténtica doctrina antigua? No crea que voy a hablarle de Buda ni de Confuncio. Le voy a hablar de Zoroastro! ¡De Ahuramazda y Ahrimán! ¡De las fuerzas de la luz y de las tinieblas! ¿Sabía usted que la mayoría de las religiones actuales son vulgares plagios de las doctrinas zoroástricas? ¿Sabía usted que su doctrina no propugna el ayuno ni la abstinencia? ¿Sabía usted que es de las pocas religiones que no se basa en prohibiciones de ninguna clase? La religión de Zoroastro está destinada a personas de calidad. Y aunque le parezca mentira, puede usted adquirir todo el conjunto, conversión incluida, por menos precio de lo que le costaría un retiro en un monasterio o un bar mitzvah...
Observé, sin lugar a dudas, que estaba fascinado. Vio cómo desaparecía la figura entre una lluvia de chispas azules —aquellos dispositivos automáticos de vídeo-clip no eran tan efectivos como debieran— y en el momento de desvanecerse vi que asentía despacio con la cabeza.
—Podría dar resultado —murmuró.
—¡Dará resultado, Haseldyne! Ten en cuenta que no es más que un borrador. Tengo que hablar con Asesoría Jurídica para solventar lo relacionado con la firma del contrato, y lo del hábito, no sé, podría mejorarse, quizá sería mejor una figura femenina vestida de bailarina persa...